La fenomenología de Husserl
Sobre la filosofía en general y la contemporánea en especial pesa la acusación de que se ha convertido en una disciplina esotérica cuyos cultivadores y entendidos hablan los unos para los otros, aparentemente indiferentes a las dificultades con que el público pueda tropezar si desea enterarse de lo que pasa en filosofía. Mientras buscaba una manera de presentarles a Husserl en esta conferencia y sin saber si me dirigiría a un auditorio formado sólo por estudiantes de filosofía, consideré la posibilidad de que esta acusación fuera justa. Las dificultades para hacerse entender en caso de hablar sobre Husserl para un público más extenso son de índole muy notoria. Las de vocabulario, por ejemplo, no son las menores. La filosofía contemporánea, y Husserl de manera eminente, se expresan por medio de un vocabulario técnico, como dicen los críticos del esoterismo. El problema se agrava cuando las expresiones "técnicas", concebidas originalmente en el espíritu de otro idioma, deben ser trasladadas al español, que carece de una tradición filosófica moderna propia. Pero más graves aún son los problemas conceptuales y los relativos a la posibilidad de ser estos conceptos objeto de una comunicación directa e inmediata. Los conceptos del pensamiento actual mantienen relaciones muy complicadas con los 25 siglos de trayectoria que lleva recorridos la filosofía. Así en Husserl encontramos fundidos y reinterpretados elementos tan dispares y separados en el tiempo como la idea del cogito cartesiano, la noción escolástica de intencionalidad y el concepto de conciencia trascendental procedente de Kant y el idealismo postkantiano. Es verdad que cada autor renueva el sentido de lo que coge del pasado y que, desde este punto de vista, la idea renovada inicia otra vida. Pero si el autor moderno del que queremos ocuparnos ha invertido una existencia laboriosa, una pasión ejemplar por el conocimiento y dotes personales sobresalientes en el estudio de la tradición, asimilando lo que ofrece y polemizando con ella, para entregar, finalmente el resultado de sus trabajos, no podemos esperar que estos resultados nos sean accesibles de la manera como entendemos de inmediato las ocurrencias del minuto o las opiniones recogidas sin criterio ni reflexión. La complejidad extrema y la sutileza del pensamiento filosófico más reciente provienen en buena parte de que la filosofía no es un conjunto de ocurrencias o de opiniones infundadas. Esto último, por demasiado obvio, no se dice nunca cuando se habla de su esoterismo. ¿No sería absurdo que alguien quisiese iniciarse en física por el estudio de la física atómica? La comparación entre el hermetismo de la filosofía actual y el de las áreas más avanzadas de las ciencias especiales de hoy es válida por lo menos en el sentido de que en ambos casos el estado presente existe gracias a una experiencia ininterrumpida de muchos siglos y la colaboración de muchas generaciones sucesivas. Que la filosofía se ocupe, a diferencia de la física, de temas relacionados también con nuestra necesidad de actuar y tomar decisiones inmediatamente, con nuestras actitudes y afectos no puede ser razón suficiente para que pidamos que lleve una existencia menor que la mantenga de continuo al nivel del sentido común.
Pero esto no quiere ser una apología del hermetismo, o del supuesto carácter esotérico de la filosofía sino más bien una toma de conciencia de lo que en la filosofía provoca estas acusaciones y de la justificación que puedan tener. Quiero proponerles que examinemos aquí algunos de los caracteres que sustraen a la fenomenología de Husserl del grupo de temas que se dejan tratar satisfactoriamente en una conferencia. Con ello derrotamos en alguna medida esta dificultad y examinamos la cuestión del esoterismo de la filosofía.
La filosofía de Husserl pertenece a la tradición inaugurada por Descartes, que entiende al hombre primordialmente como conciencia, como sujeto capaz de conocer. Como ente teorizante el hombre sabe siempre en alguna medida acerca de sí mismo y de lo que pasa a su alrededor: toda la variedad del mundo ocurre frente a su conciencia. Considerar estas presencias, examinarlas, reflexionar sobre lo que muestran, en esto consiste la verdadera vida humana: en el plano del saber se realiza aquello que distingue al hombre de los demás seres con los que comparte la existencia terrenal. Este poder de darse cuenta que señala a los hombres admite, por cierto, muchas diferencias internas; diferencias de claridad y grados de elaboración, niveles de mayor y menor generalidad, coherencia, rigor. Las ciencias, por ejemplo, existen sólo gracias a un entrenamiento especial de las facultades conscientes, a una intensificación deliberada y sostenida de la vocación humana natural. Este poder del hombre se vuelca en las más diversas direcciones, del cielo a la tierra, de lo microscópico a lo inmenso, fundando áreas de experiencia inteligente con distintos ideales de verdad, métodos para alcanzarla y argumentos que la fundan. ¿Cómo orientarse en medio de tantas reclamaciones diversas que, salidas de la actividad de conocer, exigen reconocimiento: verdades matemáticas, pruebas de la existencia de Dios, observaciones sobre la vida animal y la vida histórica de los pueblos?
La filosofía que concibe al hombre como conciencia entiende que su propia tarea es ocuparse de investigar sistemáticamente la actividad consciente, el conocer y sus "productos", los saberes en su unidad y su diversidad. Uno de los primeros asuntos que la ocupan es la definición de las condiciones con que debe cumplir el conocimiento de la verdad o conocimiento verdadero, aquel que satisface la pretensión de validez con que se presenta en contraste con el pseudo saber, el error, la verdad aparente. La obra de Descartes está al servicio de esta tarea y así lo está la de Husserl. En los tres siglos que los separan el panorama del saber se ha transformado profundamente; las ciencias especiales se han repartido el mundo y cada cual en su parcela tiene resultados más o menos brillantes que exhibir: desde las matemáticas y la física hasta la psicología y la sociología. Husserl acomete los trabajos de la filosofía así concebida con el ímpetu exigido por la magnitud de la empresa y la lozanía de ánimo del que acaba de hacer un gran descubrimiento. Y era verdad que lo había hecho pues aunque sólo retornaba al problema de la fundamentación del conocimiento, que ya era viejo, dio con una manera de abordarlo que no lo era. La originalidad de Husserl reside, por lo menos en uno de sus aspectos importantes, en que para él la filosofía no puede comenzar por la experiencia de una conciencia segura de sí misma en general que valga como la piedra de toque y el fundamento de todas las certezas posteriores y de todos los conocimientos que no engañan, ya que resultan comparables en certidumbre con la que posee la conciencia a solas consigo. En otras palabras: no parte del yo pienso, yo soy, último punto de referencia para que tenga sentido hablar de cosas y de mundo; no comienza con la razón pura o la subjetividad trascendental, sino con la conciencia en su situación habitual Esta situación habitual es la de la conciencia empírica, sumida entre las cosas que son el tema de su darse cuenta. Husserl la llama conciencia en actitud natural. ¿Que significa esta expresión? Yo pertenezco al mundo de las cosas materiales. En mi experiencia me encuentro con cosas, situaciones, hechos espirituales, que se me presentan y de los cuales tomo nota. Todo lo que hay en mi experiencia empírica pertenece al mundo espacio-temporal del que yo misma, que soy el sujeto de estas experiencias, formo parte. La actividad mental mediante la cual tomo conciencia del mundo y de sus problemas es un suceso que pertenece a ese mismo mundo, que voy conociendo poco a poco en la variedad de sus aspectos y objetos. Esta conciencia natural que es un flujo ininterrumpido de actos de percibir lo que hay a nuestro alrededor, de imaginar, de recordar, de comparar objetos entre sí y de formular juicios, etc., es lo primero que la fenomenología se propone estudiar en sus operaciones por cuanto se trata de la actividad teórica más elemental y a la cual el hombre está ya siempre entregado por ser quien es. Pero decir que las operaciones naturales de la conciencia son elementales no quiere decir que sean simples. Lejos de ello; la conciencia natural se revela a la descripción fenomenológica como un campo casi inagotable de actos diferenciados e interrelacionados entre sí de las maneras más diversas. No obstante su riqueza y complicación la conciencia natural es la situación inicial, el suelo primario a partir del cual pueden crecer formas diferenciadas no elementales u originarias de la actividad teórica, como, por ejemplo, la conciencia científica. Estas formas derivadas de la conciencia teórica interesan de modo principal a la filosofía que quiere ser la fundamentación del saber. La primera etapa de la fenomenología consistirá entonces en la descripción desprejuiciada y rigurosa de las operaciones de conciencia gracias a las cuales se produce esa cosa tan natural para todos, que es el darse cuenta de lo que hay a nuestro alrededor y de lo que va pasando con el correr del tiempo.
Esta descripción se propone lograr algo diferente que la psicología. No se pregunta tanto por lo que pasa en la conciencia como por lo que ella hace, realiza o logra. El "producto" de las operaciones no es segregado de ellas, que lo engendran, sino tratado como íntimamente ligado a estas operaciones. Por eso se habla de una actividad o de actos de la conciencia. El acto de percibir una mesa realiza un logro, opera un resultado que es esta mesa percibida o la presencia de esta mesa aquí y ahora para mí que la capto. La descripción de la conciencia en actitud natural no tiene como tema a una subjetividad aislada sino a la conexión subjetivo-objetiva merced a la cual hay un mundo y hay objetos mundanos para nosotros. Todo acto de la conciencia es, en este sentido, productivo, eficaz: no hay actividad de percibir que no dé una presencia actual, ni operación de recordar que no presente lo recordado. Como tampoco hay trabajo de imaginar que no engendre imagen, o de opinar que no acabe en una opinión. Para distinguir el tema de la fenomenología descriptiva del de la psicología, Husserl llama a la conciencia de que se ocupa esta descripción filosófica, conciencia intencional. Con esto quiere decir que se trata de una subjetividad ocupada de algo diferente de ella, de una conciencia de objeto. Según lo anterior la descripción fenomenológica realiza su tarea interesada primordialmente no sólo en clarificar los caracteres generales de los actos de conciencia en tanto que ofrecen objetos sino también en describir los modos como tales objetos son ofrecidos a la conciencia. Pues no se me da una y la misma cosa de idéntica manera cuando la imagino que cuando la recuerdo; el modo como es el objeto para la conciencia no es igual cuando lo percibimos que cuando lo buscamos porque lo hemos extraviado. Una y la misma cosa puede ser objeto intencional de muy diversos actos conscientes. El objeto varía con la variación de las diversas formas de actividad consciente. Una descripción fenomenológica de la conciencia intencional suficientemente amplia y detallada resultará ser entonces una especie de catálogo de las diferentes capacidades mediante las cuales nos damos cuenta del mundo y de lo que contiene, a la vez que un catálogo de las diferentes maneras en que este mundo y sus contenidos pueden estar ahí presentes para nosotros. Modos de hacer presente y modos de darse el objeto a la conciencia no son sino los dos lados, inseparables de hecho, sólo separables en abstracto, de la actividad fecunda, capaz de resultado, que es la conciencia intencional.
Pero esta descripción no es un fin en sí mismo y la fenomenología no acaba en ella. Está, por el contrario, al servicio de la fundamentación del conocimiento. ¿Puede la pura descripción de los actos intencionales de la conciencia natural prestar este servicio? La fundamentación del conocimiento consiste en aducir razones, esto es, una justificación de las pretensiones de validez del saber en general; en legitimar las formas especiales en que el saber se escinde y las relaciones entre estas formas; en buscar una explicación de la posibilidad del conocimiento verdadero, en alcanzar claridad plena sobre las condiciones con que debe cumplir el saber para satisfacer las exigencias de la verdad. La primera etapa de la fenomenología, la etapa descriptiva, no podría realizar la tarea central de una fundamentación del saber porque su tema está restringido al flujo de la conciencia tal como se va viviendo. A este flujo pertenecen, como sabemos, con igual derecho los actos de conciencia que nos entregan un saber fidedigno, según se prueba por nuestra experiencia posterior, como también aquellos otros que sólo parecen dignos de confianza en el momento pero cuyo carácter engañoso descubrimos luego. La alucinación, por ejemplo, se da como si fuera percepción de algo sin serlo. Todas las experiencias intencionales tienen en la vida de la conciencia el mismo status de hechos de conciencia. Mientras nos mantenemos en el plano de la descripción el flujo de la vida consciente natural no da lugar para distinguir entre hechos legítimos que revelan la verdad acerca del objeto intencional y hechos que carecen de tal legitimidad. En este nivel de la vida natural de la conciencia ningún hecho puede justificar suficientemente a otro pues cada uno está sujeto a duda: puede ser ilusorio, erróneo, revisable, susceptible de refutación. Lo que la descripción de actos de conciencia no puede lograr, se alcanzará por otras vías, recurriendo a métodos especiales. El método de las reducciones permite salir, en varias direcciones diferentes, del plano de lo inmediatamente presente en la conciencia y plantear el problema de la verdad del conocimiento.
La reducción eidética es un procedimiento mediante el cual un hecho es reducido a su esencia. Esto quiere decir que todos los elementos casuales, contingentes, secundarios y dependientes son metódicamente eliminados de la experiencia, de manera: que no quede como residuo final de la operación sino el elemento necesario, aquello sin lo cual la experiencia perdería su identidad. Este elemento necesario es la esencia; de ella cabe tener un conocimiento seguro y que sirve de guía y de base a todo saber posterior acerca de las cosas que dependen de tal esencia. Hay otros tipos de reducción; ¿qué se ganaría con practicar la reducción eidética para salvarse de la confusa variedad de la cosas y del peligro de confundir lo secundario con lo esencial, si, por otra parte, una serie de prejuicios y opiniones infundadas perturbaran la capacidad que tenemos de ver las cosas como son? Husserl insiste de continuo que hay que someter nuestras opiniones y creencias, nuestros supuestos, a una vigilancia rigurosa de modo que no enturbien la posibilidad que tenemos de captar lo que se muestra tal como se muestra. Pero con esto no basta: es preciso poner de lado, además, todas las doctrinas tradicionales, las enseñanzas recibidas e iniciar el estudio de los problemas que queremos resolver, libres de toda opinión o teoría previa y dirigiéndonos a las cosas mismas. En esto consiste la reducción filosófica. Podemos ver que las reducciones son pasos metódicos por medio de los cuales el fenomenólogo se deshace paulatinamente de elementos de diversa índole que, partes de su experiencia habitual, se interponen entre él y las cosas.
La reducción eidética y la filosófica son, a pesar de su importancia, operaciones menores comparadas con la reducción trascendental, responsable del sello propio de todo el pensamiento husserliano. ¿Qué servicio presta y cómo se realiza? ¿qué es lo reducido en ella y cuál es el residuo?
Sabemos ya que Husserl llama actitud natural a aquella en que nos encontramos cuando ejercemos espontáneamente nuestra capacidad de tomar conciencia de lo que hay a nuestro alrededor, de recordar, de juzgar, de opinar, etc. Lo característico de esta actitud consiste en que nos entregamos a los objetos, que estamos vueltos hacia el mundo del cual estos objetos forman parte y ocupados por él. Con este mundo, que es el trasfondo sobre el cual se destaca el objeto de nuestra consideración o la situación en la que pensamos, contamos en todo momento sin plantearnos mayores problemas acerca de su carácter o de la función que desempeña en el proceso de la experiencia. Pero en cuanto nos disponemos a controlar la validez de nuestro saber acerca del mundo se nos presentan, piensa Husserl, una serie de problemas que nos arrancan de la tranquila familiaridad con el mundo, propia de la conciencia en actitud natural. ¿Cómo puedo, en la interioridad de la conciencia, conocer el mundo que queda fuera de ella? ¿Qué valor tiene nuestra pretensión de poseer verdades acerca del mundo si nosotros mismos somos seres mundanos cuyas experiencias son sucesos de ese mismo mundo que reclamamos conocer? ¿Cómo podemos decir que poseemos una verdad definitiva acerca del mundo si éste no se nos revela nunca del todo, sino sólo de parte en parte, de aspecto en aspecto, en series de experiencias que pueden ser una y otra vez corregidas y refutadas por nuevas y nuevas experiencias? ¿Cómo podemos confiar que el mundo existe independientemente de toda conciencia si sólo se nos revela a través de experiencias conscientes?
La gran limitación de la conciencia natural es no ser crítica; para ella no existen los problemas relativos al saber que posee acerca del mundo. Ocupada con las cosas, vuelta hacia ellas, no está en condiciones de medir y controlar la validez de lo que sus actos logran o realizan. Para atender a los problemas acerca del valor de verdad de las operaciones de la conciencia el fenomenólogo tiene que superar las limitaciones de la actitud natural, descubrir una brecha: para escapar a sus creencias no examinadas, a su ingenuidad, a su capacidad para arreglárselas sin reflexión. El método de que se vale es el de la reducción fenomenológica.
Sólo a partir de la concepción husserliana de la conciencia intencional es posible entender el sentido de la reducción fenomenológica. Porque la conciencia consiste en ese mostrar hacia sus objetos, en estar fuera de sí y junto a las cosas otras que ella, es que tiene sentido tratar de aislar esta actividad suya para considerarla por sí misma, tratar de efectuar un corte entre la mención y lo mentado. La reducción fenomenológica pone entre paréntesis el mundo y lo que en él se nos presenta, para considerar, separadamente, todas aquellos funciones conscientes gracias a las cuales ese mundo se nos entrega paso a paso a lo largo de la experiencia. No se trata por cierto de ejercitarnos en creer que el mundo no existe o de imaginar lo que sucedería si desapareciese. Se trata, dice Husserl, de retener el juicio, de suspender la confianza habitual con la cual nos movemos y pensamos en medio del mundo, de suprimir la familiaridad que tenemos con él. Esta confianza descansa principalmente en nuestra creencia de que hay ahí un mundo que no tiene nada que ver con los sujetos que lo piensan y actúan en él, un mundo autosuficiente, que seguiría siendo el mismo si todos los hombres desapareciesen. Si examinamos esta creencia en cuanto a su valor teórico resulta que carece de fundamento: lo que llamamos mundo es siempre. un cierto orden constituido desde el punto de vista de alguien, o un conjunto de situaciones conexas en relación con seres que distinguen lo presente de lo ausente, lo probable de lo improbable, lo bueno de lo malo. Sin el sujeto como centro de referencia respecto del cual se establece una ordenación de las cosas y relaciones entre ellas, no habría mundo.
Lo que se logra mediante la reducción fenomenológica es, en primer lugar, poner fuera de acción nuestra creencia en un mundo independiente de la actividad del sujeto cognoscente. La creencia en la autosuficiencia del mundo, como pura creencia, no tiene nada de objetable. Se convierte en una amenaza cuando por no haberla sometido nunca a examen ni haber reflexionado sobre ella empieza a actuar como una tesis, como un juicio teórico acerca de lo que el mundo y las cosas mundanas son. Justamente qué son es lo que se trata de averiguar y mientras esté aún por verse no podemos sustituir el resultado que buscamos por una creencia que quiere hacer las veces de teoría.
Pero la neutralización de esta tesis dogmática de la actitud natural acerca del mundo no sólo alcanza al mundo de los objetos que tenemos ante la conciencia sino también, en un cierto sentido muy importante, al fenomenólogo que practica la reducción. Pues el fenomenólogo es parte del mundo respecto del cual se practica la reducción; es un ser vivo entre otros seres vivos, ocupa, como cuerpo, un lugar en el espacio y existe en un cierto momento del proceso temporal. La reducción lo incluye, pues, en cuanto ente espacio-temporal mundano. Pero, diremos ahora, ¿qué es lo que queda entonces después de poner fuera de juego al mundo y al ser natural que practica este método? ¿Cuál es el residuo que se trataba de aislar mediante esta operación?
El residuo de la reducción fenomenológica es la conciencia pura, dice Husserl, la esfera de los actos que nos rinden o entregan la presencia de las cosas y del mundo. La conciencia sigue mentando, refiriéndose a objetividades, continúa siendo intencional o dirigida hacia algo, pero ese algo ha cambiado, ha sido modificado por la reducción: ya no interesa su existencia o inexistencia ni si sea un producto de la imaginación o algo real. Todos los contenidos posibles de su actividad son ahora para la conciencia fenómenos o presentaciones.
Esta transformación de lo mentado que la reducción opera tiene, teóricamente, una importancia inapreciable. El fenómeno es lo que se muestra o aparece en tanto que se muestra o aparece. Esto equivale a decir: cuando concebimos un contenido de conciencia como fenómeno lo pensamos como esencialmente ligado a la conciencia para la cual existe o a la que se muestra. Si el mundo y las cosas mundanas tienen un carácter puramente fenoménico después da la reducción, el fenomenólogo puede atender a lo que se muestra sin tener que hacer suposiciones o hipótesis sobre los aspectos escondidos u oscuros de su tema o sobre las relaciones menos patentes que pudiera tener con otras cosas no dadas actualmente. Respecto de los fenómenos cabe y se impone atenerse a lo presente tal como se nos presenta. En esta dirección la nueva actitud va ganando un saber seguro, libre de las interferencias que provienen de convicciones infundadas o de hábitos mentales poco críticos.
Por otra parte el fenomenólogo, que se ha puesto a sí mismo fuera de acción en tanto que existencia natural en el espacio y en el tiempo, se ha reducido a su puro ser como sujeto teórico. Todo lo que pueda ser además queda reducido, puesto de lado. La conciencia pura que es el residuo de la reducción fenomenológica en esta dirección no puede ahora ser interpretada como una propiedad peculiar de la especie animal hombre.
La superación de la actitud natural ofrece al fenomenólogo un acceso al universo inexplorado de las operaciones de la conciencia pura. En vez de seguir la dirección espontánea de la atención que apunta hacia el objeto intencional, el fenomenólogo puede volver la mirada hacia la conciencia misma. Este acto de reflexión o de vuelta sobre sí mismo le permite considerar ahora el acto intencional cuyo objeto es el fenómeno. La reflexión es la operación que consiste en ver actuar a los actos, o sea, en examinar al acto como aquello gracias a lo cual aparece lo que se muestra. Practicada sistemáticamente la reflexión nos ofrece un saber no sólo de las múltiples maneras como procede la conciencia sino que, al mismo tiempo, de las otras tantas formas correspondientes de dársenos los fenómenos. Pues a cada variación en los actos de conciencia corresponde una variación de la presencia de su objeto intencional. Esto ya lo sabíamos: la fenomenología descriptiva nos enseñó que un mismo objeto se nos da de muy diversas maneras según sea recordado, imaginado, objeto de la voluntad o del apetito. ¿Qué es lo que ganamos, entonces, mediante la reflexión sobre la conciencia pura o qué cosa nueva ofrece el saber acerca de la conciencia trascendental, alcanzada mediante la reducción? Los objetos de los actos dirigidos intencionalmente hacia el mundo se nos presentan siempre en perspectiva: los vemos de frente, por un lado o por detrás. Los puntos de vista desde los cuales podemos enfocarlos son innumerables. Desde cada uno de ellos no se nos entrega más que uno de los aspectos del objeto que consideramos en la percepción sensible, por ejemplo. De hecho vamos reuniendo esta multitud de aspectos, refiriéndolos uno tras otro al mismo objeto y completando así nuestra experiencia de él. Pero siempre quedarán lados por examinar, serán posibles nuevas perspectivas. El objeto es inagotable y nuestra intuición de él estará siempre constituida por una serie incompleta de presentaciones. Esta es una de las características de la experiencia de todas las objetividades "externas". Cuando nos ocupamos, en cambio, reflexivamente de actos de la conciencia, es decir, cuando el objeto no es una cosa "externa" sino un momento del mismo flujo de la conciencia, el tema no se da en escorzo o perspectiva. Su "presencia" tiene otro carácter: no hay un punto de vista y una revelación sucesiva de aspectos sino una actualidad plena e inmediatamente ofrecida de manera adecuada. Como los actos de reflexión apuntan a objetos que son actos también, no hay entre mención y objeto mentado la alteridad, la diferencia infranqueable que existe entre la conciencia que conoce y la cosa espacio-temporal conocida. En la esfera de la conciencia pura, en cambio, el acto y su término de referencia pertenecen a la misma región ontológica. De manera que en la reflexión confluyen ambos polos para formar una sola unidad vivida, determinada exclusivamente por sus propios contenidos vivenciales. En este ámbito de la conciencia trascendental o reducida se cumple por fin el ideal del conocimiento adecuado, inalcanzable en otras esferas del conocimiento.
Pocos autores han insistido tanto como Husserl en dejar en claro que su obra filosófica está al servicio de nuestro conocimiento del mundo, de este mundo en el que vivimos y pensamos. Quizás suene a paradoja dicho por el autor del método de las reducciones, por el partidario de tomar tantas medidas de precaución frente a la natural entrega a la conciencia del mundo que ya siempre poseemos. Sin embargo, bien considerado no hay tal paradoja. El abandono de lo mundano y el retiro a la inmanencia pura no tienen otro sentido que explorar las grandes estructuras necesarias de la vida de la conciencia, de aquellas estructuras que son responsables de que haya para nosotros ese orden en que todas las cosas se relacionan entre sí y que llamamos mundo. De las diversas actividades que se entretejen y se modifican mutuamente en el flujo de la conciencia provienen, como sus resultados o realizaciones, las diversas formas y momentos de esa experiencia que es nuestro saber acerca de la realidad. Este saber carece de fundamento, de una justificación satisfactoria, mientras lo tomemos simplemente como un resultado del que no sabemos ni de dónde viene, ni a qué legalidad escondida obedece. Al poner, en cambio, al mundo constituido en conexión con la productividad espontánea de la conciencia, cuya obra es, recuperamos su origen y asistimos a la trayectoria de su constitución. Husserl dijo una vez que era necesario perder el mundo para que, después de recuperado, lo poseyéramos de verdad.
Muchos comentaristas de la obra de Husserl, especialmente entre aquellos que escribieron sobre él por los años en que se conocía sólo una parte pequeña de los escritos del filósofo, sostuvieron que la fenomenología era sobre todo un método, un camino para llegar a una filosofía pero no todavía esa filosofía misma. Es cierto que Husserl se mantuvo siempre caminando y se encargó siempre de destacar él mismo cuánto quedaba aún por hacer. Pero aunque esta interpretación de la fenomenología como un puro método sea insostenible resulta fácil ver cómo fue provocada por Husserl mismo. En efecto, las consideraciones metodológicas son objeto de un tratamiento muy laborioso, largo y destacado en sus libros y en sus lecciones universitarias. La preocupación por el rigor, la fundamentación de cada paso, las precauciones y los cuidados frente a las posibilidades de error, la reglamentación de la manera de avanzar en la investigación ocupan un lugar tan preeminente que lo demás puede pasar desapercibido. Al comentar su propia obra pasada —por ejemplo, en Ideas I, refiriéndose a las Investigaciones Lógicas— Husserl habla de la manera cómo él mismo ha sido en ocasiones infiel a su propio método, aplicándolo sólo parcialmente y con vacilaciones. Y es que, en efecto, el método fenomenológico llegó a ser, en toda su trabajada elaboración un instrumento complicadísimo. No se puede uno convertir en fenomenólogo de la noche a la mañana. Husserl no sólo lo dijo sino que fue una demostración viva de ello; la fenomenología exige una disciplina de muchos años, una vigilancia sin descanso, una disposición crítica sin consideraciones, pues es necesario protegernos "metódicamente contra aquellas confusiones que están demasiado arraigadas en nosotros, como dogmáticos innatos que somos…"
De todas las dificultades del método la más ardua es, sin duda, la que ofrece la práctica de la reducción fenomenológica. Desde luego difícil porque ninguna filosofía puede socavar del todo nuestra creencia en la existencia independiente del mundo en que vivimos. Aunque comprendamos perfectamente la justificación que por el bien de la teoría tiene la exigencia de que examinemos de modo crítico nuestra confianza y nuestra familiaridad con las cosas mundanas y su manera de ser, seguimos viviendo en el mundo que queremos conocer mejor. No porque practicamos el desasimiento que nos permite retroceder hasta las operaciones teóricas implicadas por la realidad, hemos dejado de ser seres prácticos que para actuar han de dar por descontada la autonomía de los procesos y las situaciones en que se inserta la acción. El peligro, pues, de que se reintroduzcan elementos de la mentalidad empírica natural en las investigaciones de la conciencia trascendental, es permanente.
Cuando hablamos de las dificultades que es necesario superar hasta adquirir el uso de este método filosófico y de los esfuerzos que habría que invertir para modificar nuestro modo habitual de experiencia, pensamos siempre en primera instancia que se trata aquí solamente de adquirir una técnica mental que antes no poseíamos. Esta impresión es falsa. El método fenomenológico supone una verdadera conversión que compromete la voluntad, revoluciona los hábitos más arraigados, la existencia entera del fenomenólogo. Será necesario haberse comprometido en esta empresa de variar radicalmente la tendencia espontánea de la conciencia para empezar siquiera a comprender lo que promete, lo que rinde, el interés que la mueve, la transformación que trae consigo. Como ha dicho un comentarista a propósito de la conversión que hace al fenomenólogo: la necesidad de una conversión no la entiende más que el propio converso El que no ha hecho la experiencia queda excluido de ella, no sólo porque no la ha vivido, sino porque ni siquiera entiende por qué hubo necesidad de llevarla a cabo. Husserl era tan consciente de que la reducción establecía una especie de corte con todas las representaciones del sentido común y por lo tanto con las opiniones de la mentalidad natural que se imponía una y otra vez en el comienzo de sus libros el uso de un vocabulario provisorio, inadecuado para los fines propios de la fenomenología, pero útil como puente entre la manera "natural" de pensar de sus lectores y su propio modo, laboriosamente conquistado, de entender el tema en cuestión. Después de explicar la reducción fenomenológica y de mostrar cómo toda la experiencia cambia de signo a través de ella, él mismo se encarga de corregir la terminología, o, por lo menos, de destruir el malentendido provocado por su inadecuación. En una cierta medida cualquier terminología seguirá siendo impropia para la descripción de la conciencia trascendental y ésta es una dificultad inherente a la fenomenología. Pues todos nuestros conceptos están formados y poseen un contenido con respecto, precisamente, a la forma habitual de experiencia que se trata de superar: son conceptos tomados de nuestra relación natural con el mundo. Veamos una ilustración de estas dificultades de vocabulario: cuando Husserl dice, para explicar la reducción fenomenológica, que en ella se trata de retornar al sujeto pues sólo a partir de él es posible comprender el proceso de la génesis de las objetividades mundanas, enuncia una fórmula que invita a cometer dos errores graves. El primero tiene que ver con el concepto de sujeto, el otro con el de génesis. Un sujeto, entendemos inmediatamente, es un ser psicológico que se encuentra situado frente a un objeto, con el que entra en una cierta relación. Sujeto y objeto, en esa relación, se afectan y modifican mutuamente y de ello resulta el conocimiento. Este enfoque no nos ayuda, a pesar de su sensatez, a entender cómo es que se produce este resultado tan raro que es el conocimiento. Ninguna otra relación entre cosas del mundo puede servir de guía para comprender lo que designamos como la "relación" entre objeto y sujeto. A la teoría del conocimiento no puede, por lo tanto, prestarle servicio alguno. Sin embargo, Husserl se vale de esta expresión para introducir a los problemas que le interesan y es sólo después de encomendar la práctica de las reducciones y de explicar cómo se las lleva a cabo que propone la corrección de la fórmula inicial. La palabra sujeto, si es que se la ha de seguir usando, cambia de sentido y pasa a designar la esfera incondicionada de la inmanencia pura o reducida. Lo mismo ocurre con la expresión "la génesis de las objetividades". Estamos habituados a estudiar procesos genéticos en el mundo: la génesis de los organismos vivos, la génesis de movimientos históricos, etc. La observación de la manera cómo una cosa se origina nos conduce a remitirla a otras cosas o condiciones, a su vez generadas por otras y otras. Lo que llamamos el mundo es, desde un determinado punto de vista, este encadenamiento inagotable de todos los seres entre sí. ¿Qué sentido tiene entonces hablar de la génesis del mundo mismo en el sujeto, si partimos pensando que toda génesis es un suceso intramundano? No se puede tratar de que el sujeto hace al mundo de la manera como el artista su obra, en la que trabaja por un tiempo, de la que se separa luego para entregarse a otras cosas y a la que deja librada finalmente a su suerte como un producto discreto, que se desprende de la actividad que lo engendró. Sólo la radical transformación que la reducción introduce en nuestra manera de pensar y en los conceptos de que se vale puede conferir a la idea de génesis la significación filosófica que tiene en la fenomenología.
La obra de Husserl, como decíamos al comenzar, puede ser aducida como un ejemplo del llamado esoterismo característico de la filosofía contemporánea. Quizás sea un poco más claro para todos nosotros ahora, después de hablar del método de las reducciones, de la preparación del fenomenólogo, de las tareas que son las suyas y de lo que ha de lograr de sí para empezar a resolverlas, de dónde provienen las dificultades que opone el pensamiento filosófico actual a la intención de penetrarlo sin pasar por esta disciplina y sin compartir la voluntad de verdad que le da sentido.
Si comprendemos bien el significado de estos obstáculos veremos cuán peregrino resulta calificar de esotérica a la filosofía de Husserl. Una doctrina es esotérica sólo cuando surge de la voluntad de ocultarse, de cerrarse a la mayoría, pero no cuando es meramente difícil a consecuencia de los requerimientos internos de la empresa misma. La intención de Husserl es la inversa: piensa que mediante el método fenomenológico la filosofía se convertirá en una ciencia rigurosa. ¿Qué hay de más universal que la ciencia? No universal en el sentido de que todos los hombres participen de hecho de lo que la ciencia ofrece sino en el de que, en principio, todos deberían poder participar. Por eso resulta tan interesante que a una actividad racional se la llame esotérica. Interesante no sólo por el error de conceptos, por la confusión de lo difícil con lo oscuro y de lo claro con lo fácil, sino que, sobre todo, porque se lo dice como acusación, irritadamente y hasta con resentimiento.. Estas emociones son un homenaje inconsciente a lo que provoca la acusación, pues dan por descontado, por una parte, que todos estamos llamados a pensar y, por otra, que, en principio, la filosofía es una de las formas de responder a ese llamado.
Carla Cordua
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