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Departamento de Filosofía - Instituto Nacional

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La fenomenología de Husserl

La fenomenología de Husserl

Sobre la filosofía en general y la contemporánea en especial pesa la acusación de que se ha convertido en una disciplina esotérica cuyos cultivadores y entendidos hablan los unos para los otros, aparentemente indiferentes a las dificultades con que el público pueda tropezar si desea enterarse de lo que pasa en filosofía. Mientras buscaba una manera de presentarles a Husserl en esta conferencia y sin saber si me dirigiría a un auditorio formado sólo por estudiantes de filosofía, consideré la posibilidad de que esta acusación fuera justa. Las dificultades para hacerse entender en caso de hablar sobre Husserl para un público más extenso son de índole muy notoria. Las de vocabulario, por ejemplo, no son las menores. La filosofía contemporánea, y Husserl de manera eminente, se expresan por medio de un vocabulario técnico, como dicen los críticos del esoterismo. El problema se agrava cuando las expresiones "técnicas", concebidas originalmente en el espíritu de otro idioma, deben ser trasladadas al español, que carece de una tradición filosófica moderna propia. Pero más graves aún son los problemas conceptuales y los relativos a la posibilidad de ser estos conceptos objeto de una comunicación directa e inmediata. Los conceptos del pensamiento actual mantienen relaciones muy complicadas con los 25 siglos de trayectoria que lleva recorridos la filosofía. Así en Husserl encontramos fundidos y reinterpretados elementos tan dispares y separados en el tiempo como la idea del cogito cartesiano, la noción escolástica de intencionalidad y el concepto de conciencia trascendental procedente de Kant y el idealismo postkantiano. Es verdad que cada autor renueva el sentido de lo que coge del pasado y que, desde este punto de vista, la idea renovada inicia otra vida. Pero si el autor moderno del que queremos ocuparnos ha invertido una existencia laboriosa, una pasión ejemplar por el conocimiento y dotes personales sobresalientes en el estudio de la tradición, asimilando lo que ofrece y polemizando con ella, para entregar, finalmente el resultado de sus trabajos, no podemos esperar que estos resultados nos sean accesibles de la manera como entendemos de inmediato las ocurrencias del minuto o las opiniones recogidas sin criterio ni reflexión. La complejidad extrema y la sutileza del pensamiento filosófico más reciente provienen en buena parte de que la filosofía no es un conjunto de ocurrencias o de opiniones infundadas. Esto último, por demasiado obvio, no se dice nunca cuando se habla de su esoterismo. ¿No sería absurdo que alguien quisiese iniciarse en física por el estudio de la física atómica? La comparación entre el hermetismo de la filosofía actual y el de las áreas más avanzadas de las ciencias especiales de hoy es válida por lo menos en el sentido de que en ambos casos el estado presente existe gracias a una experiencia ininterrumpida de muchos siglos y la colaboración de muchas generaciones sucesivas. Que la filosofía se ocupe, a diferencia de la física, de temas relacionados también con nuestra necesidad de actuar y tomar decisiones inmediatamente, con nuestras actitudes y afectos no puede ser razón suficiente para que pidamos que lleve una existencia menor que la mantenga de continuo al nivel del sentido común.

Pero esto no quiere ser una apología del hermetismo, o del supuesto carácter esotérico de la filosofía sino más bien una toma de conciencia de lo que en la filosofía provoca estas acusaciones y de la justificación que puedan tener. Quiero proponerles que examinemos aquí algunos de los caracteres que sustraen a la fenomenología de Husserl del grupo de temas que se dejan tratar satisfactoriamente en una conferencia. Con ello derrotamos en alguna medida esta dificultad y examinamos la cuestión del esoterismo de la filosofía.

La filosofía de Husserl pertenece a la tradición inaugurada por Descartes, que entiende al hombre primordialmente como conciencia, como sujeto capaz de conocer. Como ente teorizante el hombre sabe siempre en alguna medida acerca de sí mismo y de lo que pasa a su alrededor: toda la variedad del mundo ocurre frente a su conciencia. Considerar estas presencias, examinarlas, reflexionar sobre lo que muestran, en esto consiste la verdadera vida humana: en el plano del saber se realiza aquello que distingue al hombre de los demás seres con los que comparte la existencia terrenal. Este poder de darse cuenta que señala a los hombres admite, por cierto, muchas diferencias internas; diferencias de claridad y grados de elaboración, niveles de mayor y menor generalidad, coherencia, rigor. Las ciencias, por ejemplo, existen sólo gracias a un entrenamiento especial de las facultades conscientes, a una intensificación deliberada y sostenida de la vocación humana natural. Este poder del hombre se vuelca en las más diversas direcciones, del cielo a la tierra, de lo microscópico a lo inmenso, fundando áreas de experiencia inteligente con distintos ideales de verdad, métodos para alcanzarla y argumentos que la fundan. ¿Cómo orientarse en medio de tantas reclamaciones diversas que, salidas de la actividad de conocer, exigen reconocimiento: verdades matemáticas, pruebas de la existencia de Dios, observaciones sobre la vida animal y la vida histórica de los pueblos?

La filosofía que concibe al hombre como conciencia entiende que su propia tarea es ocuparse de investigar sistemáticamente la actividad consciente, el conocer y sus "productos", los saberes en su unidad y su diversidad. Uno de los primeros asuntos que la ocupan es la definición de las condiciones con que debe cumplir el conocimiento de la verdad o conocimiento verdadero, aquel que satisface la pretensión de validez con que se presenta en contraste con el pseudo saber, el error, la verdad aparente. La obra de Descartes está al servicio de esta tarea y así lo está la de Husserl. En los tres siglos que los separan el panorama del saber se ha transformado profundamente; las ciencias especiales se han repartido el mundo y cada cual en su parcela tiene resultados más o menos brillantes que exhibir: desde las matemáticas y la física hasta la psicología y la sociología. Husserl acomete los trabajos de la filosofía así concebida con el ímpetu exigido por la magnitud de la empresa y la lozanía de ánimo del que acaba de hacer un gran descubrimiento. Y era verdad que lo había hecho pues aunque sólo retornaba al problema de la fundamentación del conocimiento, que ya era viejo, dio con una manera de abordarlo que no lo era. La originalidad de Husserl reside, por lo menos en uno de sus aspectos importantes, en que para él la filosofía no puede comenzar por la experiencia de una conciencia segura de sí misma en general que valga como la piedra de toque y el fundamento de todas las certezas posteriores y de todos los conocimientos que no engañan, ya que resultan comparables en certidumbre con la que posee la conciencia a solas consigo. En otras palabras: no parte del yo pienso, yo soy, último punto de referencia para que tenga sentido hablar de cosas y de mundo; no comienza con la razón pura o la subjetividad trascendental, sino con la conciencia en su situación habitual Esta situación habitual es la de la conciencia empírica, sumida entre las cosas que son el tema de su darse cuenta. Husserl la llama conciencia en actitud natural. ¿Que significa esta expresión? Yo pertenezco al mundo de las cosas materiales. En mi experiencia me encuentro con cosas, situaciones, hechos espirituales, que se me presentan y de los cuales tomo nota. Todo lo que hay en mi experiencia empírica pertenece al mundo espacio-temporal del que yo misma, que soy el sujeto de estas experiencias, formo parte. La actividad mental mediante la cual tomo conciencia del mundo y de sus problemas es un suceso que pertenece a ese mismo mundo, que voy conociendo poco a poco en la variedad de sus aspectos y objetos. Esta conciencia natural que es un flujo ininterrumpido de actos de percibir lo que hay a nuestro alrededor, de imaginar, de recordar, de comparar objetos entre sí y de formular juicios, etc., es lo primero que la fenomenología se propone estudiar en sus operaciones por cuanto se trata de la actividad teórica más elemental y a la cual el hombre está ya siempre entregado por ser quien es. Pero decir que las operaciones naturales de la conciencia son elementales no quiere decir que sean simples. Lejos de ello; la conciencia natural se revela a la descripción fenomenológica como un campo casi inagotable de actos diferenciados e interrelacionados entre sí de las maneras más diversas. No obstante su riqueza y complicación la conciencia natural es la situación inicial, el suelo primario a partir del cual pueden crecer formas diferenciadas no elementales u originarias de la actividad teórica, como, por ejemplo, la conciencia científica. Estas formas derivadas de la conciencia teórica interesan de modo principal a la filosofía que quiere ser la fundamentación del saber. La primera etapa de la fenomenología consistirá entonces en la descripción desprejuiciada y rigurosa de las operaciones de conciencia gracias a las cuales se produce esa cosa tan natural para todos, que es el darse cuenta de lo que hay a nuestro alrededor y de lo que va pasando con el correr del tiempo.

Esta descripción se propone lograr algo diferente que la psicología. No se pregunta tanto por lo que pasa en la conciencia como por lo que ella hace, realiza o logra. El "producto" de las operaciones no es segregado de ellas, que lo engendran, sino tratado como íntimamente ligado a estas operaciones. Por eso se habla de una actividad o de actos de la conciencia. El acto de percibir una mesa realiza un logro, opera un resultado que es esta mesa percibida o la presencia de esta mesa aquí y ahora para mí que la capto. La descripción de la conciencia en actitud natural no tiene como tema a una subjetividad aislada sino a la conexión subjetivo-objetiva merced a la cual hay un mundo y hay objetos mundanos para nosotros. Todo acto de la conciencia es, en este sentido, productivo, eficaz: no hay actividad de percibir que no dé una presencia actual, ni operación de recordar que no presente lo recordado. Como tampoco hay trabajo de imaginar que no engendre imagen, o de opinar que no acabe en una opinión. Para distinguir el tema de la fenomenología descriptiva del de la psicología, Husserl llama a la conciencia de que se ocupa esta descripción filosófica, conciencia intencional. Con esto quiere decir que se trata de una subjetividad ocupada de algo diferente de ella, de una conciencia de objeto. Según lo anterior la descripción fenomenológica realiza su tarea interesada primordialmente no sólo en clarificar los caracteres generales de los actos de conciencia en tanto que ofrecen objetos sino también en describir los modos como tales objetos son ofrecidos a la conciencia. Pues no se me da una y la misma cosa de idéntica manera cuando la imagino que cuando la recuerdo; el modo como es el objeto para la conciencia no es igual cuando lo percibimos que cuando lo buscamos porque lo hemos extraviado. Una y la misma cosa puede ser objeto intencional de muy diversos actos conscientes. El objeto varía con la variación de las diversas formas de actividad consciente. Una descripción fenomenológica de la conciencia intencional suficientemente amplia y detallada resultará ser entonces una especie de catálogo de las diferentes capacidades mediante las cuales nos damos cuenta del mundo y de lo que contiene, a la vez que un catálogo de las diferentes maneras en que este mundo y sus contenidos pueden estar ahí presentes para nosotros. Modos de hacer presente y modos de darse el objeto a la conciencia no son sino los dos lados, inseparables de hecho, sólo separables en abstracto, de la actividad fecunda, capaz de resultado, que es la conciencia intencional.


Pero esta descripción no es un fin en sí mismo y la fenomenología no acaba en ella. Está, por el contrario, al servicio de la fundamentación del conocimiento. ¿Puede la pura descripción de los actos intencionales de la conciencia natural prestar este servicio? La fundamentación del conocimiento consiste en aducir razones, esto es, una justificación de las pretensiones de validez del saber en general; en legitimar las formas especiales en que el saber se escinde y las relaciones entre estas formas; en buscar una explicación de la posibilidad del conocimiento verdadero, en alcanzar claridad plena sobre las condiciones con que debe cumplir el saber para satisfacer las exigencias de la verdad. La primera etapa de la fenomenología, la etapa descriptiva, no podría realizar la tarea central de una fundamentación del saber porque su tema está restringido al flujo de la conciencia tal como se va viviendo. A este flujo pertenecen, como sabemos, con igual derecho los actos de conciencia que nos entregan un saber fidedigno, según se prueba por nuestra experiencia posterior, como también aquellos otros que sólo parecen dignos de confianza en el momento pero cuyo carácter engañoso descubrimos luego. La alucinación, por ejemplo, se da como si fuera percepción de algo sin serlo. Todas las experiencias intencionales tienen en la vida de la conciencia el mismo status de hechos de conciencia. Mientras nos mantenemos en el plano de la descripción el flujo de la vida consciente natural no da lugar para distinguir entre hechos legítimos que revelan la verdad acerca del objeto intencional y hechos que carecen de tal legitimidad. En este nivel de la vida natural de la conciencia ningún hecho puede justificar suficientemente a otro pues cada uno está sujeto a duda: puede ser ilusorio, erróneo, revisable, susceptible de refutación. Lo que la descripción de actos de conciencia no puede lograr, se alcanzará por otras vías, recurriendo a métodos especiales. El método de las reducciones permite salir, en varias direcciones diferentes, del plano de lo inmediatamente presente en la conciencia y plantear el problema de la verdad del conocimiento.

La reducción eidética es un procedimiento mediante el cual un hecho es reducido a su esencia. Esto quiere decir que todos los elementos casuales, contingentes, secundarios y dependientes son metódicamente eliminados de la experiencia, de manera: que no quede como residuo final de la operación sino el elemento necesario, aquello sin lo cual la experiencia perdería su identidad. Este elemento necesario es la esencia; de ella cabe tener un conocimiento seguro y que sirve de guía y de base a todo saber posterior acerca de las cosas que dependen de tal esencia. Hay otros tipos de reducción; ¿qué se ganaría con practicar la reducción eidética para salvarse de la confusa variedad de la cosas y del peligro de confundir lo secundario con lo esencial, si, por otra parte, una serie de prejuicios y opiniones infundadas perturbaran la capacidad que tenemos de ver las cosas como son? Husserl insiste de continuo que hay que someter nuestras opiniones y creencias, nuestros supuestos, a una vigilancia rigurosa de modo que no enturbien la posibilidad que tenemos de captar lo que se muestra tal como se muestra. Pero con esto no basta: es preciso poner de lado, además, todas las doctrinas tradicionales, las enseñanzas recibidas e iniciar el estudio de los problemas que queremos resolver, libres de toda opinión o teoría previa y dirigiéndonos a las cosas mismas. En esto consiste la reducción filosófica. Podemos ver que las reducciones son pasos metódicos por medio de los cuales el fenomenólogo se deshace paulatinamente de elementos de diversa índole que, partes de su experiencia habitual, se interponen entre él y las cosas.

La reducción eidética y la filosófica son, a pesar de su importancia, operaciones menores comparadas con la reducción trascendental, responsable del sello propio de todo el pensamiento husserliano. ¿Qué servicio presta y cómo se realiza? ¿qué es lo reducido en ella y cuál es el residuo?

Sabemos ya que Husserl llama actitud natural a aquella en que nos encontramos cuando ejercemos espontáneamente nuestra capacidad de tomar conciencia de lo que hay a nuestro alrededor, de recordar, de juzgar, de opinar, etc. Lo característico de esta actitud consiste en que nos entregamos a los objetos, que estamos vueltos hacia el mundo del cual estos objetos forman parte y ocupados por él. Con este mundo, que es el trasfondo sobre el cual se destaca el objeto de nuestra consideración o la situación en la que pensamos, contamos en todo momento sin plantearnos mayores problemas acerca de su carácter o de la función que desempeña en el proceso de la experiencia. Pero en cuanto nos disponemos a controlar la validez de nuestro saber acerca del mundo se nos presentan, piensa Husserl, una serie de problemas que nos arrancan de la tranquila familiaridad con el mundo, propia de la conciencia en actitud natural. ¿Cómo puedo, en la interioridad de la conciencia, conocer el mundo que queda fuera de ella? ¿Qué valor tiene nuestra pretensión de poseer verdades acerca del mundo si nosotros mismos somos seres mundanos cuyas experiencias son sucesos de ese mismo mundo que reclamamos conocer? ¿Cómo podemos decir que poseemos una verdad definitiva acerca del mundo si éste no se nos revela nunca del todo, sino sólo de parte en parte, de aspecto en aspecto, en series de experiencias que pueden ser una y otra vez corregidas y refutadas por nuevas y nuevas experiencias? ¿Cómo podemos confiar que el mundo existe independientemente de toda conciencia si sólo se nos revela a través de experiencias conscientes?

La gran limitación de la conciencia natural es no ser crítica; para ella no existen los problemas relativos al saber que posee acerca del mundo. Ocupada con las cosas, vuelta hacia ellas, no está en condiciones de medir y controlar la validez de lo que sus actos logran o realizan. Para atender a los problemas acerca del valor de verdad de las operaciones de la conciencia el fenomenólogo tiene que superar las limitaciones de la actitud natural, descubrir una brecha: para escapar a sus creencias no examinadas, a su ingenuidad, a su capacidad para arreglárselas sin reflexión. El método de que se vale es el de la reducción fenomenológica.

Sólo a partir de la concepción husserliana de la conciencia intencional es posible entender el sentido de la reducción fenomenológica. Porque la conciencia consiste en ese mostrar hacia sus objetos, en estar fuera de sí y junto a las cosas otras que ella, es que tiene sentido tratar de aislar esta actividad suya para considerarla por sí misma, tratar de efectuar un corte entre la mención y lo mentado. La reducción fenomenológica pone entre paréntesis el mundo y lo que en él se nos presenta, para considerar, separadamente, todas aquellos funciones conscientes gracias a las cuales ese mundo se nos entrega paso a paso a lo largo de la experiencia. No se trata por cierto de ejercitarnos en creer que el mundo no existe o de imaginar lo que sucedería si desapareciese. Se trata, dice Husserl, de retener el juicio, de suspender la confianza habitual con la cual nos movemos y pensamos en medio del mundo, de suprimir la familiaridad que tenemos con él. Esta confianza descansa principalmente en nuestra creencia de que hay ahí un mundo que no tiene nada que ver con los sujetos que lo piensan y actúan en él, un mundo autosuficiente, que seguiría siendo el mismo si todos los hombres desapareciesen. Si examinamos esta creencia en cuanto a su valor teórico resulta que carece de fundamento: lo que llamamos mundo es siempre. un cierto orden constituido desde el punto de vista de alguien, o un conjunto de situaciones conexas en relación con seres que distinguen lo presente de lo ausente, lo probable de lo improbable, lo bueno de lo malo. Sin el sujeto como centro de referencia respecto del cual se establece una ordenación de las cosas y relaciones entre ellas, no habría mundo.

Lo que se logra mediante la reducción fenomenológica es, en primer lugar, poner fuera de acción nuestra creencia en un mundo independiente de la actividad del sujeto cognoscente. La creencia en la autosuficiencia del mundo, como pura creencia, no tiene nada de objetable. Se convierte en una amenaza cuando por no haberla sometido nunca a examen ni haber reflexionado sobre ella empieza a actuar como una tesis, como un juicio teórico acerca de lo que el mundo y las cosas mundanas son. Justamente qué son es lo que se trata de averiguar y mientras esté aún por verse no podemos sustituir el resultado que buscamos por una creencia que quiere hacer las veces de teoría.

Pero la neutralización de esta tesis dogmática de la actitud natural acerca del mundo no sólo alcanza al mundo de los objetos que tenemos ante la conciencia sino también, en un cierto sentido muy importante, al fenomenólogo que practica la reducción. Pues el fenomenólogo es parte del mundo respecto del cual se practica la reducción; es un ser vivo entre otros seres vivos, ocupa, como cuerpo, un lugar en el espacio y existe en un cierto momento del proceso temporal. La reducción lo incluye, pues, en cuanto ente espacio-temporal mundano. Pero, diremos ahora, ¿qué es lo que queda entonces después de poner fuera de juego al mundo y al ser natural que practica este método? ¿Cuál es el residuo que se trataba de aislar mediante esta operación?

El residuo de la reducción fenomenológica es la conciencia pura, dice Husserl, la esfera de los actos que nos rinden o entregan la presencia de las cosas y del mundo. La conciencia sigue mentando, refiriéndose a objetividades, continúa siendo intencional o dirigida hacia algo, pero ese algo ha cambiado, ha sido modificado por la reducción: ya no interesa su existencia o inexistencia ni si sea un producto de la imaginación o algo real. Todos los contenidos posibles de su actividad son ahora para la conciencia fenómenos o presentaciones.

Esta transformación de lo mentado que la reducción opera tiene, teóricamente, una importancia inapreciable. El fenómeno es lo que se muestra o aparece en tanto que se muestra o aparece. Esto equivale a decir: cuando concebimos un contenido de conciencia como fenómeno lo pensamos como esencialmente ligado a la conciencia para la cual existe o a la que se muestra. Si el mundo y las cosas mundanas tienen un carácter puramente fenoménico después da la reducción, el fenomenólogo puede atender a lo que se muestra sin tener que hacer suposiciones o hipótesis sobre los aspectos escondidos u oscuros de su tema o sobre las relaciones menos patentes que pudiera tener con otras cosas no dadas actualmente. Respecto de los fenómenos cabe y se impone atenerse a lo presente tal como se nos presenta. En esta dirección la nueva actitud va ganando un saber seguro, libre de las interferencias que provienen de convicciones infundadas o de hábitos mentales poco críticos.

Por otra parte el fenomenólogo, que se ha puesto a sí mismo fuera de acción en tanto que existencia natural en el espacio y en el tiempo, se ha reducido a su puro ser como sujeto teórico. Todo lo que pueda ser además queda reducido, puesto de lado. La conciencia pura que es el residuo de la reducción fenomenológica en esta dirección no puede ahora ser interpretada como una propiedad peculiar de la especie animal hombre.

La superación de la actitud natural ofrece al fenomenólogo un acceso al universo inexplorado de las operaciones de la conciencia pura. En vez de seguir la dirección espontánea de la atención que apunta hacia el objeto intencional, el fenomenólogo puede volver la mirada hacia la conciencia misma. Este acto de reflexión o de vuelta sobre sí mismo le permite considerar ahora el acto intencional cuyo objeto es el fenómeno. La reflexión es la operación que consiste en ver actuar a los actos, o sea, en examinar al acto como aquello gracias a lo cual aparece lo que se muestra. Practicada sistemáticamente la reflexión nos ofrece un saber no sólo de las múltiples maneras como procede la conciencia sino que, al mismo tiempo, de las otras tantas formas correspondientes de dársenos los fenómenos. Pues a cada variación en los actos de conciencia corresponde una variación de la presencia de su objeto intencional. Esto ya lo sabíamos: la fenomenología descriptiva nos enseñó que un mismo objeto se nos da de muy diversas maneras según sea recordado, imaginado, objeto de la voluntad o del apetito. ¿Qué es lo que ganamos, entonces, mediante la reflexión sobre la conciencia pura o qué cosa nueva ofrece el saber acerca de la conciencia trascendental, alcanzada mediante la reducción? Los objetos de los actos dirigidos intencionalmente hacia el mundo se nos presentan siempre en perspectiva: los vemos de frente, por un lado o por detrás. Los puntos de vista desde los cuales podemos enfocarlos son innumerables. Desde cada uno de ellos no se nos entrega más que uno de los aspectos del objeto que consideramos en la percepción sensible, por ejemplo. De hecho vamos reuniendo esta multitud de aspectos, refiriéndolos uno tras otro al mismo objeto y completando así nuestra experiencia de él. Pero siempre quedarán lados por examinar, serán posibles nuevas perspectivas. El objeto es inagotable y nuestra intuición de él estará siempre constituida por una serie incompleta de presentaciones. Esta es una de las características de la experiencia de todas las objetividades "externas". Cuando nos ocupamos, en cambio, reflexivamente de actos de la conciencia, es decir, cuando el objeto no es una cosa "externa" sino un momento del mismo flujo de la conciencia, el tema no se da en escorzo o perspectiva. Su "presencia" tiene otro carácter: no hay un punto de vista y una revelación sucesiva de aspectos sino una actualidad plena e inmediatamente ofrecida de manera adecuada. Como los actos de reflexión apuntan a objetos que son actos también, no hay entre mención y objeto mentado la alteridad, la diferencia infranqueable que existe entre la conciencia que conoce y la cosa espacio-temporal conocida. En la esfera de la conciencia pura, en cambio, el acto y su término de referencia pertenecen a la misma región ontológica. De manera que en la reflexión confluyen ambos polos para formar una sola unidad vivida, determinada exclusivamente por sus propios contenidos vivenciales. En este ámbito de la conciencia trascendental o reducida se cumple por fin el ideal del conocimiento adecuado, inalcanzable en otras esferas del conocimiento.

Pocos autores han insistido tanto como Husserl en dejar en claro que su obra filosófica está al servicio de nuestro conocimiento del mundo, de este mundo en el que vivimos y pensamos. Quizás suene a paradoja dicho por el autor del método de las reducciones, por el partidario de tomar tantas medidas de precaución frente a la natural entrega a la conciencia del mundo que ya siempre poseemos. Sin embargo, bien considerado no hay tal paradoja. El abandono de lo mundano y el retiro a la inmanencia pura no tienen otro sentido que explorar las grandes estructuras necesarias de la vida de la conciencia, de aquellas estructuras que son responsables de que haya para nosotros ese orden en que todas las cosas se relacionan entre sí y que llamamos mundo. De las diversas actividades que se entretejen y se modifican mutuamente en el flujo de la conciencia provienen, como sus resultados o realizaciones, las diversas formas y momentos de esa experiencia que es nuestro saber acerca de la realidad. Este saber carece de fundamento, de una justificación satisfactoria, mientras lo tomemos simplemente como un resultado del que no sabemos ni de dónde viene, ni a qué legalidad escondida obedece. Al poner, en cambio, al mundo constituido en conexión con la productividad espontánea de la conciencia, cuya obra es, recuperamos su origen y asistimos a la trayectoria de su constitución. Husserl dijo una vez que era necesario perder el mundo para que, después de recuperado, lo poseyéramos de verdad.

Muchos comentaristas de la obra de Husserl, especialmente entre aquellos que escribieron sobre él por los años en que se conocía sólo una parte pequeña de los escritos del filósofo, sostuvieron que la fenomenología era sobre todo un método, un camino para llegar a una filosofía pero no todavía esa filosofía misma. Es cierto que Husserl se mantuvo siempre caminando y se encargó siempre de destacar él mismo cuánto quedaba aún por hacer. Pero aunque esta interpretación de la fenomenología como un puro método sea insostenible resulta fácil ver cómo fue provocada por Husserl mismo. En efecto, las consideraciones metodológicas son objeto de un tratamiento muy laborioso, largo y destacado en sus libros y en sus lecciones universitarias. La preocupación por el rigor, la fundamentación de cada paso, las precauciones y los cuidados frente a las posibilidades de error, la reglamentación de la manera de avanzar en la investigación ocupan un lugar tan preeminente que lo demás puede pasar desapercibido. Al comentar su propia obra pasada —por ejemplo, en Ideas I, refiriéndose a las Investigaciones Lógicas— Husserl habla de la manera cómo él mismo ha sido en ocasiones infiel a su propio método, aplicándolo sólo parcialmente y con vacilaciones. Y es que, en efecto, el método fenomenológico llegó a ser, en toda su trabajada elaboración un instrumento complicadísimo. No se puede uno convertir en fenomenólogo de la noche a la mañana. Husserl no sólo lo dijo sino que fue una demostración viva de ello; la fenomenología exige una disciplina de muchos años, una vigilancia sin descanso, una disposición crítica sin consideraciones, pues es necesario protegernos "metódicamente contra aquellas confusiones que están demasiado arraigadas en nosotros, como dogmáticos innatos que somos…"

De todas las dificultades del método la más ardua es, sin duda, la que ofrece la práctica de la reducción fenomenológica. Desde luego difícil porque ninguna filosofía puede socavar del todo nuestra creencia en la existencia independiente del mundo en que vivimos. Aunque comprendamos perfectamente la justificación que por el bien de la teoría tiene la exigencia de que examinemos de modo crítico nuestra confianza y nuestra familiaridad con las cosas mundanas y su manera de ser, seguimos viviendo en el mundo que queremos conocer mejor. No porque practicamos el desasimiento que nos permite retroceder hasta las operaciones teóricas implicadas por la realidad, hemos dejado de ser seres prácticos que para actuar han de dar por descontada la autonomía de los procesos y las situaciones en que se inserta la acción. El peligro, pues, de que se reintroduzcan elementos de la mentalidad empírica natural en las investigaciones de la conciencia trascendental, es permanente.

Cuando hablamos de las dificultades que es necesario superar hasta adquirir el uso de este método filosófico y de los esfuerzos que habría que invertir para modificar nuestro modo habitual de experiencia, pensamos siempre en primera instancia que se trata aquí solamente de adquirir una técnica mental que antes no poseíamos. Esta impresión es falsa. El método fenomenológico supone una verdadera conversión que compromete la voluntad, revoluciona los hábitos más arraigados, la existencia entera del fenomenólogo. Será necesario haberse comprometido en esta empresa de variar radicalmente la tendencia espontánea de la conciencia para empezar siquiera a comprender lo que promete, lo que rinde, el interés que la mueve, la transformación que trae consigo. Como ha dicho un comentarista a propósito de la conversión que hace al fenomenólogo: la necesidad de una conversión no la entiende más que el propio converso El que no ha hecho la experiencia queda excluido de ella, no sólo porque no la ha vivido, sino porque ni siquiera entiende por qué hubo necesidad de llevarla a cabo. Husserl era tan consciente de que la reducción establecía una especie de corte con todas las representaciones del sentido común y por lo tanto con las opiniones de la mentalidad natural que se imponía una y otra vez en el comienzo de sus libros el uso de un vocabulario provisorio, inadecuado para los fines propios de la fenomenología, pero útil como puente entre la manera "natural" de pensar de sus lectores y su propio modo, laboriosamente conquistado, de entender el tema en cuestión. Después de explicar la reducción fenomenológica y de mostrar cómo toda la experiencia cambia de signo a través de ella, él mismo se encarga de corregir la terminología, o, por lo menos, de destruir el malentendido provocado por su inadecuación. En una cierta medida cualquier terminología seguirá siendo impropia para la descripción de la conciencia trascendental y ésta es una dificultad inherente a la fenomenología. Pues todos nuestros conceptos están formados y poseen un contenido con respecto, precisamente, a la forma habitual de experiencia que se trata de superar: son conceptos tomados de nuestra relación natural con el mundo. Veamos una ilustración de estas dificultades de vocabulario: cuando Husserl dice, para explicar la reducción fenomenológica, que en ella se trata de retornar al sujeto pues sólo a partir de él es posible comprender el proceso de la génesis de las objetividades mundanas, enuncia una fórmula que invita a cometer dos errores graves. El primero tiene que ver con el concepto de sujeto, el otro con el de génesis. Un sujeto, entendemos inmediatamente, es un ser psicológico que se encuentra situado frente a un objeto, con el que entra en una cierta relación. Sujeto y objeto, en esa relación, se afectan y modifican mutuamente y de ello resulta el conocimiento. Este enfoque no nos ayuda, a pesar de su sensatez, a entender cómo es que se produce este resultado tan raro que es el conocimiento. Ninguna otra relación entre cosas del mundo puede servir de guía para comprender lo que designamos como la "relación" entre objeto y sujeto. A la teoría del conocimiento no puede, por lo tanto, prestarle servicio alguno. Sin embargo, Husserl se vale de esta expresión para introducir a los problemas que le interesan y es sólo después de encomendar la práctica de las reducciones y de explicar cómo se las lleva a cabo que propone la corrección de la fórmula inicial. La palabra sujeto, si es que se la ha de seguir usando, cambia de sentido y pasa a designar la esfera incondicionada de la inmanencia pura o reducida. Lo mismo ocurre con la expresión "la génesis de las objetividades". Estamos habituados a estudiar procesos genéticos en el mundo: la génesis de los organismos vivos, la génesis de movimientos históricos, etc. La observación de la manera cómo una cosa se origina nos conduce a remitirla a otras cosas o condiciones, a su vez generadas por otras y otras. Lo que llamamos el mundo es, desde un determinado punto de vista, este encadenamiento inagotable de todos los seres entre sí. ¿Qué sentido tiene entonces hablar de la génesis del mundo mismo en el sujeto, si partimos pensando que toda génesis es un suceso intramundano? No se puede tratar de que el sujeto hace al mundo de la manera como el artista su obra, en la que trabaja por un tiempo, de la que se separa luego para entregarse a otras cosas y a la que deja librada finalmente a su suerte como un producto discreto, que se desprende de la actividad que lo engendró. Sólo la radical transformación que la reducción introduce en nuestra manera de pensar y en los conceptos de que se vale puede conferir a la idea de génesis la significación filosófica que tiene en la fenomenología.

La obra de Husserl, como decíamos al comenzar, puede ser aducida como un ejemplo del llamado esoterismo característico de la filosofía contemporánea. Quizás sea un poco más claro para todos nosotros ahora, después de hablar del método de las reducciones, de la preparación del fenomenólogo, de las tareas que son las suyas y de lo que ha de lograr de sí para empezar a resolverlas, de dónde provienen las dificultades que opone el pensamiento filosófico actual a la intención de penetrarlo sin pasar por esta disciplina y sin compartir la voluntad de verdad que le da sentido.

Si comprendemos bien el significado de estos obstáculos veremos cuán peregrino resulta calificar de esotérica a la filosofía de Husserl. Una doctrina es esotérica sólo cuando surge de la voluntad de ocultarse, de cerrarse a la mayoría, pero no cuando es meramente difícil a consecuencia de los requerimientos internos de la empresa misma. La intención de Husserl es la inversa: piensa que mediante el método fenomenológico la filosofía se convertirá en una ciencia rigurosa. ¿Qué hay de más universal que la ciencia? No universal en el sentido de que todos los hombres participen de hecho de lo que la ciencia ofrece sino en el de que, en principio, todos deberían poder participar. Por eso resulta tan interesante que a una actividad racional se la llame esotérica. Interesante no sólo por el error de conceptos, por la confusión de lo difícil con lo oscuro y de lo claro con lo fácil, sino que, sobre todo, porque se lo dice como acusación, irritadamente y hasta con resentimiento.. Estas emociones son un homenaje inconsciente a lo que provoca la acusación, pues dan por descontado, por una parte, que todos estamos llamados a pensar y, por otra, que, en principio, la filosofía es una de las formas de responder a ese llamado.

Carla Cordua

Theodor W. Adorno: Juliette o la Ilustración y moral

Theodor W. Adorno: Juliette o la Ilustración y moral

La Ilustración es, en palabras de Kant, «la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro»[1]. El «entendimiento sin la guía de otro» es el entendimiento guiado por la razón. Lo cual significa que él, en virtud de la propia coherencia, reúne y combina en un sistema los conocimientos particulares. «El verdadero objeto de la razón no es más que el entendimiento y su adecuada aplicación al objeto»[2]. Ella pone «una cierta unidad colectiva como fin de los actos del entendimiento»[3], y esta unidad es el sistema. Sus normas son las directrices para la construcción jerárquica de los conceptos. Para Kant, lo mismo que para Leibniz y Descartes, la racionalidad consiste en «completar... la conexión sistemática mediante el ascenso a los géneros superiores y el descenso a las especies inferiores»[4]. La sistematización del conocimiento es «su interconexión a partir de un solo principio»[5]. Pensar, en el sentido de la Ilustración, es producir un orden científico unitario y deducir el conocimiento de los hechos de principios, entendidos ya sea como axiomas determinados arbitrariamente, como ideas innatas o como abstracciones supremas. Las leyes lógicas constituyen las relaciones más generales dentro de ese orden; ellas lo definen. La unidad reside en la unanimidad. El principio de contradicción es el sistema in nuce. Conocer es subsumir bajo principios. El conocimiento se identifica con el juicio que integra lo particular en el sistema. Todo pensamiento que no tienda al sistema carece de dirección o es autoritario. La razón no proporciona otra cosa que la idea de unidad sistemática, los elementos formales de una sólida interconexión conceptual. Todo fin objetivo al que puedan referirse los hombres como puesto por la razón es –en el sentido riguroso de la Ilustración– ilusión, mentira, «nacionalización», por más que los filósofos se esfuercen particularmente en apartar la atención de esta consecuencia y dirigirla a un sentimiento humanitario. La razón es «la facultad de derivar lo particular de lo universal»[6]. La homogeneidad de lo universal y de lo particular viene garantizada, según Kant, por «el esquematismo del entendimiento puro», que consiste en el obrar inconsciente del mecanismo intelectual que estructura ya la percepción conforme al entendimiento. Este imprime a la cosa, como cualidad objetiva suya, la inteligibilidad que el juicio subjetivo encuentra en ella, aun antes de que ésta entre en el yo. Sin este esquematismo, es decir, sin intelectualidad en la percepción, ninguna impresión se adecuaría al concepto, ninguna categoría al ejemplar; no se daría ni siquiera la unidad del pensamiento, mucho menos la del sistema, a la que, no obstante, todo tiende. Realizar esta unidad es la tarea consciente de la ciencia. Si todas las «leyes de la experiencia constituyen sólo determinaciones especiales de otras leyes todavía más elevadas, las supremas de las cuales... proceden a priori del mismo entendimiento»[7], la investigación debe siempre atender a que los principios permanezcan debidamente unidos a los juicios de hechos. «Esta concordancia de la naturaleza con nuestra facultad de conocimiento es presupuesta a priori por el juicio»[8]. Ella es el «hilo conductor»[9] de la experiencia organizada.

El sistema debe ser mantenido en armonía con la naturaleza; como los hechos son pronosticados desde él, los hechos deben, a su vez, confirmarlo. Pero los hechos pertenecen a la praxis; ellos indican en todo lugar el contacto del sujeto individual con la naturaleza en cuanto objeto social: experimentar es siempre un actuar y un padecer reales. En física, es verdad, la percepción que permite probar una teoría se reduce normalmente a la chispa eléctrica que se enciende en el dispositivo experimental. El hecho de que ésta no se produzca carece por lo general de consecuencias prácticas: sólo puede destruir una teoría o, en el peor de los casos, la carrera del ayudante encargado de llevar a cabo el experimento. Pero las condiciones del laboratorio son la excepción. El pensamiento que no armoniza sistema e intuición atenta contra algo más que impresiones ópticas aisladas; entra en conflicto con la praxis real. No sólo no se produce el hecho esperado, sino que ocurre el que no se esperaba: el puente se hunde, la siembra se seca, la medicina enferma en lugar de curar. La chispa que expresa con más exactitud la falta de pensamiento sistemático, el atentado contra la lógica, no es una percepción efímera, sino la muerte súbita. El sistema propio de la Ilustración es la forma de conocimiento que mejor domina los hechos, que ayuda más eficazmente al sujeto a dominar la naturaleza. Sus principios son los de la autoconservación. La minoría de edad se revela como la incapacidad de conservarse a sí mismo. El burgués, en las sucesivas formas de propietario de esclavos, de libre empresario y de administrador, es el sujeto lógico de la Ilustración.

Las dificultades en el concepto de razón, que derivan del hecho de que sus sujetos, portadores de una sola y misma razón, se hallan inmersos en contradicciones reales, son veladas en la Ilustración occidental tras la aparente claridad de sus juicios. En la Crítica de la razón pura, en cambio, se ponen de manifiesto en la oscura relación del yo trascendental con el yo empírico y en las otras contradicciones no resueltas. Los conceptos de Kant son ambiguos. La razón, en cuanto yo trascendental supraindividual, contiene en sí la idea de una libre convivencia de los hombres en la que éstos se organizan como sujeto universal y superan el conflicto entre la razón pura y la empírica en la consciente solidaridad del todo. Ella representa la idea de la verdadera universalidad, la utopía. Pero, al mismo tiempo, la razón es la instancia del pensamiento calculador que organiza el mundo para los fines de la autoconservación y no conoce otra función que no sea la de convertir el objeto, de mero material sensible, en material de dominio. La verdadera naturaleza del esquematismo, que hace concordar desde fuera lo universal y lo particular, el concepto y el caso singular, se revela finalmente en la ciencia actual como el interés de la sociedad industrial. El ser es contemplado bajo el aspecto de la elaboración y la administración. Todo se convierte en proceso repetible y sustituible, en mero ejemplo por los modelos conceptuales del sistema: incluso el hombre singular, por no hablar del animal. El conflicto entre la ciencia administrativa y reificadora, entre el espíritu público y la experiencia del individuo, es prevenido por las circunstancias. Los sentidos están determinados ya por el aparato conceptual aun antes de que tenga lugar la percepción; el burgués ve de antemano el mundo como el material con el que se lo construye. Kant ha anticipado intuitivamente lo que sólo Hollywood ha llevado a cabo conscientemente: las imágenes son censuradas previamente, ya en su misma producción, según los modelos del entendimiento conforme al cual van de ser contempladas después. La percepción mediante la cual el juicio publico se ve confirmado estaba ya preparada por éste aun antes de que se produjera. Si la utopía oculta en el concepto de razón apuntaba, a través de las diferencias accidentales de los sujetos, a su idéntico interés reprimido, la razón, por el contrario, en la medida en que funciona con arreglo a los fines como mera ciencia sistemática, allana junto con las diferencias también el idéntico interés común. Ella no admite otras determinaciones que las clasificaciones del funcionamiento social. Nadie es distinto de aquello para lo que se ha convertido: un miembro útil, triunfador o fracasado de grupos profesionales y nacionales. Es un representante cualquiera de su tipo geográfico, psicológico o sociológico. La lógica es democrática: en ella los grandes no tienen ningún privilegio con respecto a los pequeños. Aquéllos pertenecen a los notables como éstos a los objetos potenciales de la asistencia social. La ciencia, en general, se relaciona con la naturaleza y con los hombres de forma no distinta a como lo hace la ciencia de los seguros, en particular, con la vida y la muerte. No importa quién muere; lo que cuenta es la relación de los casos con las obligaciones de la compañía. Es la ley de los grandes números, y no el caso singular, lo que se repite en la fórmula. La coincidencia de lo universal y lo particular se halla contenida, y ni siquiera ya secretamente, en un intelecto que percibe lo particular sólo como un caso de lo universal y lo universal sólo como la cara de lo particular por la que éste se deja captar y manipular. La ciencia misma no tiene ninguna conciencia de sí; es un instrumento. Pero la Ilustración es la filosofía que identifica verdad con sistema científico. El intento de fundamentar esta identidad, que Kant emprendió aun con intención filosófica, condujo a conceptos que no tienen científicamente ningún sentido porque no son meras consignas para manipulaciones según las reglas del juego. El concepto de autocomprensión de la ciencia contradice el concepto mismo de ciencia. La obra de Kant transciende la experiencia como mera operatividad, por lo que la Ilustración la rechaza hoy, según sus propios principios, como dogmática. Con la confirmación del sistema científico como figura de la verdad, realizada por Kant como resultado, el pensamiento sella su propia nulidad, puesto que la ciencia es ejercitación técnica, tan alejada de la reflexión sobre sus propios fines como otros tipos de trabajo bajo la presión del sistema.

Las doctrinas morales de la Ilustración ponen de manifiesto el desesperado intento de encontrar, en sustitución de la religión debilitada, una razón intelectual para sostenerse en la sociedad cuando falla el interés. Los filósofos, como auténticos burgueses, pactan en la praxis con los poderes que según su teoría están condenados. Las teorías son consecuentes y duras; las doctrinas morales, propagandísticas y sentimentales, incluso allí donde su tono es rigorista; o bien son golpes de fuerza, dados desde la conciencia del carácter no derivable de la moral misma, como el recurso de Kant a las fuerzas morales consideradas como un hecho. Su intento de deducir, si bien de forma más cauta que toda la filosofía occidental, el deber del respeto mutuo de una ley de la razón, carece de todo sostén crítico. Es el intento habitual del pensamiento burgués de fundamentar el cuidado, sin el cual no puede existir civilización, de otra forma que a través del interés material y la violencia: sublime y paradójico como ninguno otro antes, y efímero como todos ellos. El burgués que se privara de una sola ganancia por el motivo kantiano del respeto a la mera forma de la ley no sería ilustrado, sino supersticioso: sería un loco. En la raíz del optimismo kantiano, según el cual la acción moral es racional aun allí donde la acción inmoral tiene buenas probabilidades de triunfo, está el horror ante la recaída en la barbarie. Si una de estas dos fuerzas morales: el amor mutuo y el respeto, desapareciera –escribe Kant, siguiendo a Haller[10]– «entonces la nada (de la inmoralidad), con las fauces abiertas, se tragaría el reino entero de los seres (morales), como una gota de agua». Pero ante la razón científica las fuerzas morales son ya, según el mismo Kant, impulsos y modos de conducta no menos neutrales que las inmorales, en las que se convierten tan pronto como se orientan no a aquella oculta posibilidad, sino a la conciliación con el poder. La Ilustración destierra de la teoría esta diferencia. Ella contempla las pasiones «como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos»[11]. El orden totalitario se ha tomado esto absolutamente en serio. Sustraído al control de su propia clase, que mantuvo al hombre de negocios del siglo xix en el respeto y el amor mutuo kantianos, el fascismo, que* ahorra a sus pueblos los sentimientos morales mediante una disciplina de hierro, no necesita ya guardar disciplina alguna. En contra del imperativo categórico y en tanto más profunda concordancia con la razón pura, trata a los hombres como cosas, como centros de modos de comportamiento. Contra el océano de la violencia abierta, que ha hecho realmente irrupción en Europa, los amos habían querido proteger al mundo burgués sólo mientras la concentración económica no estuviese aún suficientemente avanzada. Antes, sólo los pobres y los salvajes se hallaban expuestos a los elementos capitalistas desencadenados. Pero el orden totalitario pone al pensamiento calculador en posesión de todos sus derechos y se atiene a la ciencia en cuanto tal. Su canon es su propia sangrienta capacidad productiva*. La mano de la filosofía lo había escrito sobre la pared, desde la Crítica kantiana hasta la Genealogía de la moral de Nietzsche; uno solo lo ha llevado a cabo hasta en el detalle. La obra del Marqués de Sade muestra «al entendimiento sin la guía de otro», es decir, al sujeto burgués liberado de la tutela.

La autoconservación es el principio constitutivo de la ciencia, el alma de la tabla de las categorías, aun cuando ésta debiera ser deducida de forma idealista, como en Kant. Incluso el yo, la unidad sintética de la apercepción, la instancia que Kant designa como el punto supremo del que debe pender la entera lógica[12], es en realidad tanto el producto como la condición de la existencia material. Los individuos, obligados a cuidar de sí mismos, desarrollan el yo como la instancia de la previsión y la síntesis panorámica reflexivas; se amplia y se reduce de acuerdo con las perspectivas de independencia económica y propiedad productiva a través de sucesivas generaciones. Finalmente pasa de los burgueses expropiados a los monopolistas totalitarios, cuya ciencia se ha reducido a la suma de los métodos de reproducción de la sociedad de masas sojuzgada. Sade erigió un precoz monumento a ese sentido de la planificación. La conjuración de los poderosos contra los pueblos mediante su férrea organización está tan cerca del espíritu ilustrado, desde Maquiavelo y Hobbes, como la república burguesa. El espíritu ilustrado es enemigo de la autoridad sólo cuando ésta carece de fuerza para obligar a la obediencia; es enemigo del poder que no es tal. Mientras se prescinde de la cuestión de quien pone en práctica la razón, ésta no tiene más afinidad a la violencia que a la mediación; según la situación del individuo y de los grupos hace aparecer como un hecho la paz o la guerra, la tolerancia o la represión. Al desenmascarar fines objetivos como poder de la naturaleza sobre el espíritu, como menoscabo de su propia legislación autónoma, queda, en su formalidad, a disposición de cualquier interés natural. El pensamiento se convierte por completo en órgano; se reintegra en la naturaleza. Pero, para los que dominan, los hombres se convierten en material, como lo es la entera naturaleza para la sociedad. Tras el breve intervalo del liberalismo, durante el cual los burgueses se mantuvieron recíprocamente en guardia, el dominio se revela como terror arcaico en la forma racionalizada del fascismo*. «Entonces –dice el príncipe Francaville en una recepción del rey de Nápoles–, hay que sustituir las quimeras religiosas por un gran terror; liberad al pueblo del temor de un infierno futuro, que se entregue a todo tan pronto haya sido destruido, pero sustituid esa terrible quimera por leyes penales prodigiosamente severas y que sólo recaigan sobre él; porque es el único que importuna al Estado: siempre es en su clase donde nacen los descontentos. ¿Qué le importa al hombre rico la idea del freno que jamás pesa sobre su cabeza cuando compra esa vana apariencia con el derecho de vejar grandemente a su vez a todos aquellos que viven bajo su yugo? En esta clase jamás encontrareis a uno solo que no os permita la mayor de las tiranías cuando compruebe su realidad sobre los otros»[13]. La razón es el órgano del cálculo, de la planificación; neutral respecto a los fines, su elemento es la coordinación. Lo que Kant fundamentó trascendentalmente: la afinidad entre conocimiento y planificación, que da a la existencia burguesa, racionalizada hasta en sus pausas, en todos sus detalles el carácter de ineluctable finalidad, ha sido llevado a cabo ya empíricamente por Sade un siglo antes de la llegada del deporte. Las modernas secciones deportivas, con su juego colectivo perfectamente regulado, donde ningún jugador alberga la menor duda respecto a su papel y siempre hay uno de reserva preparado para sustituirlo, tienen su preciso modelo en los juegos sexuales de Juliette, en los que ni un solo momento queda desaprovechado, ninguna abertura corporal descuidada, ninguna función inactiva. En el deporte, como en todos los sectores de la cultura de masas, reina una actividad intensa y enteramente funcional, sin que el espectador no del todo iniciado sea capaz de descubrir la diferencia de las combinaciones, el sentido de las jugadas que se mide según reglas arbitrariamente establecidas. La peculiar estructura arquitectónica del sistema kantiano preanuncia, como las pirámides gimnásticas de las orgías de Sade y la jerarquía de principios de las primeras logias burguesas –cuyo cínico reflejo es el riguroso reglamento de la sociedad libertina de Las 120 Jornadas–, la organización de toda la vida vaciada de cualquier fin objetivo. Lo que importa en estas organizaciones parece ser no tanto el placer cuanto su gestión activa y organizada, como ya en otras épocas desmitologizadas, en la Roma de la edad imperial y del renacimiento, así como en el barroco, el esquema de la actividad pesaba más que su contenido. En la edad moderna, la Ilustración ha desligado las ideas de armonía y perfección de su hipóstasis en el más allá religioso y las ha dado al esfuerzo humano como criterio bajo la forma de sistema. Una vez que la utopía que dio la esperanza a la revolución francesa pasó, poderosa e impotente a la vez, a la música y la filosofía alemanas, el orden burgués establecido ha funcionalizado por completo la razón. Ésta se ha convertido en la funcionalidad sin finalidad, que justamente por ello se deja acomodar a cualquier fin. Es el plan en sí mismo considerado. El estado totalitario manipula a las naciones. «Así es –retomó el príncipe, asiéndose a esta idea con gran celo–, el gobierno tiene que ser quien regule la población, el que tenga en sus manos todos los medios de extinguirla si la teme, de aumentarla si la cree necesaria, y el que nunca tenga en su justicia otra balanza que la de sus intereses o sus pasiones, únicamente combinados con las pasiones o los intereses de aquellos que, acabamos de decir, han obtenido de él todas las partes de autoridad necesarias para centuplicar la suya»[14]. El príncipe muestra el camino que el imperialismo, la forma más temible de la ratio, ha recorrido siempre. «Volved ateos y amorales a los pueblos que queréis subyugar: mientras no adore a más Dios que a vos no tendrá más costumbres que las vuestras, seréis siempre su soberano... Ahora bien, en compensación dejadle la más amplia facultad del crimen sobre sí mismo; no le castiguéis jamás, a no ser que sus dardos vayan dirigidos contra vos»[15].

Dado que la razón no fija fines objetivos, todos los afectos están igualmente distantes de ella. Ellos son meramente naturales. El principio según el cual la razón se opone sencillamente a todo lo irracional fundamenta la verdadera antítesis entre Ilustración y mitología. Ésta conoce al espíritu sólo en cuanto sumergido en la naturaleza, es decir, como fuerza natural. Al igual que las fuerzas exteriores, los movimientos interiores son para ella fuerzas vivientes de origen divino o demoníaco. La Ilustración, en cambio, reduce relación causal, sentido y vida enteramente a la subjetividad, que se constituye como tal precisamente en esta reducción. La razón es para ella el agente químico que absorbe en sí la propia sustancia de las cosas y la disuelve en la mera autonomía de la razón misma. Para huir del terror supersticioso ante la naturaleza ha desenmascarado por completo las unidades de acción y las figuras objetivas como máscaras de un material caótico y ha maldecido como esclavitud su influjo sobre la instancia humana, hasta que el sujeto se convirtió, en teoría, en la única, ilimitada y vacía autoridad. Toda fuerza de la naturaleza se redujo a mera indiscriminada resistencia frente al poder abstracto del sujeto. La mitología particular con la que debía acabar la Ilustración occidental, también en la forma de calvinismo, era la doctrina católica del ordo y la religión popular pagana que continuaba floreciendo bajo ella. Liberar a los hombres de su influencia era el objetivo de la filosofía burguesa. Pero la liberación fue mucho más allá de lo que tuvieron en mente sus creadores humanos. La desatada economía de mercado era al mismo tiempo la figura real de la razón y el poder ante el cual ésta fracasó. Los reaccionarios románticos no hicieron sino expresar lo que los burgueses mismos experimentaron: que la libertad conducía en su mundo a la anarquía organizada. La crítica de la contrarrevolución católica tuvo razón frente a la Ilustración, lo mismo que ésta la tuvo frente al catolicismo. La Ilustración se había comprometido con el liberalismo. Si todos los afectos son equivalentes, parece entonces que la autoconservación, que ya de por sí domina la forma del sistema, constituye también la máxima más probable del obrar. Ella debería ser liberada en la economía libre. Los escritores sombríos de la primera burguesía, como Maquiavelo, Hobbes, Mandeville, que se hicieron portavoces del egoísmo del sujeto, reconocieron con ello a la sociedad como el principio destructor y denunciaron la armonía antes de que fuera elevada a doctrina oficial por los otros, los luminosos, los clásicos. Los primeros elogiaron la totalidad del orden burgués como el horror que terminaba por devorar lo universal y lo particular, la sociedad y el sujeto. Con el desarrollo del sistema económico*, en el que el dominio de grupos privados sobre el aparato productivo divide y separa a los hombres, la autoconservación retenida idéntica por la razón, es decir, el instinto objetivado del individuo burgués, se reveló como fuerza natural destructora, imposible ya de separar de la autodestrucción. La una se convirtió confusamente en la otra. La razón pura devino antirrazón, procedimiento impecable y sin contenido. Pero aquella utopía que anunciaba la reconciliación de naturaleza y sujeto salió, junto con la vanguardia revolucionaria, de su escondrijo en la filosofía alemana, irracional y racional a la vez, como idea de la asociación de hombres libres** y atrajo hacia sí todo el furor de la ratio. En la sociedad tal como es, y a pesar de las pobres tentativas moralistas de difundir la humanidad como medio más racional, la autoconservación se mantiene despojada de la utopía denunciada como mito. Astuta autoconservacion es, en los que dominan, la lucha por el poder fascista, y en los individuos, la adaptación a la injusticia a cualquier precio. A la razón ilustrada le es tan difícil hallar un criterio para graduar un impulso en si mismo y frente a otros como para ordenar el universo en esferas. La jerarquía en la naturaleza es desenmascarada por ella, con razón, como un reflejo de la sociedad medieval, y los intentos posteriores de justificar un nuevo orden jerárquico objetivo de valores llevan en la frente el sello de la mentira. El irracionalismo que se anuncia en estas vanas reconstrucciones está muy lejos de resistir a la razón industrial*. Si la gran filosofía, con Leibniz y Hegel, había descubierto incluso en aquellas expresiones subjetivas y objetivas que no son en sí mismas pensamiento: en sentimientos, instituciones y obras de arte, una pretensión de verdad, el irracionalismo por su parte, en esto como en otros puntos afín al último reducto de la Ilustración: al positivismo moderno, aísla el sentimiento, como la religión y el arte, de toda forma de conocimiento. El irracionalismo limita, es verdad, a la fría razón en favor de la vida inmediata, pero hace de ésta un principio meramente hostil al pensamiento. Bajo el pretexto de esta hostilidad, el sentimiento, y en definitiva toda expresión humana, la cultura en cuanto tal, son exonerados de la responsabilidad ante el pensamiento, pero con ello se transforman en elementos neutralizados de la ratio omnicomprensiva del sistema económico** que desde hace tiempo se ha hecho irracional. Esta ratio no pudo, desde sus comienzos, confiar sólo en su fuerza de atracción y por eso la completó mediante el culto de los sentimientos. Donde hace una llamada en favor de estos, esa ratio se vuelve contra su propio medio, el pensamiento, que por lo demás a ella, razón alienada respecto a sí misma, le resultó en todo momento sospechoso. El entusiasmo de los amantes en las películas constituye ya un golpe a la impasible teoría y se prolonga en el argumento sentimental contra el pensamiento que ataca a la injusticia. En la medida en que los sentimientos se convierten de este modo en ideología, el desprecio al que sucumben en la realidad no es superado. El hecho de que ellos, comparados con las sublimes alturas a las que los traspone la ideología, aparezcan siempre como excesivamente vulgares, contribuye a condenarlos. La condena de los sentimientos estaba ya implícita en la formalización de la razón. La autoconservación en cuanto instinto natural tiene aún, como otros impulsos, mala conciencia; sólo la laboriosidad y las instituciones destinadas a su servicio, es decir, la mediación independizada, el aparato, la organización, el sistema, gozan –en la práctica como en la teoría– de la consideración de ser racionales; las emociones están integradas en ellas.

La Ilustración de la edad moderna estuvo desde el principio bajo el signo del radicalismo: eso la distingue de toda fase anterior de desmitologización. Cada vez que con una nueva forma de sociedad han aparecido en la historia del mundo una nueva religión y una nueva mentalidad, fueron reducidos al polvo, junto con las viejas clases, estirpes o pueblos, los viejos dioses. Pero especialmente cuando un pueblo, debido a su propio destino –como, por ejemplo, los judíos–, pasa a una nueva forma de vida social, los viejos hábitos heredados, los ritos sagrados y los objetos de veneración son transformados en delitos y horrores abominables. Los miedos e idiosincrasias de hoy, los rasgos de carácter despreciados o detestados pueden interpretarse como cicatrices de violentos progresos en la evolución humana. Desde la repugnancia ante los excrementos y la carne humana hasta el desprecio del fanatismo, de la holgazanería y de la pobreza (espiritual y material), conduce una línea de comportamientos que, de adecuados y necesarios, fueron transformados en abominables. Esta línea es al mismo tiempo la línea de la destrucción y de la civilización. Cada paso ha sido un progreso, una etapa de la Ilustración. Pero mientras todas las transformaciones anteriores, del preanimismo a la magia, de la cultura matriarcal a la patriarcal, del politeísmo de los traficantes de esclavos a la jerarquía católica, pusieron nuevas mitologías, si bien ilustradas, en lugar de las precedentes: el dios de los ejércitos en lugar de la gran madre, la veneración del cordero en vez de la del tótem, ante la luz de la razón ilustrada se desvaneció como mitológica toda devoción que se tenía por objetiva y fundada en la realidad. Todos los vínculos tradicionales cayeron con ello bajo el veredicto de tabú, incluidos aquellos que eran necesarios para la existencia del mismo orden burgués. El instrumento gracias al cual la burguesía había llegado al poder: liberación de fuerzas, libertad general, autodeterminación, en suma, Ilustración, se volvió contra la burguesía tan pronto como ésta, convertida en sistema de dominio, se vio obligada a ejercer la opresión. La Ilustración no se detiene, según su propio principio, ni siquiera ante el mínimo de fe que es necesario para que el mundo burgués pueda existir. Ella no presta al dominio los fieles servicios que le prestaron siempre las viejas ideologías. Su tendencia anti-autoritaria, que se comunica, si bien sólo de forma soterrada, con la utopía implícita en el concepto de razón, la hace al final tan hostil a la burguesía establecida como a la aristocracia, con la que aquella, por lo demás, también muy pronto se coaligó. El principio anti-autoritario debe convertirse finalmente en su contrario, en la instancia hostil a la razón misma: la liquidación operada por ella de todo lo que es en sí mismo vinculante permite al dominio decretar de forma soberana y manipular las obligaciones que en cada caso le convienen. Así, después de la virtud civil y el amor hacia los hombres, para los que ya no tenía razones válidas, la filosofía proclamó también como virtudes la autoridad y la jerarquía cuando éstas hacía tiempo que se habían convertido en mentiras justamente en virtud de la Ilustración. Pero tampoco contra esta perversión de sí misma tenía la Ilustración ningún argumento, pues la pura verdad no goza de ninguna ventaja frente a la deformación, ni la nacionalización frente a la razón, si no pueden demostrarlo en la práctica. Con la formalización de la razón, la teoría misma, en la medida en que pretenda ser algo más que un signo de operaciones neutrales, se convierte en concepto incomprensible, y el pensamiento sólo tiene pleno sentido una vez ha renunciado al sentido. Ligada al modo de producción dominante, la Ilustración, que tiende a mirar el orden que se ha hecho represivo, se disuelve por sí misma. Ello fue expresado ya en los ataques que pronto fueron lanzados contra Kant, el «demoledor», por parte de la Ilustración corriente. Lo mismo que la filosofía moral kantiana limitó su crítica ilustrada para salvar la posibilidad de la razón, así el pensamiento irreflexivamente ilustrado tendió siempre, por espíritu de autoconservación, a superarse a sí mismo en escepticismo para poder dejar suficiente lugar al estado de cosas existente.

La obra de Sade, como la de Nietzsche, representa en cambio la crítica intransigente de la razón práctica, frente a la cual incluso la del «demoledor» aparece como retractación del propio pensamiento. La obra de Sade eleva el principio científico a principio destructor. Kant, es verdad, había ya purificado la ley moral «en mí» de toda fe heterónoma, hasta que el respeto, en contra de las aseveraciones del propio Kant, quedó reducido a mero hecho natural psicológico, lo mismo que el cielo estrellado «sobre mí» era un hecho físico. «Un hecho de razón», lo llamaba él mismo[16]; «un instinto sociable universal», lo definía Leibniz[17]. Pero los hechos no cuentan nada allí donde no están presentes. Sade no niega su existencia. Justine, la buena de las dos hermanas, es una mártir de la ley moral. Juliette, es verdad, saca la consecuencia que la burguesía quería evitar: ella demoniza al catolicismo como última mitología, y con él demoniza a la civilización en cuanto tal. Las energías que se dirigían al sacramento se orientan ahora, invertidas, al sacrilegio. Pero esta inversión es transferida a la comunidad en general. En todo ello Juliette no procede en absoluto con fanatismo, como el catolicismo con los incas, sino que se limita a cultivar, asidua e ilustradamente, la práctica del sacrilegio, que también los católicos llevaban, desde tiempos arcaicos, en la sangre. Los comportamientos prehistóricos, sobre los que la civilización ha puesto un tabú, habían llevado, transformados en comportamientos destructivos bajo el estigma de la bestialidad, una existencia subterránea. Juliette los practica ya no como naturales, sino en cuanto prohibidos. Ella compensa el veredicto contra ellos, infundado como todos los juicios de valor, mediante el veredicto opuesto. Así, cuando repite las acciones primitivas, éstas ya no son por lo mismo primitivas, sino bestiales. Juliette, a semejanza del Merteuil de las Liaisons dangereuses[18], no encarna, expresado en términos psicológicos, ni una libido no sublimada ni una libido que ha sufrido regresión, sino el placer intelectual en la regresión misma, el amor intellectualis diaboli, el gusto de destruir la civilización con sus propias armas. Ama el sistema y la coherencia y maneja extraordinariamente bien el órgano del pensamiento racional. En lo que se refiere al dominio de sí, sus prescripciones se comportan respecto de las de Kant como la aplicación particular respecto del axioma. «Por tanto -leemos en Kant[19]-, la virtud, por cuanto está fundada en la libertad interna, contiene también para los hombres un mandato positivo, a saber, el de someter todas sus facultades e inclinaciones a su poder (al de la razón), por tanto, el dominio de sí mismo, que se añade a la prohibición de no dejarse dominar por sus sentimientos e inclinaciones (al deber de la apatía): porque si la razón no toma en sus manos las riendas del gobierno, aquellos se adueñan del hombre». Juliette diserta sobre la autodisciplina del delincuente. «Elaborad vuestro proyecto unos días antes, reflexionad sobre todas sus consecuencias, examinad con atención lo que podrá seros útil... lo que podría traicionaros, y calculad todo esto con la misma sangre fría que si fuera seguro que vais a ser descubierta»[20]. El rostro del asesino debe mostrar la máxima serenidad. «...haced reinar en Él (vuestro rostro) la tranquilidad y la indiferencia, y tratad de conseguir la mayor sangre fría en esta situación... Si no estáis Segura de no tener remordimientos, y sólo lo estaréis por el hábito del crimen, si, digo, no estáis completamente segura, inútilmente os esforzareis en dominar el juego de vuestra fisonomía...»[21]. La libertad frente a los remordimientos es ante la razón formalista tan esencial como la libertad frente al amor y al odio. El pasado, que para la burguesía –contrariamente a la ideología popular– nunca ha representado nada, es afirmado por el arrepentimiento como un ser. El arrepentimiento es la recaída, cuando evitarla sería su única justificación ante la praxis burguesa. No en vano se hace eco Spinoza de los estoicos: «El arrepentimiento no es una virtud, o sea, no nace de la razón; el que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente»[22]. Pero inmediatamente después añade, enteramente en el sentido del príncipe Francaville, que «el vulgo es terrible cuando no tiene miedo»[23], y piensa por eso, como buen maquiavélico, que la humildad y el arrepentimiento, como el temor y la esperanza, son, no obstante su irracionalidad, muy útiles. «La virtud», dice Kant[24], «presupone necesariamente la apatía (considerada como fuerza)», al mismo tiempo que, de forma no diversa a Sade, distingue esta «apatía moral» de la insensibilidad en cuanto indiferencia frente a los estímulos de los sentidos. El entusiasmo es reprobable; serenidad y resolución constituyen el vigor de la virtud. «Este es el estado de salud en la vida moral; en cambio, el afecto es un fenómeno que brilla un instante y produce fatiga, incluso cuando lo excita la representación del bien»[25]. Clairwil, la amiga de Juliette, dice exactamente lo mismo del vicio: «Mi alma es dura y estoy muy lejos de creer que la sensibilidad sea preferible a la feliz apatía de que gozo. ¡Oh Juliette!... quizás te equivocas sobre esa peligrosa sensibilidad con la que se honran tantos imbéciles»[26]. La apatía aparece en aquellos recodos de la historia burguesa, incluso de la antigua, en los que frente a la poderosa tendencia de la historia los pauci beati toman conciencia de su propia impotencia. Esa apatía señala el repliegue de la espontaneidad de los individuos a la esfera privada, que precisamente así se constituye como la forma de existencia genuinamente burguesa. El estoicismo –es decir, la filosofía burguesa– facilita a los privilegiados, ante el sufrimiento de los otros, mirar de frente a la amenaza que pesa sobre ellos. Él retiene lo universal elevando la existencia privada a principio como defensa frente a dicho universal. La esfera privada del burgués* es patrimonio cultural ya decaído de la clase superior.

Juliette tiene a la ciencia por credo. Le repugna toda veneración cuya racionalidad no pueda ser probada: la fe en Dios y en su hijo muerto, la obediencia a los diez mandamientos, la superioridad del bien sobre el mal, de la salvación sobre el pecado. Juliette se siente atraída por las reacciones que habían sido condenadas por las leyendas de la civilización. Opera con la semántica y la sintaxis lógica como el positivismo más moderno, pero, a diferencia de este funcionario de la más reciente administración, no dirige su crítica del lenguaje preferentemente contra el pensamiento y la filosofía, sino, como hija de la Ilustración militante, contra la religión. « ¡Un Dios muerto! –dice de Cristo[27]– Nada tan agradable como esta incoherencia de palabras del diccionario de los católicos: Dios quiere decir eterno; muerto quiere decir no eterno. Imbéciles cristianos, ¿qué queréis hacer entonces con vuestro Dios muerto?». La conversión de lo condenado sin pruebas científicas en objeto digno de aspiración, así como de lo reconocido sin pruebas en objeto de aborrecimiento, la transmutación de los valores, el «valor de las cosas prohibidas»[28], sin el «¡Animo!» traidor de Nietzsche, sin su idealismo biológico, constituyen la pasión especifica de Juliette. « ¿Se necesitan pretextos para cometer un crimen?», exclama la princesa Borghèse, su buena amiga, en sentido enteramente conforme con su pensamiento[29]. Nietzsche proclama la quintaesencia de su doctrina[30]. «Los débiles y los fracasados deben perecer; esta es la primera proposición de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarlos a perecer. ¿Qué es, lo que es más perjudicial que cualquier vicio? La acción compasiva hacia todos los fracasados y los débiles: el cristianismo»[31]. Éste, «especialmente interesado en dominar a los tiranos y en reducirlos a principios de fraternidad..., desempeña aquí el papel del débil; lo representa, debe hablar como él... Debemos estar convencidos de que este vínculo pudo ser propuesto por el débil, pudo ser sancionado por él cuando por azar se encontró en sus manos la autoridad sacerdotal»[32]. Ésta es la contribución de Noirceuil, mentor de Juliette, a la genealogía de la moral. Con maldad exalta Nietzsche a los poderosos y su crueldad «fuera de su circulo, allí donde comienzan los extranjeros», es decir, hacia todo lo que no pertenece a ellos mismos. «Allí disfrutan la libertad de toda constricción social, en la selva se desquitan de la tensión ocasionada por una prolongada reclusión y encierro en la paz de la comunidad, allí retornan a la inocencia propia de la conciencia de los animales rapaces, cual monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura estudiantil, convencidos de que de nuevo tendrán los poetas, por mucho tiempo, algo que cantar y que ensalzar... Esta «audacia» de las razas nobles, que se manifiesta de manera loca, absurda, repentina, este elemento imprevisible e incluso inverosímil de sus empresas..., su indiferencia y su desprecio de la seguridad, del cuerpo, de la vida, del bienestar, su horrible jovialidad y el profundo placer que sienten en destruir, en todas las voluptuosidades del triunfo y de la crueldad»[33], esta audacia, que Nietzsche proclama a voces, ha arrebatado también a Juliette. «Vivir peligrosamente» es también su mensaje: «En adelante atreverme a todo sin miedo»[34]. Hay débiles y fuertes; hay clases, razas y naciones que dominan, y existen aquellas que son dominadas. « ¿Dónde está, por favor, exclama el señor de Verneuil[35], «el mortal que fuese tan tonto como para firmar contra toda evidencia que los hombres nacen iguales en cuanto a los hechos y al derecho? Formular una paradoja de esta índole estaba reservado a Rousseau, quien, debilísimo como era, quería disminuir hasta su altura a aquellos hasta los que podía elevarse. Pero, ¿con qué cara, le pregunto, el pigmeo de un metro de estatura podría compararse con el modelo de estatura y fuerza al que la naturaleza ha dado el aspecto y el vigor de un Hércules? ¿No es lo mismo que si la mosca quisiera asemejarse al elefante? Fuerza, belleza, estatura, elocuencia: fueron estas las virtudes determinantes, en el comienzo de la sociedad, del traspaso del poder a los dominadores». «Exigir de la fortaleza -continua Nietzsche[36]- que no sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza». « ¿Cómo quiere usted, en efecto -dice Verneuil[37]- que quien ha recibido de la naturaleza la más alta idoneidad para el delito, ya sea por la superioridad de su fuerza o por la finura de sus órganos, ya sea por su educación aristocrática o por sus riquezas; cómo quiere, digo, que este individuo sea juzgado según la misma ley con que se juzga a otro a quien todo induce a la virtud y a la moderación? ¿Sería quizás más justa una ley que castigase en igual medida a estos dos hombres? ¿Es natural que a aquel a quien todo induce a hacer el mal se lo trate como a aquel a quien todo impulsa a comportarse con moderación?»

Una vez que el orden objetivo de la naturaleza ha sido liquidado como prejuicio y mito, queda la naturaleza sólo como masa de materia. Nietzsche no quiere oír de ninguna ley «que no nos limitemos a conocer, sino que también reconozcamos sobre nosotros mismos...»[38]. Si el intelecto, que ha crecido según los principios de la autoconservación, reconoce una ley de vida, esta es la ley del más fuerte. Aun cuando esta ley no puede proporcionar a la humanidad, debido al formalismo de la razón, ningún modelo necesario, ella posee no obstante la preferencia de la facticidad frente a la engañosa ideología. Culpables -tal es la doctrina de Nietzsche- son los débiles, que eluden con su astucia la ley natural. «Los enfermizos son el gran peligro del hombre: no los malvados, no los "animales de presa". Los de antemano lisiados, vencidos, destrozados, son ellos, son los más débiles quienes más socavan la vida entre los hombres, quienes más peligrosamente envenenan y ponen en entredicho nuestra confianza en la vida, en el hombre, en nosotros»[39]. Ellos han difundido en el mundo el cristianismo, al que Nietzsche aborrece y odia no menos que Sade. «Lo que verdaderamente está en la naturaleza no son las represalias del débil contra el fuerte; éstas están en la moral, pero no en lo físico, puesto que para ejecutar estas represalias tiene que usar fuerzas que no ha recibido, tiene que adoptar un carácter que no se le ha concedido, que de alguna manera contraría a la naturaleza. Lo que está realmente en las leyes de esta madre sabia es la lesión del fuerte sobre el débil, puesto que para llegar a este comportamiento no hace más que usar dones que ha recibido. No adopta, como el débil, un carácter diferente al suyo: sólo aprovecha dotes que ha recibido de la naturaleza. Por consiguiente, todo lo que deriva de ahí es natural: su opresión, sus violencias, sus crueldades, sus tiranías, sus injusticias, todas esas manifestaciones... son, por consiguiente, simples, puras como la mano que las grabó; y cuando usa de todos sus derechos para oprimir al débil, para despojarlo, no hace más que la cosa más natural del mundo... No tengamos nunca escrúpulos de lo que podamos sustraer al débil, porque no somos nosotros los que cometemos el crimen, sino el débil con su defensa o su venganza»[40]. Si el débil se defiende, comete un error: el de «salirse del carácter de debilidad que le imprimió la naturaleza: ella lo creó para ser esclavo y pobre, y su falta está en no querer someterse a esto»[41]. En tales discursos magistrales, Dorval, jefe de una respetable banda parisina, desarrolla ante Juliette el credo secreto de todas las clases dominantes, que Nietzsche presentó a sus contemporáneos, enriquecido con la psicología del resentimiento. Nietzsche admira, como Juliette, «lo que de hermosamente horrible hay en su acto»[42], aun cuando luego, como buen profesor alemán, se distingue de Sade en que censura al criminal porque su egoísmo «apunta a fines muy mezquinos y se limita a ellos. Si las metas son elevadas, la humanidad tiene otro criterio y no juzga a los "delitos" como tales, incluyendo a los más terribles»[43]. De semejante prejuicio en favor de lo grande, que de hecho caracteriza al mundo burgués, esta aún libre la ilustrada Juliette; a ella no le resulta menos simpático el miembro de un Racket* que un ministro porque el número de sus víctimas sea menor. Para el alemán, en cambio, la belleza surge de la gravedad o transcendencia; aun en medio de todos los crepúsculos de los dioses es incapaz de liberarse de la costumbre idealista que quisiera ver ahorcado al pequeño ladrón y hacer de las invasiones imperialistas misiones históricas universales. Al elevar el culto de la fuerza a doctrina histórica universal, el fascismo alemán lo ha reducido al mismo tiempo al absurdo que le es propio. Como protesta contra la civilización, la moral de los señores representaba, de modo invertido, a los oprimidos: el odio hacia los instintos atrofiados denuncia objetivamente la verdadera naturaleza de los guardianes, que se manifiesta en sus víctimas. Pero en cuanto gran potencia y religión de estado, la moral de los señores se vende por completo a los civilizadores poderes fácticos, a la mayoría compacta, al resentimiento y a todo aquello contra lo que estuvo en otro tiempo. Nietzsche es refutado mediante la realización de esa moral, y al mismo tiempo se libera en el la verdad, que a pesar de todo si a la vida era hostil al espíritu de la realidad.

Si ya el remordimiento era considerado como irracional, la compasión constituye el pecado sin más. Quien cede a ella «pervierte la ley general: de donde resulta que la piedad, lejos de ser una virtud, se convierte en un vicio real, desde el momento en que nos lleva a turbar una desigualdad exigida por las leyes de la naturaleza»[44] Sade y Nietzsche vieron que, tras la formalización de la razón, quedaba aún la compasión como conciencia sensible de la identidad de lo universal y lo particular, como mediación naturalizada. Ella constituye el prejuicio más constrictivo, «aunque parezca ofrecer una apariencia de moralidad», como dice Spinoza[45], «pues el que no es; movido ni por la razón ni por la conmiseración a ayudar a los otros, merece el nombre de inhumano que se le aplica»[46]. Commiseratio es humanidad en forma inmediata, pero al mismo tiempo «mala et inutilis»[47], en cuanto es lo opuesto a la valentía-varonil que, desde la virtus romana pasando por los Médicis hasta la eficiencia bajo los Ford, siempre fue la única verdadera virtud burguesa. Afeminada y pueril le parece la compasión a Clairwil, orgullosa de su «estoicismo», del «reposo de las pasiones», que le permite «hacer y soportar todo sin emoción»[48]. «La piedad, lejos de ser una virtud, no es más que una debilidad nacida del terror y de la desgracia, debilidad que debe ser eliminada antes de nada, cuando se trabaja en embotar la excesiva sensibilidad de los nervios, enteramente incompatible con las máximas de la filosofía»[49]. De la mujer proceden «las explosiones de ilimitada compasión»[50]. Sade y Nietzsche sabían que su tesis sobre la compasión como pecado era una vieja herencia burguesa. El segundo remite a todas las «épocas fuertes», a las «culturas nobles»; el primero, a Aristóteles[51] y los peripatéticos[52]. La compasión no se sostiene ante la filosofía. Ni siquiera Kant constituye una excepción. La compasión es para él «un cierto sentimentalismo» y «no puede llamarse ciertamente virtuosa»[53]. Pero no ve que también el principio de la «benevolencia universal hacia el género humano»[54], por el que él, opuestamente al racionalismo de Clairwil, trata de sustituir la compasión, cae bajo la misma maldición de irracionalidad que «esta pasión de buen natural, que fácilmente puede inducir al hombre a convertirse en un «ocioso de buen corazón». La Ilustración no se deja engañar; en ella, el hecho universal no tiene preferencia frente al particular, ni el amor general frente al limitado. La compasión es sospechosa. Como Sade, también Nietzsche recurre a la ars poetica como testimonio: «Los griegos, según Aristóteles, sufrían a menudo de un exceso de compasión: de ahí la necesaria descarga a través de la tragedia. En ella vemos hasta qué punto les resultaba sospechosa esta inclinación. Es peligrosa para el estado, priva de la dureza y la rigidez necesarias, hace que los héroes se comporten como mujeres lloronas, etc.»[55]. Zaratustra predica: «Cuanta bondad veo, esa misma debilidad veo. Cuanta justicia y compasión veo, esa misma debilidad veo»[56]. Y en realidad, la compasión tiene en sí un momento que se opone a la justicia, con la que Nietzsche, por cierto, la asocia. La compasión confirma la regla de la inhumanidad mediante la excepc16n que la pone por obra. Al confiar la superación de la injusticia al amor al prójimo en su contingencia, acepta como inmutable la ley de la alienación universal que quisiera mitigar. Es verdad que el compasivo representa, en cuanto individuo, la pretensión de lo universal, la pretensión de vivir, en contra de lo universal, naturaleza y sociedad, que niegan dicha pretensión. Pero la unidad con lo universal, como lo interior, que el individuo realiza, se revela falaz en la propia debilidad del individuo. No es la blandura, sino la limitación, lo que hace problemática la compasión: ésta es siempre insuficiente. Lo mismo que la apatía estoica, en la que se educa la frialdad burguesa –el opuesto de la compasión–, mantuvo una precaria fidelidad a lo universal, del que se había retirado, más que el cinismo participante que se adaptaba al todo, así los que desenmascararon la compasión tomaron postura, en su negativa, en favor de la revolución. Las deformaciones narcisistas de la compasión, como los sublimes sentimientos del filantrópico y la autoconciencia moral del asistente social, son aún la confirmación interiorizada de la diferencia entre ricos y pobres. Ciertamente, el hecho de que la filosofía divulgara incautamente el placer de la dureza la ha puesto a disposición de aquellos que menos le perdonan la confesión. Los señores fascistas* del mundo han convertido el rechazo de la compasión en rechazo de la indulgencia política y en apelación a la ley marcial, en lo cual se han encontrado con Schopenhauer, el metafísico de la compasión, para quien la esperanza en el ordenamiento racional de la humanidad constituya la locura temeraria de quien sólo puede esperar desgracias. Los enemigos de la compasión no querían identificar al hombre con la desgracia. Para ellos la existencia de ésta era una infamia. Su sensible impotencia no toleraba que el hombre fuese compadecido. Desesperada, se invirtió en elogio del poder, del que sin embargo se apartaron en la práctica, siempre que ésta les tendió puentes para hacerlo.

Bondad y beneficencia se convierten en pecado; dominio y opresión, en virtud. «Todas las cosas buenas fueron en otro tiempo cosas malas; todo pecado original se ha convertido en una virtud original»[57]. Juliette se toma en serio este principio también en la nueva época; ella pone en práctica por primera vez conscientemente la inversión de los valores. Una vez que se han destruido todas las ideologías, eleva a propia moral lo que el cristianismo consideraba abominable en la ideología, aunque, por supuesto, no siempre en la práctica. En ello, como buena filosofa, se mantiene fría y calculadora. Todo sucede sin ilusiones. A la propuesta de Clairwil de cometer un sacrilegio, responde: «Desde el momento en que no creernos en Dios, querida mía –le digo–, las profanaciones que tú deseas no son ya mas que infantilismos absolutamente inútiles... Quizás esté más tranquila que tú; mi ateísmo es completo. No te imagines que necesito infantilismos como los que me propones para afirmarme en él; los ejecutaré, ya que te complacen, pero como simples diversiones» –la homicida norteamericana Annie Henry **hubiera dicho just for fun– «y jamás como algo necesario para fortalecer mi manera de pensar o para convencer de ella a los otros»[58]. Transfigurada por la efímera cortesía hacia la cómplice, mantiene y hace valer sus principios. Incluso la injusticia, el odio, la destrucción se convierten en actividad rutinaria una vez que, tras la formalización de la razón, todos los fines han perdido, como falsa apariencia, el carácter de necesidad y objetividad. El encanto pasa al mero obrar, al medio, en suma, a la industria. La formalización de la razón no es sino la expresión intelectual del modo mecánico de producción. El medio es convertido en fetiche: y como tal absorbe el placer. Del mismo modo que la Ilustración reduce teóricamente a ilusiones los fines con que se adornaba el antiguo dominio, sustrae a éste, mediante la posibilidad de la abundancia, el fundamento práctico que lo sostiene. El dominio sobrevive como fin para sí mismo bajo la forma de poder económico. El placer lleva ya la huella de lo anticuado, de lo no funcional, lo mismo que la metafísica que lo prohibía. Juliette habla de los motivos del delito[59]. Ella misma no es menos ambiciosa y ávida de dinero que su amigo Sbrigani, pero adora lo prohibido. Sbrigani, el hombre del medio y del deber, es más avanzado. «Enriquecernos, ese es nuestro objetivo, y nos sentiremos muy culpables si no lo conseguimos; sólo por el camino de la fortuna puede uno permitirse la cosecha de los placeres: hasta entonces hay que olvidarse de ellos.» A pesar de su superioridad racional, Juliette se aferra a una superstición. Reconoce la ingenuidad del sacrilegio, pero al final saca placer de él. Ahora bien, todo placer revela idolatría: es entrega de sí a otro. La naturaleza no conoce realmente el placer: no va más allá de la satisfacción de la necesidad. Todo placer es social, en los afectos no sublimados tanto como en los sublimados. El placer procede de la alineación. Aun donde el placer ignora la prohibición que infringe, siempre surge de la civilización, del orden estable, desde donde anhela volver a la naturaleza de la que dicho orden lo protege. Los hombres experimentan el encanto del placer sólo cuando el sueno los arranca de la obligación del trabajo, del vinculo del individuo a una determinada función social, y en último término a un yo, y los reporta a la prehistoria libre de dominio y disciplina. La nostalgia de quien se halla prisionero de la civilización, la «desesperación objetiva» de aquellos que tuvieron que convertirse en un elemento del orden social, era el humus del que se alimentaba su pasión por los dioses y los demonios, a los que se dirigía en adoración como a la naturaleza transfigurada. El pensamiento surgió bajo el signo de la liberación de la terrible naturaleza, que al final fue enteramente sojuzgada. El placer es, por así decirlo, su venganza. En el los hombres se liberan del pensamiento, escapan a la civilización. En las sociedades más antiguas este retorno estaba previsto y actuado en común en las fiestas. Las orgías primitivas constituyen el origen colectivo del placer. «Este intermedio de confusión universal representado por la fiesta–dice R. Caillois–aparece por lo tanto como el instante en que el orden cósmico es suprimido. Por ello, mientras dura, todos los excesos son lícitos. Hay que actuar contra las reglas. Todo debe ocurrir al revés. En la época mítica el curso del tiempo estaba invertido: se nacía viejo y se moría niño... Así son sistemáticamente violadas todas las normas que protegen el justo orden natural y social»[60]. Los hombres se abandonan a las potencias transfiguradas del origen; pero debido a la suspensión de la prohibición, esta acción adquiere el carácter de exceso y de locura[61]. Sólo con el progreso de la civilización y la Ilustración el sí mismo fortalecido y el dominio consolidado convierten la fiesta en una farsa. Los amos introducen el placer como racional, como tributo a la naturaleza no del todo domada; tratan, para sí mismos, de neutralizarlo y al mismo tiempo de conservarlo en la cultura superior; y para los sometidos procuran dosificarlo donde no puede ser enteramente negado. El placer se convierte en objeto de manipulación hasta que, finalmente, desaparece en la organización. La evolución va desde la fiesta primitiva hasta las vacaciones. «Cuanto más se hace valer la complicación del organismo social, menos permite este una detención del curso normal de la vida. Hoy como ayer y mañana como hoy, todo debe continuar como antes. La alteración universal ya no es posible. El período de turbulencia se individualiza. Las vacaciones ocupan el lugar de la fiesta»[62]. En el fascismo las vacaciones son completadas con la falsa ebriedad colectiva producida mediante la radio, los grandes titulares y la bencedrina*. Sbrigani presiente ya algo de esto. Se permite ciertas diversiones sur la route de la fortune, a modo de vacaciones. Juliette, por el contrario, se mantiene en el Ancien Régime. Ella diviniza el pecado. Su libertinaje está bajo el anatema del catolicismo como el éxtasis de la monja bajo el del paganismo.

Nietzsche sabe que todo placer es aún mítico. En su abandono a la naturaleza, el placer renuncia a aquello que sería posible, lo mismo que la compasión a la transformación del todo. Ambos, placer y compasión, contienen un momento de resignación. Nietzsche descubre el placer en todos los escondrijos: como narcisismo en la soledad, como masoquismo en las depresiones del escrupuloso. « ¡Contra aquellos que sólo gozan!»[63]. Juliette trata de salvarlo rechazando el amor abnegado, característico del último siglo de la burguesía como resistencia a la sabiduría burguesa. En el amor, el placer estaba unido a la divinización del hombre que lo procuraba: era la pasión propiamente humana. Pero, al final, ese amor es revocado como juicio de valor condicionado por el sexo. En la adoración exaltada del amante, lo mismo que en la admiración sin límites de la que éste era objeto por parte de la amada, se transfiguraba, ocultándola, siempre de nuevo la efectiva servidumbre de la mujer. Sobre la base del reconocimiento de esta servidumbre se reconciliaban los sexos una y otra vez de nuevo: la mujer parecía asumir libremente la derrota y el varón atribuirle la victoria. La jerarquía de los sexos, el yugo impuesto al carácter femenino por el ordenamiento masculino de la propiedad, fue idealizado por el cristianismo en el matrimonio como unión de corazones, y así se bagatelizó el recuerdo de la edad prepatriarcal como pasado mejor del sexo. En la época de la gran industria* el amor es anulado. La disolución de la propiedad media, el ocaso del sujeto económico independiente, afectan a la familia: esta ya no es más la, en otro tiempo, famosa célula de la sociedad, porque no constituye ya la base de la existencia económica del burgués. Los hijos no tienen ya a la familia como horizonte de su vida; la independencia del padre desaparece, y con ella la resistencia contra su autoridad. Antes, la servidumbre de la joven en la casa paterna encendía en ella la pasión que parecía conducir a la libertad, aun cuando luego no se realizaba en el matrimonio ni en ningún otro lugar fuera de casa. Al abrirse para la joven la perspectiva del trabajo, se le cierra la del amor. Cuanto más universalmente el sistema de la industria moderna** exige de cada uno que se venda y se ponga a su servicio, tanto más todo aquello que no pertenece a la masa de los white trash***, en la que confluyen el desempleo y el trabajo no cualificado, se convierte en el pequeño experto, en una existencia que debe mirar por sí misma. Como trabajo cualificado, la autonomía del empresario, que pertenece ya al pasado, se extiende sobre todos los admitidos en la producción, y por tanto también sobre la mujer «profesionalmente activa», como su propio carácter. La autoestima de los hombres crece proporcionalmente a su fungibilidad. El desafío a la familia deja con ello de ser una osadía, lo mismo que la relación con el amigo en el tiempo de ocio no abre de por sí el séptimo cielo. Los hombres adquieren la relación racional, calculadora, con el propio sexo que había sido proclamada desde hacia tiempo como vieja sabiduría en el círculo ilustrado de Juliette. Espíritu y cuerpo son separados en la realidad, como habían exigido aquellos libertinos, en cuanto burgueses indiscretos. «Una vez mas...», declara Noirceuil de forma racionalista[64], «me parece que son cosas muy diferentes amar y gozar... Porque los sentimientos de cariño se conceden a las relaciones de humor y de conveniencia, pero no se deben de ninguna manera a la belleza de un seno o al bonito torneado de un culo, y estos objetos que, según nuestros gustos, pueden excitar vivamente los afectos físicos, me parece, sin embargo, que no tienen el mismo derecho a los afectos morales. Para terminar con mi comparación, Belise es fea, tiene cuarenta años, ni una sola gracia en toda su persona, ni un rasgo regular, ni un solo atractivo; pero Belise tiene ingenio, un carácter delicioso, un millón de cosas que se encadenan con mis sentimientos y mis gustos: no tendré ningún deseo de acostarme con Belise, pero no por eso dejaré de amarla con locura; desearé con todas mis fuerzas tener a Amarinthe, pero la detestaré cordialmente en cuanto la fiebre del deseo se me haya pasado...». La consecuencia inevitable, que estaba dada ya implícitamente en la división cartesiana del hombre en res cogitans y res extensa, se expresa con toda claridad como destrucción del amor romántico. Éste es considerado como enmascaramiento y racionalización del impulso corporal, «una falsa metafísica, siempre peligrosa»[65], como afirma el conde de Belmor en su gran discurso sobre el amor. Los amigos de Juliette, con todo su libertinaje, conciben la sexualidad frente a la ternura, y el amor terrenal frente al celeste, no sólo como un tanto excesivamente poderosa, sino también como excesivamente inofensiva. La belleza del cuello y la redondez de las caderas actúan sobre la sexualidad no como hechos ahistóricos, naturales, sino como imágenes en las que se encierra toda la experiencia social; y en esta experiencia vive la intención hacia aquello que es distinto a la naturaleza: el amor no limitado al sexo. Pero la ternura, incluso la más inmaterial, es sexualidad transformada; la caricia de la mano sobre el pelo, el beso en la frente, que expresan la locura del amor espiritual, son los golpes y los mordiscos pacificados de los salvajes australianos en el acto conyugal. La separación es abstracta. La metafísica –enseña Belmor– falsea los hechos, impide ver al amado como él es; procede de la magia, es un velo. « ¡Y no lo arranco! Es debilidad... pusilanimidad. Examinémosla detalladamente después del goce, a esa diosa que me cegaba antes»[66]. El amor mismo es un concepto no científico: «Siempre falsas definiciones nos extravían», declara Dolmancé en el memorable V diálogo de la Philosopbie dans le Boudoir; «yo no sé lo que es el corazón; llamo así sólo a las debilidades del espíritu»[67]. «Echemos una ojeada, como dice Lucrecia, detrás de las bambalinas de la vida», es decir, hagamos un examen a sangre fría y veremos que ni la exaltación de la amada ni el sentimiento romántico resisten al análisis: « Es el cuerpo lo único que amo, y es el cuerpo lo único que echo de menos, aunque pueda encontrarlo en cualquier instante»[68]. Verdadero en todo ello es el haber captado la disociación del amor, la obra del progreso. Esta disociación, que mecaniza el placer y desfigura la nostalgia en ilusión y engaño, afecta al amor en su mismo centro. Al convertir el elogio de la sexualidad genital y perversa en la censura de lo no natural, de lo inmaterial o ilusorio, la libertina misma se coloca de parte de aquella normalidad que con el desborde utópico del amor reduce también el placer físico, con la felicidad del séptimo cielo también la de la más estrecha cercanía. El depravado sin ilusiones, en favor de quien Juliette se pronuncia, se transforma, por obra del pedagogo sexual, del psicoanalista y del terapeuta hormonal, en el hombre práctico y comunicativo que extiende su pronunciamiento en favor de la higiene y el deporte también a la vida sexual. La crítica de Juliette es contradictoria como la Ilustración misma. En la medida en que la destrucción sacrílega de los tabúes, aliada una vez con la revolución burguesa, no se ha convertido en la nueva «justicia de la realidad», continúa viviendo con el amor sublime como fidelidad a la utopía ya cercana, que liberará el placer físico para todos.

«El ridículo entusiasmo» que nos entregaba a un individuo determinado como único, la exaltación de la mujer en el amor nos remonta, más allá del cristianismo, a estadios matriarcales. «... Es cierto que nuestro espíritu de galantería caballeresca, que ridículamente ofrece a nuestro homenaje el objeto que sólo está hecho para nuestras necesidades, es cierto, digo, que este espíritu procede del antiguo respeto que nuestros antepasados tenían en otro tiempo por las mujeres, en razón del oficio de adivinas que ejercían en las ciudades y en las villas: por temor se paso del respeto al culto, y la galantería nació en el seno de la superstición. Pero este respeto no estuvo jamás en la naturaleza y perderíamos nuestro tiempo si lo buscásemos en ella. La inferioridad de este sexo respecto al nuestro está demasiado bien fijada para que jamás pueda excitar en nosotros ningún motivo sólido para respetarlo, y el amor, que nació de este respeto ciego, es un prejuicio igual que él»[69]. En la violencia, por muy enmascarada que esté bajo formas legales, se basa en último término la jerarquía social. El dominio sobre la naturaleza se reproduce en el interior de la humanidad. La civilización cristiana, que hizo que la idea de proteger a los físicamente débiles redundara en beneficio de la explotación de los siervos robustos, no ha logrado nunca conquistar del todo los corazones de los pueblos convertidos. Demasiadas veces fue desmentido el principio del amor por el agudo intelecto y por las aún más afiladas armas de los príncipes cristianos, hasta que el luteranismo eliminó la antítesis entre estado y doctrina, haciendo de la espada y el látigo la quintaesencia del evangelio. El luteranismo identificó la libertad espiritual directamente con la afirmación de la opresión real. Pero la mujer lleva el estigma de la debilidad, y a causa de ésta se halla en minoría, incluso allí donde numéricamente es superior al hombre. Como en el caso de los nativos sometidos en las primitivas formaciones estatales, o en el de los indígenas de las colonias, inferiores en organización y armamento a los conquistadores, o en el de los judíos entre los arios, su incapacidad para defenderse constituye el título jurídico para su opresión: «No hay duda que hay una diferencia tan cierta, tan importante, entre un hombre y una mujer como entre el hombre y el mono de los bosques. Estaríamos tan bien fundados negando que las mujeres forman parte de nuestra especie como lo estamos al negar que esa especie de mono sea nuestro hermano. Que se examine atentamente a una mujer desnuda junto a un hombre de su edad y desnudo como ella, fácilmente nos convenceremos de la sensible diferencia que existe (sexo aparte) en la composición de estos dos seres, veremos claramente que la mujer no es más que una degradación del hombre; las diferencias existen igualmente en el interior, y la anatomía de una y otra especie, realizada al mismo tiempo y con la más escrupulosa atención, descubre esas verdades»[70]. El intento del cristianismo de compensar ideológicamente la opresión del sexo mediante el respeto a la mujer y de ennoblecer así el recuerdo de lo arcaico, en lugar de reprimirlo solamente, se paga con el resentimiento hacia la mujer exaltada y hacia el placer teóricamente emancipado. El sentimiento que se corresponde con la práctica de la opresión no es la reverencia, sino el desprecio, y siempre, en los siglos cristianos, tras el amor al prójimo ha estado en acecho el odio prohibido, y convertido ya en obsesivo, contra el objeto que traía continuamente a la memoria la inutilidad del esfuerzo: la mujer. Esta pago el culto a la virgen con la creencia en las brujas, venganza ejercida sobre el recuerdo de aquella profetisa precristiana que ponía secretamente en cuestión el orden sagrado del dominio patriarcal. La mujer provoca el furor salvaje del hombre semiconvertido, que debe honrarla, lo mismo que el débil en general provoca el odio implacable del fuerte sólo superficialmente civilizado, que debe perdonarlo. Sade hace consciente este odio. «Nunca he creído que de la unión de dos cuerpos pueda surgir la de los corazones: veo en esa unión física muchos motivos de desprecio..., de repugnancia, pero ni uno solo de amor», dice el conde Ghigi, comandante de la policía romana, «...»[71]. Y el ministro Saint-Fond, cuando una muchacha aterrorizada por él, funcionario ejecutivo del rey, estalla en lágrimas, exclama: «Así es como me gustan las mujeres... ¡Que no pueda reducirlas a todas a este estado con una sola palabra!»[72]. El hombre como señor niega a la mujer el honor de individualizarse. La mujer individual es socialmente un ejemplo de la especie, exponente de su sexo, y así, enteramente dominada por la lógica masculina, representa a la naturaleza, sustrato de incesante subsunción en la idea, de interminable sometimiento en la realidad. La mujer como presunto ser natural es producto de la historia que la desnaturaliza. Pero la desesperada voluntad de destruir todo lo que encarna la fascinación de la naturaleza, de aquello que es fisiológica, biológica, nacional y socialmente más débil, demuestra que el intento del cristianismo ha fracasado. «... ¡Que no pueda yo, con una sola palabra, reducirlas a todas a este estado! » Extirpar de raíz la irresistible tentación de recaer en la naturaleza: esa es la crueldad que brota de la civilización fracasada, la barbarie, la otra cara de la cultura. « ¡Todas!» Pues la destrucción no admite excepciones; la voluntad de destruir es totalitaria, y totalitaria es sólo la voluntad de destruir. «He llegado al punto –dice Juliette al Papa– de no tener nada sagrado, al punto de desear, como Tiberio, que el genero humano no tenga más que una cabeza para tener el placer de cortarla de un solo golpe»[73]. Los signos de la impotencia, los movimientos ansiosos y descompuestos: angustia de la criatura, bullicio, provocan el ansia de matar. La declaración de odio hacia la mujer en cuanto criatura espiritual y físicamente más débil, que lleva en su frente la huella del dominio, es la misma que la del antisemitismo. En las mujeres como en los judíos se percibe que no han dominado desde hace miles de años. Viven, aun cuando podrían ser eliminados, y su angustia y debilidad, su mayor afinidad a la naturaleza por la continua presión a la que son sometidos, es su elemento vital. Ello irrita al fuerte, que paga su propia fuerza con la tensa distanciación de la naturaleza y no puede permitirse jamás la angustia, que le produce un ciego furor. El fuerte se identifica con la naturaleza produciendo en sus víctimas, miles de veces, el grito que a él mismo no le está permitido emitir. « ¡Locas criaturas», escribe sobre las mujeres el presidente Blamont en Aline y Valcour, «cómo gozo viéndolas debatirse entre mis manos! Es como el cordero entre las garras del león»[74]. Y en la misma carta: «Es como en la conquista de una ciudad: hay que adueñarse de las alturas...; se toman todas las posiciones dominantes y luego se irrumpe en la plaza, sin temer ya resistencia»[75]. Lo que está abajo atrae hacia sí la agresión: infligir una humillación produce el mayor goce allí donde ya ha golpeado la desdicha. Cuanto menor es el riesgo para el que está arriba, menos impedimentos halla el placer de torturar, que está ahora a su disposición: sólo en la desesperación sin salida de la víctima el dominio se convierte en diversión y triunfa en la anulación de su propio principio, la disciplina. La angustia que no amenaza ya a uno mismo estalla en la risa cordial, expresión del endurecimiento en sí mismo del individuo, que disfruta de la vida plenamente sólo en el colectivo. La risa estrepitosa ha denunciado en todo tiempo la civilización. «De toda lava eructada por ese cráter que es la boca humana, la más devastadora es la alegría», dice Víctor Hugo en el capítulo titulado «Las tempestades humanas, peores que las del océano»[76]. Y Juliette, por su parte, enseña[77]: «Es sobre el infortunio donde hay que hacer recaer todo lo que se pueda el peso de las maldades; las lágrimas arrancadas de la indigencia tienen una actitud que despierta con mucha más fuerza el fluido nervioso...»[78]. El placer puede aliarse, además de con la ternura, con la crueldad, y el amor sexual se convierte en lo que siempre fue para Nietzsche[79]: «en sus medios es la guerra, en su fundamento es el "odio mortal"». «En el macho y en la hembra animales», nos enseña la zoología, «el "amor" o la atracción sexual es en su origen esencialmente "sádico"; le resulta esencial infligir dolor; es cruel como el hambre»[80]. De este modo, la civilización nos reconduce, como a su último resultado, a la terrible naturaleza. El amor mortal, sobre el que Sade hace caer toda la luz de la exposición, y la generosidad pudorosamente desvergonzada de Nietzsche, que quisiera evitar a toda costa la humillación a quien sufre: la ilusión de la crueldad, como la de la grandeza, actúa con los hombres, en la ficción y la fantasía, con la misma dureza que lo hará después el fascismo alemán en la realidad*. Pero mientras el coloso inconsciente de la realidad, el capitalismo sin sujeto, cumple ciegamente la destrucción, el delirio del sujeto rebelde espera de ella su cumplimiento e irradia así al mismo tiempo, con la frialdad glacial hacia los hombres tratados como cosas, el amor invertido, que en un mundo de cosas ocupa el puesto del amor directo. La enfermedad se convierte en síntoma de curación. La locura reconoce en la idealización de las víctimas su propia humillación. Ella se adecua al monstruo del dominio, al que no puede superar en la realidad. Como horror, la imaginación trata de hacer frente al horror. El proverbio romano res severa verum gaudium no es sólo una incitación al trabajo. Expresa también la insoluble contradicción del orden que convierte la felicidad en su parodia, allí donde la admite y sanciona, y la suscita solamente allí donde la proscribe. Sade y Nietzsche han inmortalizado esta contradicción, Pero han contribuido así a aproximarla al concepto.

Frente a la ratio, la entrega a la criatura adorada aparece como idolatría. El que la divinización esté destinada a desaparecer es consecuencia de la prohibición de la mitología, tal como fue decretada por el monoteísmo judío y puesta en práctica por su forma secularizada, la Ilustración, a través de la historia del pensamiento en las sucesivas formas de veneración. En el derrumbamiento de la realidad económica, que siempre estuvo en la base de la superstición, fueron liberadas las fuerzas específicas de la negación. El cristianismo, en cambio, ha predicado el amor: la pura adoración de Jesús. Ha tratado de elevar el ciego impulso sexual mediante la santificación del matrimonio, lo mismo que de acercar a la tierra la ley cristalina mediante la gracia celeste. La reconciliación de la civilización con la naturaleza, que el cristianismo quiso obtener anticipadamente con la doctrina del Dios crucificado, permaneció tan ajena al judaísmo como al rigorismo de la Ilustración. Moisés y Kant no predicaron el sentimiento; su fría ley no conoce ni el amor ni la hoguera. La lucha de Nietzsche contra el monoteísmo alcanza a la doctrina cristiana más profundamente que a la judía. Él niega la ley, ciertamente, pero quiere pertenecer al «yo superior»[81], no al natural, sino al más-que-natural. Él quiere sustituir a Dios por el superhombre, porque el monoteísmo, y en especial su forma adulterada, la cristiana, se deja desenmascarar ya como mitología. Pero lo mismo que al servicio de este yo superior los viejos ideales ascéticos son elogiados por Nietzsche como autosuperación «para la formación de la fuerza de dominio»[82], así el yo superior se revela como el intento desesperado de salvar a Dios, que ha muerto; como renovación de la empresa kantiana de transformar la ley divina en autonomía para salvar la civilización europea, que entregó su espíritu en el escepticismo inglés. El principio kantiano de «que se haga todo por la máxima de una voluntad tal que pueda tenerse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora respecto del objeto»[83], es también el secreto del superhombre. Su voluntad no es menos despótica que la del imperativo categórico. Ambos principios apuntan a la independencia respecto a potencias exteriores, a la incondicional mayoría de edad, considerada como esencia de la Ilustración. Ciertamente, en la medida en que el miedo ante la mentira, que Nietzsche desacreditó en sus momentos más lucidos como «don-quijotería»[84], sustituye la ley por la autolegislación, y todo se torna transparente como una sola y grande superstición puesta al descubierto, la misma Ilustración, más aún, la verdad en cualquiera de sus formas, se convierte en ídolo, y descubrimos «que también nosotros, los que buscamos hoy el conocimiento, nosotros los impíos y los antimetafísicos, tomamos todavía nuestro fuego al incendio encendido por una fe nacida hace miles de años, aquella fe cristiana, que también fue la fe de Platón, y que admitía que Dios es la verdad y la verdad es divina»[85]. También la ciencia, por tanto, cae bajo la crítica de la metafísica. La negación de Dios encierra en sí la contradicción insuperable; ella niega el saber mismo. Sade no ha llevado el concepto de Ilustración hasta este punto de inversión. La reflexión de la ciencia sobre sí misma, la conciencia de la Ilustración, estaba reservada a la filosofía, es decir, a los alemanes. Para Sade, la Ilustración no es tanto un fenómeno espiritual como un fenómeno social. Sade impulsó la disolución de los vínculos que Nietzsche creyó, idealísticamente, poder superar mediante el yo superior: la crítica a la solidaridad con la sociedad, el trabajo y la familia[86], hasta la proclamación de la anarquía. Su obra desenmascara el carácter mitológico de los principios sobre los cuales descansa, según la religión, la sociedad civilizada: el decálogo, la autoridad paterna, la propiedad. Es exactamente la inversión de la teoría social desarrollada por Le Play cien años después[87]. Cada uno de los diez mandamientos experimenta la prueba de su nulidad ante la instancia de la razón formal. Todos son desenmascarados, sin residuos, como ideología. El alegato en favor del homicidio es realizado, a petición de Juliette, por el Papa mismo[88]. A éste le resulta más fácil racionalizar las acciones anticristianas que jamás lo fue justificar los principios cristianos según los cuales esas acciones proceden del diablo, mediante la luz natural. El philosophe mitré que justifica el asesinato debe recurrir a menos sofismas que Maimónides y santo Tomás, que lo condenan. La razón romana está aliada, más aún que el dios prusiano, con los batallones más fuertes. Pero la ley está destronada y el amor, que la debía humanizar, ha quedado desenmascarado como retorno a la idolatría. No sólo el amor sexual romántico ha caído, como metafísica, bajo el veredicto de la ciencia y la industria, sino todo amor en cuanto tal, pues ante la razón ninguno es capaz de resistir: el de la mujer al marido tan poco como el del amante a la amada, el de los padres tan poco como el de los hijos. El duque de Blangis anuncia a los sometidos que las mujeres emparentadas con los señores, hijas y esposas, serían tratadas tan severamente, incluso más severamente que las otras. «Y esto precisamente para haceros ver cuán despreciables son para nosotros los lazos con que tal vez nos creéis atados»[89]. El amor de la mujer es revocado, al igual que  el del hombre. Las reglas del libertinaje que Saint-Fond comunica a Juliette deben valer para todas las mujeres[90]. Dolmancé ofrece el desencantamiento materialista del amor paterno y materno. «Estos últimos lazos fueron fruto del pavor que sintieron los padres a ser abandonados en su vejez, y los cuidados interesados que tienen para con nosotros en nuestra infancia son sólo para merecer luego las mismas atenciones en su postrera edad»[91]. El argumento de Sade es tan viejo como la burguesía. Ya Demócrito denunció el amor de los padres como amor movido por intereses económicos[92]. Pero Sade desmitifica también la exogamia, fundamento de la civilización. El incesto no tiene, en su opinión, ningún motivo racional en contra de sí[93], y el argumento higiénico que se le oponía ha sido finalmente revocado por la ciencia más avanzada. Ésta ha ratificado el frío juicio de Sade: «No se halla en modo alguno probado que los hijos incestuosos tiendan más que los otros a nacer cretinos, sordomudos, raquíticos, etc.»[94]. La familia, mantenida unida no por el amor sexual romántico sino por el amor materno, que constituye la base de toda ternura y sentimiento social[95], entra en conflicto con la sociedad misma. «No soñéis con hacer buenos republicanos mientras aisléis en sus familias a los niños, que no deben pertenecer más a la república... Si hay el menor inconveniente en dejar a los niños mamar así en sus familias intereses a menudo muy diferentes de los de la patria, no hay más que ventajas en separarlos de ellas»[96]. Los «lazos del himeneo» han de destruirse por razones sociales; el conocimiento del padre está «prohibido absolutamente» a los hijos, que son «solamente... hijos de la patria»[97], y la anarquía, el individualismo proclamado por Sade en lucha contra las leyes[98], desemboca en el dominio absoluto del universal, de la república. Lo mismo que el Dios destronado retorna convertido en un ídolo más despiadado, así el viejo Estado burgués «guardián nocturno» en la violencia del colectivo fascista. Sade ha pensado hasta el fin el socialismo de Estado, en cuyos primeros pasos fracasaron Robespierre y Saint-Just. Si la burguesía envió a éstos, sus políticos más fieles, a la guillotina, a su escritor más sincero lo ha relegado al infierno de la Biblioteca Nacional. Pues la Chronique scandaleuse de Justine y Juliette, que, como producida en serie, en el estilo del siglo xviii, prefigura la novela por entregas del siglo diecinueve y la literatura de masas del veinte, es el poema épico de Homero, una vez que éste se ha despojado del último ropaje mitológico: la historia del pensamiento en cuanto órgano de dominio. En la medida en que ahora dicho pensamiento siente horror de sí mismo ante su propia imagen, abre la mirada hacia lo que está más allí de él. No es el armónico ideal social, que también para Sade destella en el futuro («guardad vuestras fronteras y quedaos en casa»[99]); ni siquiera la utopía socialista, que esta desarrollada en la historia de Zamé[100], sino el hecho de que Sade no haya dejado a los adversarios la tarea de hacer que la Ilustración se horrorice de sí misma, lo que hace de su obra una palanca para su rescate.

Los escritores oscuros de la burguesía no han intentado, como sus apologetas, paliar las consecuencias de la Ilustración mediante doctrinas armonizantes. No han pretendido que la razón formalística tuviera una relación más estrecha con la moral que con la inmoralidad. Mientras que los escritores luminosos cubrían, negándolo, el vínculo indisoluble entre razón y delito, entre sociedad burguesa y dominio, aquellos expresaban sin miramientos la verdad desconcertante: «El cielo pone estas riquezas en manos manchadas de uxoricidio, de infanticidio, de sodomía, de asesinatos, de prostituciones, de infamias; ¡para recompensarme de estos horrores, los pone a mi disposición!», dice Clairwil en el resumen de la biografía de su hermano[101]. Ella exagera. La justicia del mal dominio no es tan consecuente como para premiar sólo las atrocidades. Pero sólo la exageración es verdadera. La esencia de la prehistoria* es la manifestación del supremo horror en el individuo particular. Detrás de la observación estadística de los asesinados en el pogrom, que incluye también a los fusilados por piedad, desaparece la esencia, que sólo aparece a la luz en la exposición exacta de la excepción, de la tortura más feroz. La existencia feliz en el mundo del horror es refutada como infame por el hecho de su mera existencia. Ésta se convierte con ello en la esencia y aquélla se vuelve insignificante. Al asesinato de los propios hijos y de las mujeres, a la prostitución y la sodomía, se ha llegado seguramente con menos frecuencia, en la época burguesa, entre los de arriba que entre los súbditos, que asumieron las costumbres de los señores de las épocas precedentes. Pero éstos, en cambio, cuando estaba en juego el poder, han acumulado montanas de cadáveres incluso en los siglos más recientes. Frente a la mentalidad y a las acciones de los señores en el fascismo, en el que el dominio se ha encontrado a sí mismo, la descripción entusiasta de la vida de Brisa-Testa, en la que aquéllos ciertamente pueden reconocerse, se reduce a inocuidad familiar. Los vicios privados son en Sade, como ya en Mandeville, la historiografía anticipada de las virtudes públicas de la era totalitaria. El no haber ocultado, sino proclamado a los cuatro vientos, la imposibilidad de ofrecer desde la razón un argumento de principio contra el asesinato, ha encendido el odio con el que justamente los progresistas persiguen aún hoy a Sade y a Nietzsche. A diferencia del positivismo lógico, ambos tomaron la palabra a la ciencia. El que ellos insistan más decididamente que aquél en la ratio tiene el secreto sentido de liberar de su capullo a la utopía, que está encerrada, como en el concepto kantiano de razón, en toda gran filosofía: la utopía de una humanidad que, ya no deformada ella misma, no necesite más de la deformación. Proclamando la identidad de razón y dominio, las doctrinas despiadadas son más misericordiosas que las de los lacayos de la burguesía. « ¿Dónde están tus grandes peligros?», se preguntó Nietzsche una vez[102]: «En la piedad». Con su negación ha salvado Nietzsche la confianza inquebrantable en el hombre, que es traicionada día a día por toda promesa consoladora.




[1] I. Kant, «Beantwortung der Frage: Was ist Aufklarung?», en Werke, Akademieausgabe, vol. VIII, 35 (trad. cast. de A. Maestre, «Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?», en Varios, ¿Que es la Ilustración?, Tecnos, Madrid, 1989, 17).
[2] Kritik der reinen Vernunft, en Werke, cit., vol. III (2ª ed.), 427 (B 672; trad. cast. de P. Ribas, Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid, 1988, 531).
[3] Íbid.
[4] Íbid., 435 s. (B 686 s.; trad. cast., Íbid., 540 s.).
[5] Íbid., 428 (B 674; trad. cast, Íbid., 532 s.).
[6] Íbid., 429 (B 674; trad. cast., Íbid.).
[7] Íbid., vol. N (V ed.), 93 (A 126; trad. cast., Íbid., 147).
[8] Kritik der Urteilskraft, en Werke, cit., vol. V, 185 (trad. cast. de M. García Morente, Crítica del Juicio, Espasa-Calpe, Madrid, 1977, 84).
[9] Íbid.
[10] Metaphysische Anfänge der Tugendlehre, en Werke, cit., vol. VI, 449 (trad. cast. de J. Conill y A. Cortina, Metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid, 1989, 317 s.).
[11] B. Spinoza, Ethica, Pars III. Praefatio (trad. cast., Ética, cit., 172).
* «el fascismo, que»/1944: «el monopolio, que».
* «capacidad productiva»/1944: «efficiency».
[12] Kritik der reinen Vernunft, cit., 109 (B 131 s.; trad. cast., Crítica de la razón pura, cit., 153).
* «revela... fascismo»/1944: «el monopolio, en la forma racionalista del fascismo, crece más allá de sí mismo».
[13] Sade, Histoire de Juliette, Hollande, 1797, vol. V, 319 s. (trad. cast. de P. Calvo, Juliette 3, Espiral/Fundamentos, Madrid, 1986, 202 s.).
[14] Íbid., 322 s. (trad. cast., Íbid., 204 s.).
[15] Íbid., 324 (trad. cast., Íbid., 205 s.).
* «sistema económico»/1944: «capitalismo».
** (Los autores aluden a la conocida formulación de Marx en Das Kapital, vol. I, MEW, vol. 23, Berlín, 1968, 92; trad. cast. de P. Scaron, El Capital, libro 1, vol. 1, Siglo XXI, Madrid, 1984, 96).
* «a la razón industrial»/1944: «al monopolio y su razón».
** «sistema económico»/«capitalismo».
[16] Kritik der praktischen Vernunft, en Werke, cit., vol. V., 31, 47, SS, etc. (trad. cast., Crítica de la razón práctica, Losada, Buenos Aires, 21961, 37, 53, 61 s., etc.,).
[17] Nouveaux Essais sur l’Entendement Humain, Erdmann, Berlin, 1840, libro 1, cap. II, & 9, 215 (trad. cast., Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, Alianza, Madrid, 1992, 93).
[18] Cf. la introducción de H. Mann a la edición de la editorial Insel.
[19] Metaphysische Anfänge der Tugendlehre, cit., vol. VI, 408 (trad. cast., Metafísica, cit., 266).
[20] Juliette, cit., vol. IV, 58 (trad. cast., Juliette 2, cit., 2S7).
[21] Íbid., 60 s. (trad. cast., Íbid., 258).
[22] Spinoza, Ethica, IV Parte, Prop. LIV, 368 (trad. cast., Ética, cit., 306).
[23] Íbid., Schol. (trad. cast., Íbid., 307).
[24] Metaphysische Anfänge der Tugendlehre, cit., 408 (trad. cast., Metafísica, cit., 266).
[25] Íbid., 409 (trad. cast., Íbid., 267).
[26] Juliette, cit., vol. I1, 114 (trad. cast., Juliette 1, Espiral/Fundamentos, Madrid, 1981, 306).
* «burgués»/1944: «burgués en la democracia».
[27] Íbid., vol.III, 282 (trad. cast., Juliette 2, 177 nota 15).
[28] Fr. Nietzsche, Umwertung aller Werte, en Werke, Kröner, vol. VIII, 213 (trad. cast., «Inversión de todos los valores», Prólogo a El Anticristo, en Obras completas, trad. E. Ovejero y Maury, vol. IV, Aguilar, Buenos Aires, 61967, 459).
[29] Juliette, cit., vol. IV, 204 (trad. cast., Juliette 2, cit., 345).
[30] E. Duhren ha llamado la atención en sus Neue Forschungen (Berlin, 1904, 453 s.) sobre esta afinidad.
[31] Fr. Nietzsche, Umwertung, cit., 218 (trad. cast., El Anticristo, cit., 460).
[32] Juliette, cit., vol. I, 315 s. (trad. cast., Juliette 1, cit., 199 s.).
[33] Genealogie der Moral, en Werke, cit., vol. VII, 321 s. (trad. cast. de A. Sánchez Pascual, La genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 1992, 47 s.).
[34] Juliette, cit., vol 1, 300 (trad. cast., Juliette 1, cit., 190).
[35] Histoire de Justine, Hollande, 1797, vol. IV, 4 (citado también por E. Dühren, o. c. 452).
[36] Genealogie der Moral, cit., 326 s. (trad. cast., La genealogía, cit., 51).
[37] Justine, cit., vol. IV, 7.
[38] Nachlass, en Werke, cit., vol. XI, 214.
[39] Genealogie der Moral, cit., 433 (trad. cast., La genealogía, cit., 142).
[40] Juliette, cit., vol.1, 208 s. (trad. cast., Juliette 1, cit., 134 s.).
[41] Íbid., 211 (erad. cast., Íbid., 136).
[42] Jenseits von Gut and Böse, en Werke, cit., vol III, 100 (trad. cast. de A. Sánchez Pascual, Más allá del bien y del mal, Alianza, Madrid, 121992, 99).
[43] Nachlass, cit., vol. XII, 108.
* (Cf. nota * * * * en 91).
[44] Juliette, cit., vol. I, 313 (trad. cast., Juliette 1, cit., 198).
[45] Ethica, IV Parte, Appendix, cap. XVl (trad. cast., Ética, cit., 332).
[46] Íbid., Prop. L, Schol. (trad. cast., Íbid., 304).
[47] Íbid., Prop. L (trad. cast., Íbid., 303).
[48] Juliette, cit., vol. II, 125 (trad. cast:, Juliette 1, cit., 312).
[49] Íbid. (trad. cast., Íbid).
[50] Nietzsche contra Wagner, en Werke, cit., vol. VIII, 204 (trad. cast., Nietzsche contra Wagner, en Obras, cit., vol. IV, 617).
[51] Juliette, cit., vol.1, 313 (trad. cast., Juliette I, cit., 198 nota 20).
[52] Íbid., vol. II, 126 (trad. cast., Íbid, 313).
[53] Beobachtungen fiber das Ge fuhl des Schdnen and Erhabenen, en Werke, cit., vol. II, 215 s. (trad. cast., Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime, Alianza, Madrid, 1990, 45).
[54] Íbid.
[55] Nachlass, cit., vol. XI, 227 s.
[56] Also sprach Zarathustra, en Werke, cit., vol. VI, p. 248 (trad. cast. de A. Sánchez Pascual, Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 121984, 240).
* «senores fascistas»/1944: «senores».
[57] Genealogie der Moral, cit., vol. VII, 421 (trad. cast., La genealogía, cit., 132).
** (Mató en 1940 a un hombre, que la había sacado a ella y a una amiga de paseo, después de haberle tenido apuntado durante horas con una pistola y de haberle humillado; cf. Los Angeles Examiner del 29 de noviembre de 1942).
[58] Juliette, cit., vol. III, 78 s. (trad. cast. Juliette 2, 53 s).
[59] Íbid., vol. IV, 26 s. (trad. cast., Íbid., 297).
[60] «Théorie de la Fête»: Nouvelle Revue Française (1940) 49.
[61] Cf. R. Caillois, Íbid.
[62] Íbid., 58 s.
* (Nombre registrado de la anfetamina. Fuerte excitante suministrado por los comandantes nazis a sus tropas. N. del T.).
[63] Nachlass, cit., vol. XII, 364.
* «bagatelizó... gran industria»/1944: «se hipostasió como lograda reconciliación. Bajo el monopolio».
** «sistema... industria moderna»/1944: «monopolio».
*** (Chusma blanca: expresión despectiva para designar a trabajadores de piel blanca).
[64] Juliette, cit., vol. II, 81 s. (trad. cast., Juliette 1, cit., 286 s.).
[65] Juliette, cit., vol. III, 172 s. (trad. cast., Juliette 2, cit., 110).
[66] Íbid., 176 s. (trad. cast., Íbid., 112).
[67] Édition privée par Helpey, 267 (trad. cast., La filosofía en el tocador, Akal, Madrid, 1980, 238).
[68] Juliette, Íbid. (trad. cast., Juliette 2, cit., 113).
[69] Íbid. (trad. cast., Íbid., 114).
[70] Íbid., 188-189 (trad. cast., Íbid., 120 nota 13).
[71] Juliette, cit., vol. IV, 261 (trad. cast., Íbid., 380).
[72] Íbid., vol. II, 273 (trad. cast., Juliette 1, cit., 405).
[73] Juliette, cit., vol. IV, 379 (trad. cast., Juliette 2, 444 s.).
[74] Aline et Valcour, Bruxelles, 1883, vol. I., 58 (trad. cast. de F. Montes, Historia de Aline y Valcour, Espiral/Fundamentos, Madrid, 1981).
[75] Íbid., 57.
[76] Victor Hugo, L’Homme qui rit, vol. VIII, cap. 7.
[77] Juliette, cit., vol. IV, 199 (trad. cast., Juliette 2, 342).
[78] Cf. Les 120 Journées de Sodome, Paris, 1935, vol.11, 308 (trad. cast., Las 120 Jornadas de Sodoma, Espiral/Fundamentos, Madrid, 1980, 297 s.).
[79] Der Fall Wagner, en Werke, cit., vol. VIII, 10 (trad. cast., El caso Wagner, en Obras, cit., vol. IV, 617).
[80] R. Briffault, The Mothers, New York, 1927, vol.1, 119.
* «después... en la realidad/1944: «la sociedad de clases en la realidad».
[81] Nachlass, en Werke, cit., vol. XI, 216.
[82] Íbid., vol. XIV, 273.
[83] Grundlegung der Metaphysik der Sitten, en Werke, cit., vol. IV, 432 (trad. cast. de M. García Morente, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, Espasa-Calpe, Madrid, 81983, 89).
[84] Die Frobliche Wissenschaft, en Werke, cit., vol. V, 275 (trad. cast., El gay saber, en Obras, cit., vol. III, 163); cf. Genealogie der Moral, en Íbid., vol. V11, 267-71.
[85] Íbid. (trad. cast., Íbid.).
[86] Cf. Fr. Nietzsche, Nacblass, cit., vol. XI, 216.
[87] Cf Le Play, Les Ouvriers Européens, Paris, 1879, vol. 1, particularmente 133 s.
[88] Juliette, cit., vol. IV, 303 s. (trad. cast., Juliette 2, 405 s.).
[89] Les 120 Journées de Sodome, cit., vol I, 72 (trad. cast., Las 120 Jornadas, cit., 71).
[90] Cf. Juliette, cit., vol. II, 234 nota (trad. cast., Juliette 1, 380 nota 11).
[91] La Philosophie dans le Boudoir, cit., 185 (trad. cast., La filosofía, cit., 151).
[92] Cf. Demócrito, Fragmento 278, ed. Diels, Berlin, 1912, vol. 11, 117 s.
[93] La Philosophie dans le Boudoir, cit., 242 (trad. cast., La filosofía, cit., 210 s.).
[94] S. Reinach, «La prohibition de l´inceste et le sentiment de la pudeur», en Cultes, mythes et religions, Paris, 1905, vol. 1, 157
[95] La Philosophie dans le Boudoir, cit., 238 (trad. cast., La filosofía, cit., 206).
[96] Íbid., 238-249 (trad. cast., Íbid., 206 s.).
[97] Íbid. (trad. cast., Íbid., 207).
[98] Juliette, cit., vol IV, 240-244 (trad. cast., Juliette 2, 363-368).
[99] La Philosophie dans le Boudoir, cit., 263 (trad. cast., La filosofía, cit., 234).
[100] Aline et Valcour, cit., vol. II, 181 s.
[101] Juliette, cit., vol. V., 232 (trad. cast., Juliette 3, 149 s.).
* (Cf. nota ******* en 91).
[102] Die froblicbe Wissenschaft, cit., vol. V, 205 (trad. cast., El gay saber, cit., 131).