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Departamento de Filosofía - Instituto Nacional

                                                      Declaración de París por la Filosofía

Nosotros, participantes en las jornadas internacionales de estudio ’Filosofía y democracia en el mundo’, organizadas por la UNESCO, que han tenido lugar en París el 15 y 16 de febrero de 1995.

Constatamos que los problemas de los cuales trata la filosofía son los de la vida y la existencia de los hombres considerados universalmente.

Estimamos que la reflexión filosófica puede y debe contribuir a la comprensión y al gobierno de los asuntos humanos.

Consideramos que la actividad filosófica, que no sustrae ninguna idea a la libre discusión, que se esfuerza  en precisar las definiciones exactas de las nociones utilizadas, de verificar la validez de los razonamientos, de examinar con atención los argumentos de otros, permite a cada uno aprender a pensar por sí mismo.

Subrayamos que la enseñanza filosófica favorece la apertura de espíritu, la responsabilidad cívica, la comprensión y la tolerancia entre los individuos y los grupos.

Reafirmamos que la educación filosófica, formando espíritus libres y reflexivos, capaces de resistir a las diversas formas de propaganda, de fanatismo, de exclusión y de intolerancia, contribuye a la paz y prepara a cada uno para asumir sus responsabilidades frente a las grandes interrogantes contemporáneos, sobre todo en el dominio de la ética.

Juzgamos que el desarrollo de la reflexión filosófica, dentro de la enseñanza y en la vida cultural, contribuye de manera importante a la formación de los ciudadanos, ejercitando su capacidad de juicio, elementos fundamentales de toda democracia.

Es por eso que, comprometiéndonos a hacer todo lo que está en nuestro poder, en nuestras instituciones y en nuestros países respectivos para realizar esos objetivos, DECLARAMOS que: 

Una actividad filosófica libre debe ser garantizada en todas partes, bajo todas las formas y dentro de todos los lugares donde ella puede ejercerse, a todos los individuos;

La enseñanza filosófica debe ser preservada o extendida donde existe, creada donde no existe aún, y nombrada explícitamente ‘filosofía’.

La enseñanza filosófica debe ser asegurada por profesores competentes, especialmente formados a este efecto, y no puede ser subordinada a ningún imperativo económico, técnico, religioso, político e ideológico. Permaneciendo completamente autónoma, la enseñanza filosófica debe estar en todas partes donde sea posible, efectivamente asociada y no solo yuxtapuesta, a las formaciones universitarias o profesionales en todos los dominios.

La difusión de libros accesibles a un público amplio, tanto por su lenguaje como por su precio, la creación de emisiones de radio o televisión, de casetes de audio o de video, la utilización pedagógica de todos los medios audiovisuales e informáticos, la creación de múltiples lugares de debate libre, y todas las iniciativas susceptibles de permitir el acceso del mayor número de personas a una primera comprensión de cuestiones y de métodos filosóficos, deben ser alentadas para constituir una educación filosófica de los adultos. 

El conocimiento de las reflexiones filosóficas de las diferentes culturas, la comparación de sus aportes respectivos, el análisis de lo que las aproxima y de lo que las opone, debe ser perseguido y sostenido por las instituciones de investigación y de enseñanza.

La actividad filosófica como práctica libre de la reflexión, no puede considerar a ninguna verdad como definitivamente adquirida, incita a respetar las convicciones de cada uno, pero no debe en ningún caso, bajo pena de negarse a sí misma, aceptar las doctrinas que niegan la libertad del otro, ultrajan la dignidad humana y engendran la barbarie.

Firmada por filósofos procedentes de todo el mundo.   

Sobre esta Declaración, los asistentes a este Congreso acordaron fijar el 21 de noviembre como el DIA INTERNACIONAL DE LA FILOSOFÍA. La iniciativa de destinar un día a la celebración de la filosofía lleva un doble propósito:

- Explicar, a un amplio público, el significado que tienen las disciplinas filosóficas ( en especial de la ética, la estética, la lógica, la filosofía política o la filosofía de la cultura, etc.) para la comprensión de los grandes problemas de la humanidad; 
- Destacar el hecho de que la filosofía es portadora de valores como los de la racionalidad, la argumentación y el diálogo, tan necesarios en un mundo que padece inmensas desigualdades, extrema violencia y cambios profundos en todos los órdenes.

Ver enlace: http://unesdoc.unesco.org/images/0013/001386/138673s.pdf 

El Departamento de Filosofía del Instituto Nacional que suscribe esta desclaración, está integrado por los siguientes profesores:

Natalia González M.
Jorge Henríquez M. - Jefe de Dartamento
Carlos Garcés Q.    - Coodinador Docente
Claudio Segovia M.

 

 

Recursos y Materiales

Recursos y Materiales

 Diccionario de Filosofía

                                                           http://www.ferratermora.com/ency_filosofo.html

Diario de Clases

                                                          http://dolphin.blogia.com/temas/expresion-escrita.php

¿Qué es lo posmoderno?

¿Qué es lo posmoderno?

Jean-François Lyotard

Reglas y Paradojas

«Posmoderno» probablemente no es un buen término, pues implica la idea de «periodización» histórica y «periodizar» es una idea todavía «clásica» o «moderna». «Posmoderno» indica simplemente un estado de ánimo o mejor, de pensamiento. Podría decirse que se trata de un cambio en relación con -el problema del sentido. Simplificando mucho, lo moderno es la consciencia de la falta de valor de muchas actividades. Lo que tiene de nuevo es el no saber responder al problema del sentido. El romanticismo, en lo que tiene de ausencia de sentido y de consciencia de dicha ausencia, es moderno; también el dandismo, o lo que Nietzsche llama «nihilismo activo», que no es sólo la consciencia de la pérdida de sentido, sino además la activación de esta pérdida. La modernidad ha pretendido dar una respuesta filosófica y política al romanticismo y al dandismo. Ha intentado producir lo que podríamos llamar «gran relato», ya sea el de la emancipación, a partir de la Revolución francesa, o el discurso del pensamiento alemán sobre la realización de la razón. También el relato de la riqueza, el de la economía política del capitalismo. De algún modo todos estos discursos han sido intensificados y reorganizados por el marxismo, que ha ocupado la escena filosófica y política de Europa y del mundo durante todo un siglo. Mi hipótesis es que, para una gran parte de las sociedades contemporáneas, estos discursos ya no son creíbles ni bastan para asegurar como pretendían un compromiso político, social y cultural. No confiamos ya en ellos. Hemos de afrontar el problema del sentido sin la posibilidad de resolverlo por la esperanza en la emancipación de la humanidad, como la escuela de las Luces o el Idealismo alemán, ni por la práctica del proletariado pare conseguir una sociedad transparente. Incluso el capitalismo, el discurso liberal o neoliberal, me parece difícilmente creíble ahora mismo. Por supuesto que el capitalismo no está acabado, pero ya no sabe cómo legitimarse. Ya no hay quien se crea aquella justificación de que « Todos se enriquecerán».

Lo que el capitalismo hace hoy es explotar una fuerza que hasta ahora había desperdiciado, la del lenguaje, gracias al desarrollo de los media y de las técnicas de información, y con la perspectiva de la informatización de la sociedad en su conjunto, es decir, de todos los cambios de frases de importancia para la sociedad. Y está claro que gracias a esta perspectiva el capitalismo saldrá de la crisis. Sin ser experto en los media, creo que la frases traducibles al lenguaje de la informática serán tomadas en consideración. Cuando intentamos hablar de otro modo a través de los media se nos reprocha nuestra oscuridad y complejidad (el director de un importante diario francés respondió a un editor de vanguardia que se quejaba de no tener crítica de sus libros en ese diario: «Envíeme libros comunicables»). Nos encontramos ya en una situación en la que la frase debe satisfacer las exigencies de la lógica informática. Dicha lógica es relativamente sencilla: Se trata de transcribir una frase, incluso compleja, bajo una forma que nos permita enumerar sus unidades de información, es decir, según la lógica binaria del álgebra de Boole: sí/no, de manera que el lenguaje se convierte en mercancía. Condición: que su sentido sea contabilizable. Para que las frases circulen en el mercado del lenguaje (como es ante todo el de los media) tienen que ser competitivas. Las frases de las que no podamos decir «aquí está la información transmitida» no serán contabilizadas ni por tanto transmitidas. Una frase científica, artística o filosófica no es susceptible de este tipo de transmisión informática simple. Se ha intentado mucho transcribir datos, filosóficos sobre todo, al lenguaje-máquina, pero no se ha logrado. Lo que significa que tales lenguajes, desde el punto de vista de la performatividad, son considerados inconsistentes.

El verdadero problema consiste entonces en establecer si el lenguaje es efectivamente un medio, y un medio para comunicar. La hipótesis subyacente al trabajo del artista, del filósofo o del sabio es que no lo es: su hipótesis común es que el lenguaje es autónomo y que el servicio que ellos le prestan consiste en descodificarle sus secretos. Por ejemplo, Freud en su Traumdeutung sugiere que hay una especie de lenguaje del inconsciente e intenta definir los operadores de ese lenguaje: el desplazamiento y la condensación. Operadores cuyo resultado son frases ininteligibles, no comunicables en un lenguaje claro. Otros lingüístas por el contrario, en parte Lacan, consideran que el inconsciente habla según un lenguaje cuyos operadores son los mismos que los del lenguaje. Creo que es un error y que el lenguaje del inconsciente existe en la medida en que utiliza operadores que no son los del lenguaje ordinario, sobre los que Freud había empezado a trabajar. Estamos ante una viejísima discusión del pensamiento occidental. Con Aristóteles y los sofistas el problerna consistía en determinar si el lenguaje es capaz de producir paradojas, por medio de determinados operadores que llamaron paralogismos. El problema no ha cambiado pues la actividad de las ciencias y de las artes sigue consistiendo en producir paradojas. La ciencia utiliza lenguajes escritos, en cambio en el arte las frases son cromáticas, de formas, sonidos, volúmenes, que podemos seguir considerando como frases en cuanto articulaciones de elementos diferenciados. De ahí que la actividad del artista o del sabio consista precisamente en en-contrar operadores capaces de producir frases inéditas, y por definición -y al menos en un primer momento- no comunicables. Serán comunicables cuando los operadores que permiten producirlas sean conocidos por el destinatario y éste pueda así volver a transcribirlas. En Duchamp, por ejemplo, está claro que no es otro el problema: tomar elementos plásticos, pero a veces también lingüísticos; transformarlos por medio de operadores muy precisos y dar el resultado de la operación, sin revelar la naturaleza del operador. El receptor queda sorprendido, descontento: Ríe o protesta porque el mensaje es incomprensible. La tarea de los físicos de finales del último siglo no era diferente: se suponía que la masa era una cosa y la velocidad otra, hasta que se vio que la masa está en función de la velocidad.

Los operadores son las reglas a las que obedece la obra científica y artística. Nacen así obras necesariamente desconocidas, cuya función consiste exclusivamente en experimentar las reglas. Las reglas se convierten así en el principal problema. Que es el mismo problema de los políticos, y todos lo somos, sin saber exactamente lo que eso significa. Todos pensamos que el intercambio de frases en la vida cotidiana tiene que ajustarse a unas reglas, que las frases cuentan con operadores, que estos operadores están establecidos, y que en su ausencia, y en la de las reglas de comunicación, aparece la anarquía. La tradición democrática consiste en sostener que los destinatarios de las frases pueden ponerse de acuerdo sobre un determinado número de ellas, a intercambiar por la sociedad. Veamos por ejemplo la frase: «Por una determinada cantidad de trabajo, es justo que.haya otra cierta cantidad de salario». Este modelo, que es sin más el del contrato social en su forma actual, ya no es creíble por una razón que revela una dificultad importante, no coyuntural: el lenguaje comporta juegos de frases que obedecen a reglas diferentes unas de otras. Si digo, por ejemplo, «La pared es blanca», una frase descriptiva, quien me escuche responderá sí o no. La frase sitúa así al destinatario en una posición en la que tiene que mostrar su acuerdo o desacuerdo. Pero si digo «no trabajes cincuenta horas a la semana», se trata de una frase que no obedece a ninguna regla de verdad. El receptor no tiene que responder sí o no como si se tratase de una descripción. Su problema no es el de distinguir entre verdadero o falso sino el de obedecer o no. Si obedece es que juzga mi orden justa (en lugar de verdadera) y me cree con derecho a darle esa orden. La justicia y la autoridad no entran en juego cuando se trata de la verdad. Otro ejemplo, más dramático. En Francia mi generación ha vivido el problema de la guerra de Argelia. Un sencillo análisis de la situación bastaba para comprender que el desarrollo de la lucha argelina y la independencia conducirían al establecimiento de un régimen burocrático-militar no precisamente democrático. Era una descripción, podía dar lugar a acuerdo o a desacuerdo. La conclusión que podía extraerse era la de no facilitar en absoluto la independencia de Argelia. Pero eso hubiese sido un error, una ilusión: no es posible deducir una prescripción (incluso negativa) de una descripción. De hecho, también se podía decir y se ha dicho: «Es cierto que este movimiento producirá un aparato burocrático-militar, pero lo justo es apoyarlo, si no al aparato militar, al menos al movimiento.» En otras palabras, se trataba de la experiencia concreta de la política, que es lo que nosotros hacemos cada día. Hay dos grupos de frases, unas que obedecen a las reglas de verdad y falsedad y otras cuyas reglas son las de lo justo e injusto. Y ambos grupos son independientes, no es posible traducir de uno a otro. La tradición occidental afirma que lo que es justo deriva de lo que es verdadero, pero ahora sabemos que no es así. Incluso en el lenguaje ordinario hay grupos de frases que obedecen a operadores y a reglas intraducibles entre sí. Una frase que prescribe algo no es directamente traducible a otra frase que describa algo. Hay por consiguiente una cierta opacidad en el interior del lenguaje. El lenguaje no comunica consigo mismo. Es capaz de frases que no son traducibles por otras. Precisamente eso es lo que dificulta el contrato ya que presuponemos que es posible llegar a una total transparencia en todo cuanto decimos. Así pues, ante el intento de reducir el lenguaje a la unidad comercial de información, que debería poder traducir todas las frases, creo que -en ausencia de tablas de legitimación- sólo queda una posibilidad: luchar en favor de esta labor de incomunicabilidad, de articulación de la posibilidad de nuevas frases. Es la lucha del artista. Del arte importan las obras en las que las reglas que las constituyen como tales obras artísticas son cuestionadas dentro de la propia obra. Para eso no se necesita ninguna teoría, más bien la de no tener ninguna. En Francia y Estados Unidos -en Italia no sé- se ha desarrollado recientemente un movimiento reaccionario partidario del regreso a formas fácilmente reconocibles, fácilmente comunicables, que responden a las exigencias del mercado, del mercado financiero y también el de los media, o sea a las exigencias del mercado de la comunicación. Esto se debe a que el artista encuentra hoy dificultades en protegerse tras teorías (marxistas semióticas de origen freudiano) que en los años sesenta y setenta tenían la misión de justificar las paradojas de las obras. Estas teorías que proceden de las ciencias humanas pierden credibilidad. Creo que es justo. Supone que los artistas ya no quieren ni pueden estar protegidos por ningún argumento teórico; la relación entre crítico y artista se ha invertido. Ante la obra sin argumento el crítico no entiende y dice: «Prefiero algo comunicable». Abundan hoy los artistas que ceden a tan terrible exigencia, antes de verse incluidos entre los desprotegidos de argumento teórico. En mi opinión se trataba simplemente de un argumento ideológico, una imitación de las ciencias humanas, un tipo de discurso relacionado esencialmente con el sistema social, y que le resulta indispensable. La regla del discurso del filósofo ha sido siempre la de encontrar la regla de su propio discurso. Habla para encontrar la regla de lo que quiere decir y de ella habla antes de conocerla. Algo comparable a las vanguardias artísticas y, en parte, a la ciencia. A partir de un momento (pienso en Cezanne, hoy más) los artistas buscan las reglas por las que su obra debe ser considerada, por ejemplo, pictórica. Cuanto más avanzamos, mejor comprendemos que en la tradición de lo que denominamos «pintura» hay una cantidad extraordinaria de sujeciones. En su obra y gracias a ella el artista es. aquel que descubre: un aspecto de estas reglas que no había sido cuestionado: En ese sentido, trabaja, y ha trabajado desde entonces, como un filósofo. . . 

Apéndice Suelto

Por todas partes se dice que el gran problema de la sociedad actual es el del Estado. Es un error y grave. El problema que supera a todos los demás, incluido el del Estado contemporáneo, es el del capital.

El capitalismo es uno de los nombres de la modernidad. Ha sido la suma al infinito de una instancia -diseñada por Descartes (y puede que por Agustín, el primer moderno), la voluntad. El romanticismo literario ha creído luchar contra esta interpretación realista, burguesa, tendera, del querer como enriquecimiento infinito. Pero el capitalismo ha sabido subordinarse al deseo ilimitado de saber que anima a las ciencias y someter su propia realización a los criterios tecnicistas, al fin y al cabo los suyos: la regla de perfomatividad que exige la optimización sin fin de la relación gasto/ganancia (input/output). Y el romanticismo ha sido relegado, siempre vivo, a la cultura de la nostalgia (Baudelaire: «Le monde va finir», y los comentarios de Benjamin) mientras el capitalismo se convertía, se ha convertido ya, en una figura que no es «económica» ni «sociológica» sino metafísica. En ella se considera al infinito como lo que aún no está determinado, aquello de lo que la voluntad debe indefinidamente adueñarse. Sus nombres son cosmos, energía, investigación y desarrollo. Hay que conquistarlo, convertïlo en el medio para  conseguir un fin. Esta meta es la gloria de la voluntad. Gloria infinita.

Visto así, el romanticismo real es el capital. Lo que llama la atención al venir de Estados Unidos a Europa es el desfallecimiento de la voluntad, así entendida. Los países «socialistas» sufren la misma anemia. El querer como fuerza infinita y como infinito de la «realización» no puede dejarse frenar por un Estado que lo emplea en mantenerse a sí mismo como si fuese un fin. El progreso de la voluntad sólo necesita de un mínimo de institución Es el Estado quien ama el orden, no es el capitalismo. El capitalismo no tiene por meta logros técnicos, sociales o políticos a realizar dentro de unas reglas, su estética no es la de lo bello sino lo sublime, su poética el genio; para él la creación en lugar de someterse a reglas, las inventa. Lo que Benjamin llama «pérdida de aura», estética de «choc», destrucción del gusto y de la experiencia, es el efecto de este querer, poco cuidadoso con las reglas. Las tradiciones, los objetos y lugares cargados de pasado individual y colectivo, las legitimidades recibidas, las imágenes del mundo y del hombre venidas del clasicismo, incluso las conservadas, son los medios para llegar a su meta, que es la gloria de la voluntad.

Marx lo ha visto claramente en su Manifiesto, al mostrar el punto en el que el capitalismo se resquebraja. Lo imagina como un sistema termodinámico. Y señala cómo, primero, no controla sus recursos calientes, la fuerza del trabajo; segundo, no controla la relación entre estos recursos y los fríos (la alimentación en valor de la producción); y tercero, termina agotando sus recursos calientes. Pero el capitalismo es más bien una figura. Como sistema, la fuente de calor no es la fuerza de trabajo sino la energía en general, física (el sistema no está aislado). Como figura, su fuerza proviene de la Idea de infinito. En la experiencia del hombre puede disfrazarse de deseo de dinero, deseo de poder, deseo de novedad. Muy inquietante todo. Son deseos que antropológicamente traducen algo que ontológicamente es la insistencia del infinito en la voluntad. A este respecto las clases sociales no son categorías ontológicas pertinentes. No hay clase que encarne y monopolice el infinito de la voluntad. Si yo digo «el capitalismo», eso no quiere decir los propietarios ni los gerentes del capital. Hay miles de ejemplos que muestran su resistencia al querer, tecnológico incluso. Otro tanto del lado de los trabajadores. Es una ilusión transcendental, la de confundir lo que pertenece a las ideas de la razón (ontología) con lo que se sitúa del lado de los conceptos del entendimiento (sociología). Esta ilusión ha producido Estados que son buroeráticos, y que no lo son también. Cuando hoy los filósofos alemanes o americanos hablan de neoirracionalismo en el pensamiento francés, cuando Habermas da lecciones de progresismo a Derrida y a Foucault en nombre del proyecto de modernidad, se equivocan gravemente sobre aquello que, se cuestiona en la modernidad. No eran ni son (pues no se ha terminado) simplemente las Luces, sino la insinuación del querer en la razón. Kant habla de una inclinación de la razón a ir más a11á de la experiencia, entiende antropológicamente a la filosofía como un Drang, como una tendencia a la agitación, a crear discrepancias (Streiten). Es el problema de la estética de un Diderot dividido entre el neoclasicismo de su teoría de las “relaciones” y el posmodernismo de su escritura en Jaques, Salons y en Le neveu de Rameau. Los Schlegel en cambio no se equivocaron nunca. Sabían que el problema no era precisamente el del “consensus” (del Diskurs de Habermas) sino el de la fuerza inesperada de la Idea, el del acontecimiento de la presentación de una frase desconocida, inaceptable, después aceptada ya que experimentada. Las Luces mantuvieron complicaciones con el prerromanticismo. En lo que llaman (Touraine, Bell) posindustrial, lo decisivo es que el infinito de la voluntad alcanza al lenguaje mismo. Desde hace unos veinte años el gran negocio, expresado por los términos más planos de la economía política y de la periodización histórica, es el de la transformación del lenguaje en mercancía rentable: las frases consideradas como mensajes que codificar, descodificar, transmitir y ordenar (en paquetes), reproducir, conservar, tener a mano (me-morias), combinar y concluir (cálculos), oponer (juegos, cibernética). Además del establecimiento de la unidad de medida, que es asimismo una unidad monetaria: la información. Los efectos de la penetración del capitalismo en el lenguaje no han hecho más que comenzar. Bajo apariencia de ampliación de mercados y de nueva estrategia industrial, el siglo que viene será el de la penetración del deseo de infinito, según el criterio de la mejor perfomatividad, en los asuntos del lenguaje. El lenguaje es por entero vínculo social (la moneda no es más que uno de sus aspectos, el contable, en cualquier caso juego sobre las diferencias, de lugares y tiempos). Son pues las obras vivas de lo social las que van a verse desestabilizadas por esa penetración, por este acoso. Espantarse ante la alienación es otro error. La alienación es un concepto procedente de la teología cristiana y de la filosofía de la naturaleza. Pero Dios y la naturaleza sucumbirán como figuras del infinito. No estamos alienados por el teléfono ni por la. televisión, en tanto que medios (media). Tampoco lo estaremos por las máquinas de lenguaje. El único peligro es que la voluntad desaparezca de los Estados que sólo cuentan con la inquietud de sobrevivir, con la preocupación de hacer creer. El hecho de que el hombre de lugar a un conjunto complejo y aleatorio de operadores (Stourdzé) no es alienación. Los mensajes no son más que estados de información, resultados de metástasis, sujetos a catástrofes. Con la idea de posmodernidad me sitúo en este contexto. Nuestro papel de pensadores consiste en investigar lo que de ella hay en el lenguaje, en criticar la idea chata de información, en revelar una opacidad irremediable en el seno del lenguaje mismo. El lenguaje no es ningún «instrumento de comunicación», es un muy complejo archipiélago compuesto de dominio de frases de regímenes tan diferentes que no es posible traducir una frase de un régimen (descriptivo, por ejemplo) a otro (valorativo, prescriptivo). En palabras de Thom: "Un orden no contiene ninguna información". Hace un siglo que la investigación de las vanguardias científicas, literarias, artísticas se dirige a explorar la inconmensurabilidad de los regímenes de frases. Desde esté punto de vista el criterio de perfomatividad supone una seria invalidación de las posibïlidades del lenguaje. Freud, Duchamp, Bohr, Gestrude Stein, Rabelais, Sterne son posmodernos desde el momento que centran su interés, en las paradojas, en que continuamente confirman la inconmensurabilidad de la que hablamos. Se sitúan así lo más cerca posible de las posibilidades y de la práctica del lenguaje ordinario. Si la supuesta filosofía francesa de los últimos añosha sido de algún modo posmoderna es por haber centrado su interés con las inconmensurabilidades, al refelxionar sobre la desconstrucción de la escritura (Derrida), el desorden del discurso (Foucault), la paradoja epistemológica (Serres), la alteridad (Levinas), el efecto de sentido por coincidencia nomádica (Deleuze) A1 leer ahora Teoría estética, Dialéctica negativa y Mínima moralia, con tales términos encabezando ya los títulos, el pensamiento de Adorno anticipa la posmodernidad aunque muy a menudo resulte reticente o desairado. A este desaire lo empuja la cuestión política. Pues si lo que yo describo aquí deprisa y corriendo como posmoderno es exacto, ¿qué va hacer entonces de la justicia? ¿Estoy del lado de la política del neoliberalismo? Nada de eso. El neoliberalismo es otro señuelo. Lo real es la concentración de imperios industriales, sociales y financieros, servidos por los Estados y las clases políticas. Pero comienza a parecer que estos monstruos monopolíticos no son siempre válidos, pudiendo tratarse de bloqueos de la voluntad,’ lo que llamamos barbarie. Eso por un lado. De otro, que lo que debe suprimirse es el trabajo, entendido a la manera del siglo XIX, y por otro medio que no sea el paro. Ya Stendhal advirtió a comienzos del siglo pasado que la fuerza física había dejado de ser el ideal del hombre, ocupados su lugar por la flexibilidad, la velocidad, ó la capacidad metamórfica (al baile por la noche y al alba a la guerra). La esbeltez, un término zen e italiano. Es por excelencia una característica del lenguaje, que necesita muy poca energía para crear algo nuevo (Einstein en Zurich). Las máquinas de lenguaje no son caras. Lo que desespera a los economistas porque entonces no serán capaces de absorber, como ellos dicen la enorme capitalización que sufrimos a estas alturas finales del crecimiento. Es probable. Hay que hacer coincidir el infinito de la voluntad con la esbeltez: "trabajar" mucho menos, aprender, saber, inventar, circular mucho más. En política, la justicia consiste en insistir en esta dirección. (Habrá que llegar un día a un acuerdo internacional para reducir las horas de trabajo sin disminución del poder adquisitivo).

Crisis de la modernidad en perspectiva

Crisis de la modernidad en perspectiva

Jürgen Habermas:  Nuestro breve siglo

I. Las continuidades poderosas

El umbral del próximo siglo atrapa nuestra imaginación porque nos lleva a un nuevo milenio. Este corte del calendario se debe a una cronología construida por una historia providencial, cuyo punto cero es el nacimiento de Cristo que, desde esa perspectiva, significó una interrupción en la historia universal. Al final del segundo milenio los planes de vuelo de las compañías aéreas internacionales, las transacciones globales de las bolsas de valores, los congresos mundiales de los científicos, más todavía, los encuentros en el espacio sideral, se ordenan de acuerdo con la cronología cristiana. Pero estas cifras redondas, producto de la división de un calendario, no explican los nudos temporales que son los mismos acontecimientos históricos. Cifras como 1900 ó 2000 carecen de significado si las comparamos con los datos históricos de 1914, 1945 ó 1989. Pero, sobre todo, los cortes del calendario ocultan la continuidad de las tendencias que vienen de muy atrás de una modernidad social, que pasarán intocadas el umbral del siglo XXI. Antes de abordar la propia fisonomía del siglo XX quisiera recordar las tendencias de larga duración que han recorrido el siglo, tomando el ejemplo de (a), el desarrollo demográfico, (b) los cambios en el mundo del trabajo y (c) el currículum del progreso científico y técnico.

A) Desde principios del siglo XIX comenzó en Europa un crecimiento vertiginoso de la población como consecuencia directa del progreso en la medicina. Desde mediados de nuestro siglo, este desarrollo demográfico que mientras tanto se detuvo en las sociedades prósperas ha continuado en el Tercer Mundo de manera explosiva. Los expertos no cuentan con un equilibrio antes del año 2030, con una población de diez mil millones de seres humanos. Vale decir, a partir de 1950 la población mundial se ha quintuplicado. Detrás de esta tendencia estadística se oculta, en efecto, una fenomenología rica en cambios.

A principios de nuestro siglo, el crecimiento explosivo de la población era percibido por sus contemporáneos como un fenómeno de masas. Pero aun entonces este fenómeno no era muy nuevo. Antes de que Gustave LeBon se interesara por la psicología de las masas, la novela del siglo XIX describió la concentración masiva de individuos en las ciudades y en los barrios, en las fabricas, las oficinas y los cuarteles, así como también la movilización masiva de trabajadores y emigrantes, de manifestantes, huelguistas y revolucionarios. No obstante, a principios del siglo XX por primera vez esas corrientes, organizaciones y acciones masivas se condensaron en fenómenos hegemónicos que dieron lugar a la visión, por ejemplo, de José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas. En las movilizaciones masivas de la Segunda Guerra mundial, en la miseria masiva de los campos de concentración, así como en las migraciones masivas de fugitivos y en el caos masivo de las displaced persons se despliega un colectivismo que se había anunciado en la imagen del Leviathan de Thomas Hobbes. En esa imagen, los innumerables individuos anónimos se han fundido en un macro-sujeto todopoderoso y colectivo. Sin embargo, desde la mitad de este siglo se ha transformado la fisonomía de las grandes cifras. La presencia de miles de cuerpos reunidos y aprisionados en una marcha constante se ha transformado en la inclusión simbólica de la conciencia de muchos individuos en las redes de comunicación cada vez más amplias y abarcantes. Las masas concentradas se convierten en el público disperso de los medios masivos de comunicación. Las corrientes físicas de tráfico van en aumento: las redes electrónicas y sus puertos o conexiones individuales han transformado en un anacronismo a las masas reunidas en las calles y las plazas. En efecto, el cambio de la percepción social ya no se explica por la continuidad del crecimiento demográfico.

B) De igual modo se han llevado a cabo los cambios en el mundo del trabajo, en ritmos largos que trasponen el umbral de nuestro siglo. La introducción de métodos de producción que ahorran trabajo, vale decir: el aumento de la productividad es el motor de este desarrollo. A partir de la revolución industrial en la Inglaterra del siglo XVIII, la modernización de la economía ha seguido la misma secuencia. La masa de la población trabajadora que desde hace siglos laboraba en el campo se desplaza primero al sector secundario, la industria productora de bienes, luego al sector terciario, el del comercio, el transporte y los servicios. Mientras tanto las sociedades post-industriales han desplegado un cuarto sector, el del conocimiento, que domina muchas actividades y sectores, como las industrias high-tec, los bancos o la administración pública, que dependen de la afluencia de nuevas informaciones y, en el último tiempo, de investigaciones y avances en los sistemas de la informática. Todo esto se debe sin duda a una "revolución en el sistema educativo" que no sólo suprime el analfabetismo, sino que lleva también a una drástica ampliación de los sectores secundarios y terciarios. Mientras la educación superior perdía su carácter elitista, las universidades se convirtieron a menudo en los centros de la rebelión y del descontento político.

En el transcurso del siglo XX este modelo no ha cambiado, pero su tempo ha venido acelerándose. Desde principios de los años sesenta, Corea dio el salto de una sociedad preindustrial a una sociedad post-industrial, bajo las duras condiciones de una dictadura del desarrollo y en los años de una sola ronda generacional. Esta aceleración explica que un proceso tan conocido como la migración del campo a la ciudad haya adquirido, en la segunda mitad del siglo XX, una nueva y sorprendente cualidad. Dejando a un lado a China y al continente africano del Sahara hacia abajo, el violento salto productivo de la economía agraria mecanizada casi ha despoblado al sector agrario. En los países de la OCDE, la población activa en una economía agrícola altamente subvencionada alcanzó la histórica cifra de -10%. En la experiencia del mundo de la vida corriente esto significa una profunda ruptura con el pasado. Desde el neolítico hasta muy avanzado el siglo XIX la vida en las aldeas o los pueblos imprimió, sin duda, el mismo sello a todas las culturas, y se ha convertido ahora en una trampa dentro las sociedades industriales. La decadencia del campesinado ha transformado de raíz la relación tradicional del campo con la ciudad. Más del 40% de la población mundial vive hoy en las ciudades. Este proceso de metropolización destruye la ciudad misma, esa forma de vida urbana que se originó en la antigua Europa. Aunque la ciudad de Nueva York, el núcleo mismo de Manhattan, nos recuerde de modo incierto al Londres y al París del siglo XIX, las desbordadas regiones urbanas de la Ciudad de México y de Tokio, de Calcuta y Sao Paulo, de El Cairo y Seúl o Shangai han destruido para siempre las dimensiones comunes de "La Ciudad". Los desvanecidos perfiles de estas megalópolis que se multiplican desde hace dos o tres decenios nos dan la idea de una realidad que no entendemos y cuyos conceptos nos faltan.

C) Por último, una tercera continuidad es la cadena que forma el progreso científico y técnico y sus definitivas consecuencias sociales que avanzan a través de los siglos. Las nuevas materias primas y formas de energía, las nuevas tecnologías industriales, militares y médicas, los nuevos medios de transporte y comunicación que durante el siglo XX transformaron la economía, así como las formas de vida y del intercambio social, se debieron al conocimiento científico y los desarrollos técnicos del pasado. Los éxitos de la técnica, como el dominio de la energía atómica y los viajes al espacio, las innovaciones, como el descubrimiento del código genético, y la introducción de tecnologías genéticas en la agricultura y la medicina transforman nuestra conciencia del riesgo, nuestra misma conciencia moral. No obstante, esas conquistas espectaculares permanecen dentro de los mismos caminos trazados desde hace mucho tiempo. A partir del siglo XVII no ha cambiado nuestra actitud instrumental ante una naturaleza transformada por la ciencia. Aun cuando nuestra intervención en la estructura misma de la materia sea más profunda que antes y nuestros avances en el cosmos más insólitos que nunca, no ha cambiado tampoco el modo del dominio técnico, la decodificación de los procesos naturales.

La vida diaria saturada de tecnologías exige de nosotros los legos, como siempre, un trato trivial con aparatos y sistemas que no entendemos, una confianza habitual en el funcionamiento de técnicas y redes de transmisión que ignoramos. En sociedades altamente industrializadas, todo experto se convierte en un lego frente a otros expertos. Max Weber había descrito ya la "ingenuidad secundaria" que nos domina cuando manejamos el radio de transistores, el teléfono celular, las calculadoras de bolsillo, los videocasettes y sus reproductoras o las computadoras portátiles. Quiero decir, la manipulación de aparatos electrónicos conocidos cuya fabricación resume el conocimiento acumulado de varias generaciones de científicos. A pesar de las reacciones de pánico ante el anuncio de desperfectos y peligros de estas técnicas y aparatos, la inclusión de lo que no entendemos en el mundo de nuestra vida diaria apenas se ha visto amenazada, en algunos momentos, por la duda que nutren los medios masivos de comunicación acerca de la confiabilidad del conocimiento de los expertos y de la gran tecnología. La creciente conciencia del riesgo no perturba la rutina diaria.

El perfeccionamiento de las técnicas de comunicación y tránsito tiene una importancia muy distinta para el cambio a largo plazo del horizonte de nuestra experiencia cotidiana. Los viajeros que emplearon, en 1830, los primeros ferrocarriles habían narrado ya sus nuevas percepciones del espacio y el tiempo. En el siglo XX, el automóvil y la aviación civil aceleraron todavía más el tráfico de personas y el transporte de bienes de consumo y redujeron también de modo subjetivo las distancias. Nuestra conciencia del tiempo y el espacio ha sido transformada de otro modo por las nuevas técnicas de transmisión, acumulación y procesamiento de datos e informaciones. En la Europa de fines del siglo XVIII la impresión de libros y periódicos contribuyó al nacimiento de una conciencia histórica global y dirigida al futuro. A fines del XIX, Nietzsche se lamentaba del historicismo de una elite ilustrada que todo lo convertía en presente. Mientras tanto, la separación entre el presente y un conjunto de pasados, que nuestra vista cosifica, se ha apoderado de las masas de turistas ilustrados. El periodismo masivo es también resultado del siglo XIX; pero el efecto "máquina del tiempo" que producen los medios impresos se ha incrementado por la fotografía, el cine, el radio y la televisión. La distancias espacio-temporales ya no se "superan": desaparecen sin dejar huella en la presencia ubicua de realidades virtuales. La comunicación digital supera finalmente a todos los otros medios en alcance y capacidad. Cada vez más individuos pueden obtener más rápido cantidades diversas de información, procesarlas e intercambiarlas simultáneamente a través de grandes distancias. Todavía no podemos apreciar las consecuencias intelectuales de Internet, que se opone de modo más decisivo a las costumbres de nuestra vida diaria que un nuevo aparato electrodoméstico.

II. Dos rostros del siglo

Las continuidades de la modernidad social que atraviesan el calendario del siglo nos enseñan de modo insuficiente lo que caracteriza al siglo XX. Por esta razón, los historiadores rigen la puntuación de sus narraciones más de acuerdo con los sucesos que con los cambios de tendencias o de estructuras. El rostro de un siglo va tomando forma por la irrupción de grandes acontecimientos. Entre los historiadores que todavía están dispuestos a pensar en grandes unidades existe hoy un consenso: al "largo" siglo XIX (1789-1914) le ha sucedido un "breve" siglo XX (1914-1989). El comienzo de la Primera Guerra mundial y el desmoronamiento de la Unión Soviética dan el marco a este antagonismo que atraviesa dos guerras mundiales y la guerra fría. Esta puntuación deja espacio, sin duda, para tres diferentes interpretaciones, de acuerdo con el mundo donde se sitúe al antagonismo: en el espacio de la economía de los sistemas sociales, en el de la política de las superpotencias o en el espacio cultural de las ideologías. La elección de esos puntos de vista hermenéuticos está determinada desde luego por la lucha de las ideas que han dominado el siglo.

En la actualidad la guerra fría continúa con los medios del trabajo historiográfico, no importa si la Unión Soviética desafía al Occidente capitalista (Eric Hobsbawm) o si el Occidente liberal lucha contra los regímenes totalitarios (François Furet). Ambas interpretaciones explican de uno o de otro modo un hecho: sólo los Estados Unidos salieron fortalecidos de ambas guerras en el mundo de la economía, de la política y de la cultura, más aún: son la única superpotencia que ha sobrevivido a la guerra fría. Este resultado le ha dado al siglo el nombre de los Estados Unidos. La tercera lectura es menos clara. Mientras se use el concepto de "ideología" en un sentido neutral detrás del título "la época de las ideologías" (Hildebrand) se esconde sólo una variante de la teoría del totalitarismo: la lucha del régimen refleja la lucha de las concepciones del mundo. El mismo título señala en otros casos la perspectiva que Carl Schmitt definió de una guerra civil universal: a partir de 1917 chocaron los grandes proyectos utópicos de la democracia y de la revolución universales con Wilson y Lenin como sus representantes mayores (Ernst Nolte). Según esta crítica de la ideología cuya filiación de derecha salta a la vista la historia contrae el virus de la filosofía de la historia y se extravía de tal forma que sólo a partir del año de 1989 vuelve sobre las vías de las historias nacionales.

Desde cada una de estas tres perspectivas, el siglo XX obtiene su propio rostro. Según la primera lectura, el más grande experimento político que se haya llevado a cabo con seres humanos desafía y no le da tregua al sistema capitalista internacional. La industrialización coercitiva bajo los más crueles sacrificios le permitió a la Unión Soviética el ascenso político a una superpotencia, pero no le aseguró una base económica ni una política social superior o cuando menos una alternativa de sobrevivencia al modelo del capitalismo occidental. Según la segunda lectura, el siglo XX trae los rasgos oscuros de un totalitarismo que suspende el proceso civilizatorio iniciado con la Ilustración, destruye la esperanza de domesticar el poder del Estado y el proyecto de humanizar la convivencia social entre los individuos. La violencia totalitaria de las naciones que hacen la guerra traspasa los límites del derecho internacional del mismo modo implacable en que la violencia terrorista de los partidos únicos dictatoriales neutraliza en el interior las garantías constitucionales. Mientras desde esta perspectiva luz y sombra se reparten por igual entre las fuerzas totalitarias y sus enemigos liberales, según la tercera lectura una lectura post- fascista nuestro siglo se encuentra bajo la sombra de una cruzada ideológica entre partidos, si no de la misma importancia, sí de una mentalidad semejante. Ambas partes libran un combate concepciones del mundo antagónicas entre distintos programas de filosofía de la historia, cuya fuerza fanática se debe a sus proyectos religiosos originales disfrazados de fines seculares.

En todas estas versiones aparecen los rasgos oscuros de un siglo que "inventó" las cámaras de gas y la guerra total, el genocidio bajo el mandato del Estado y los campos de exterminio, el lavado de cerebro, el sistema de la seguridad del Estado y la vigilancia panóptica de pueblos enteros. Este siglo "produjo" sin duda más víctimas, más soldados caídos, más ciudadanos asesinados, más civiles ejecutados y minorías expulsadas, más personas torturadas, violadas, hambrientas y congeladas, más prisioneros políticos y fugitivos de lo que nadie nunca habría imaginado. La violencia y la barbarie determinan el signo de la época. De Horkheimer y Adorno hasta Braudriard y Zygmunt Baumann, de Heidegger hasta Foucault y Derrida, los rasgos totalitarios del siglo se han convertido en un instrumento de los mismos diagnósticos. Pero a estas interpretaciones negativas que se dejan atrapar por el horror de las imágenes se les escapa el reverso de las catástrofes.

En efecto, los pueblos que participaron y fueron afectados necesitaron decenios para llegar a ser conscientes de la dimensión de ese terror que se advirtió primero de un modo insensible y apático: el holocausto que culmina en el exterminio metódico de los judíos europeos. Aunque primero se le reprimió y desapareció de la conciencia, este shock liberó energías y, más tarde, convicciones que en la segunda mitad del siglo localizaron la geografía del terror. Para las naciones que llevaron al mundo, en 1914, a una guerra de insólitos despliegues tecnológicos, y para los pueblos que después de 1939 reconocieron los crímenes masivos de una lucha de exterminio ideológica, el año de 1945 señala un gran viraje. Un viraje hacia una situación mejor, hacia la domesticación de las fuerzas de la barbarie que florecieron, en Alemania por ejemplo, en el suelo mismo de la civilización. ¿No aprendimos nada de las catástrofes de la primera mitad del siglo?

La división del breve siglo XX en capítulos contrae el periodo de las dos guerras mundiales con el periodo de la guerra fría y sugiere la continuidad de una guerra incesante de los sistemas, de los regímenes y las ideologías por más de setenta y cinco años. Sin embargo, aquí desaparece el significado del acontecimiento que representa un divisor de aguas histórico, pues no sólo dividió al siglo XX desde la perspectiva cronológica, sino también económica, política y, sobre todo, normativa. Me refiero a la derrota del fascismo. Las fuerzas liberales, de izquierda y revolucionarias sociales se reunieron por primera vez en España para defender la República. Por las características de la guerra fría se olvidó muy pronto el significado ideológico de la alianza de las potencias occidentales con la Unión Soviética, una alianza que luego apareció como "antinatural". Pero el triunfo y la derrota de 1945 descalificaron por mucho tiempo esos mitos que, desde fines del siglo XIX, se lanzaron en amplios frentes contra la herencia de la revolución de 1789. La victoria de los aliados puso no sólo las condiciones necesarias para el desarrollo democrático de la República Federal de Alemania, de Japón y de Italia, sino también de España y Portugal. Todas las legitimaciones por lo menos las que de manera verbal le rindieron tributo al espíritu de la ilustración política perdieron entonces el suelo de la realidad.

Un cambio de clima tuvo lugar, después de 1945, en el invernadero de las ideas. Sin él no habría tenido lugar la única, indudable, innovación cultural del siglo: la revolución de las artes plásticas, la arquitectura y la música. Después de 1945 el arte alcanzó una validez universal, se habló entonces en la forma del pasado de la "modernidad clásica". El arte vanguardista había creado hasta principios de los años treinta un repertorio de formas y técnicas nuevas e insólitas con las que el arte internacional, en la segunda mitad del siglo, siempre experimentó sin trascender nunca el horizonte de sus posibilidades creativas. Quizá Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein fueron los únicos dos filósofos que lograron escribir una obra tan original, y tener una influencia histórica tan decisiva, como la del arte vanguardista de los treinta; por cierto, ambos escribieron su obra al mismo tiempo, y ambos se apartaron del espíritu de la modernidad.

Sea como fuere, el cambio en el clima cultural constituyó el fondo de tres tendencias políticas que, desde el periodo de la postguerra hasta los años ochenta, cambiaron también el rostro de nuestro siglo: a) la guerra fría; b) la descolonización; c) la construcción del Estado de bienestar social en Europa.

A) La espiral de la carrera armamentista, tan grandiosa como exhaustiva, mantuvo a las naciones amenazadas en el terror; pero el cálculo enloquecido de un equilibrio del terror MAD era la irónica abreviatura de "mutually assured destruction" evitó como sea el comienzo de una guerra caliente. La posibilidad de que las superpotencias enloquecieran y rompieran el pacto el acuerdo racional entre Reagan y Gorbachov en Reikiavik señaló el final de la carrera armamentista nos hace ver retrospectivamente a la guerra fría como un proceso de autodominio lleno de riesgos y de alianzas entre países con armas nucleares. De igual modo puede describirse la pacífica implosión de un imperio mundial la Unión Soviética, cuyos gobernantes reconocieron la ineficacia de un modo de producción supuestamente superior y la derrota en la lucha económica, en lugar de desviar hacia el exterior los conflictos internos y transformarlos en aventuras militares

B) La descolonización tampoco fue un solo proceso lineal. En retrospectiva, las antiguas potencias coloniales sólo libraron combates en la retaguardia. Los franceses se defendieron inútilmente en Indochina contra los movimientos de liberación nacional; en 1956, los británicos y los franceses fracasaron en su aventura del canal de Suez; en 1975, los Estados Unidos pusieron fin a su intervención en Vietnam, una guerra con enormes pérdidas humanas de diez años. El año de 1945 no sólo se derrumbó el imperio del Japón derrotado, en el mismo año surgieron Siria y Libia como países independientes. En 1947, los británicos se retiraron de la India; al año siguiente, nacieron Burma, Israel, Indonesia y Sri Lanka. Más tarde lograron su independencia las regiones del Islam occidental, desde Persia hasta Marruecos, poco a poco los países del Africa central y, por último, las colonias restantes en el sudeste asiático y en el Caribe. El fin del apartheid en Sudáfrica y el regreso de Hong Kong y Macao a China clausuraron un proceso que, por lo menos formalmente, destruyó la dependencia de los pueblos coloniales. Al mismo tiempo estos flamantes países, muchas veces divididos por guerras civiles, conflictos culturales y luchas tribales, fueron aceptados como miembros con los mismos derechos en la Asamblea General de las Naciones Unidas.

C) La tercera tendencia revela una ventaja inequívoca. En las democracias prósperas y pacíficas de Europa occidental y en menor escala en los Estados Unidos y en otros países surgieron economías mixtas que permitieron la continua ampliación de los derechos civiles y, por primera vez, una efectiva realización de derechos sociales fundamentales. Entre principios de los años cincuenta y principios de los setenta, el explosivo crecimiento económico mundial, la cuadruplicación de la productividad industrial y el aumento diez veces mayor del comercio internacional incrementaron a su vez las desigualdades entre las regiones pobres y ricas. Los gobiernos de los países de la OCDE, que en esos dos decenios contribuyeron con tres cuartos de la producción mundial y el 80% del comercio internacional, aprendieron tanto de las experiencias catastróficas del periodo de entre las dos guerras, que se propusieron una política económica inteligente, volcada hacia la estabilidad interna, con tasas de crecimiento relativamente altas, construyendo y ampliando un impresionante sistema de seguridad social. En las democracias masivas con un Estado de bienestar social, la forma económica altamente productiva del capitalismo se controló como nunca antes por la sociedad, y se concertó más o menos con la idea democrática de los Estados constitucionales.

Estas tres tendencias son, desde la perspectiva de un historiador marxista como Eric Hobsbawm, razón suficiente para celebrar los decenios de la post-guerra como una "época dorada". Sin embargo, a partir de 1989 la opinión pública percibió el final de esta época. En los países donde el Estado de bienestar social era considerado, por lo menos en retrospectiva, como una conquista política y social, la resignación ejerce su dominio. El fin del siglo se encuentra bajo el signo de un Estado de bienestar social y un capitalismo controlado en peligro, así como la inminente resurrección de un neoliberalismo implacable. Hobsbawm narra, con el tono de un escritor de la decadencia del imperio romano, esa atmósfera melancólica y desconsolada donde sólo se escucha la estridente música tecno:

El corto siglo XX termina con problemas para los que nadie tiene una solución, ni parece tenerla. Mientras los ciudadanos del fin de siglo se abrieron un camino a través de la niebla global rumbo al tercer milenio, sólo sabían con certeza que una época histórica llegaba a su fin. No sabían mucho más que esto.

Los antiguos problemas de la paz y de la seguridad internacional, de las desigualdades económicas entre Norte y Sur, así como el peligro de los desequilibrios ecológicos eran desde entonces de naturaleza global. Todos se complican ahora por otro problema, hasta ahora desconocido, que cubre a los demás. Si en el proceso de globalización del capitalismo hay un golpe más, esta vez definitivo, se limitará también la capacidad de acción de ese grupo selecto de Estados que, al contrario de los Estados económicamente dependientes del Tercer Mundo, habían logrado conservar una relativa independencia. La creciente globalización económica significa el desafío más importante para el orden social y político de la Europa surgida de la post-guerra. Una salida podría consistir en que la fuerza reguladora de la política hiciera crecer de nuevo a los mercados que escaparon al control de los Estados nacionales. ¿O la falta de una orientación iluminadora en el diagnóstico de la época nos enseña que sólo podemos aprender de las catástrofes?

III. ¿El fin del Estado de bienestar social?

Ironías de la historia. Las sociedades desarrolladas enfrentan a fines del siglo la vuelta de un problema que, al parecer, creyeron haber solucionado bajo la presión de la lucha de los sistemas. El problema es tan antiguo como el capitalismo: ¿cómo aprovechar efectivamente el descubrimiento y la localización de mercados que se regulan a sí mismos, sin tener que cargar con las distribuciones desiguales y los costos sociales que han sido, a su vez, irreconciliables con las condiciones de integración de las sociedades liberales y democráticas? En las economías mixtas de Occidente, el Estado dispuso de una parte muy importante del producto social, y también de un espacio para transferencias y subvenciones, quiero decir: para una efectiva infraestructura y una política social y de ocupación. El Estado pudo afectar el marco de la producción y la distribución para también incidir en el crecimiento, la estabilidad de los precios y el empleo. Dicho de otro modo: por una parte el Estado podía favorecer medidas que estimularan el crecimiento; por la otra, promover al mismo tiempo la dinámica económica y asegurar la integración social.

Dejando a un lado las enormes diferencias, el sector de la política social en países como los Estados Unidos, Japón y la República Federal de Alemania se extendió en los años ochenta. Sin embargo, desde entonces empezó un cambio de tendencia: el auge del rendimiento se redujo. Se dificultó el acceso a los sistemas de seguridad y aumentó el desempleo. La reforma y reducción del Estado de bienestar social ha sido la consecuencia inmediata de una política económica orientada hacia la oferta, que busca entre otras cosas una desregulación de los mercados, la reducción de las subvenciones, el mejoramiento de las condiciones de inversión, una política monetaria y fiscal anti - inflacionaria, así como la reducción de los impuestos directos, la privatización de empresas estatales y otras medidas semejantes.

La liquidación del Estado de bienestar social tuvo, sin duda, una consecuencia directa: las crisis que había logrado detener resurgieron con más fuerza. Esos costos sociales dañaron la capacidad política de integración de una sociedad liberal. Los indicadores revelan de modo inequívoco un aumento de la pobreza, de la inseguridad social, de desigualdad de los salarios; todo esto resume las tendencias de la desintegración social.1 El abismo entre los empleados, los subempleados y los desempleados aumenta cada día más. Con el aumento de los excluidos del empleo, de la educación continua, de las subvenciones estatales, del mercado de la vivienda, de los recursos familiares, surgen las subclases. Estos indigentes excluidos del resto de la sociedad ya no pueden dominar por sí mismos su propia condición social.2 Sin embargo, una falta de solidaridad como ésta destruye a la larga toda cultura política liberal, cuyo proyecto universal es imprescindible para las sociedades democráticas. Por otra parte, los acuerdos mayoritarios —que cumplen todas las formalidades— muchas veces socavan la legitimidad de los procedimientos y las instituciones, porque sólo reflejan los miedos de los grupos amenazados con el descenso social, es decir, reflejan las atmósferas populistas de derecha.

Los neoliberales que reconocen y aceptan una gran cantidad de desigualdades sociales, y que están convencidos de la justicia inherente de los mercados financieros internacionales, evalúan esta situación de modo diferente a las personas que todavía defienden los principios de "la era socialdemócrata", porque saben que los derechos sociales no son sino una suerte de fajas de la ciudadanía democrática. Pero ambas partes describen el dilema de modo muy semejante. Sus diagnósticos terminan en un hecho: los regímenes nacionales han entrado en una aventura en la que nadie gana nada, una aventura donde las inevitables metas económicas se obtienen sólo a expensas de los fines políticos y sociales. En el marco de la globalización de la economía, los Estados nacionales sólo pueden mejorar su capacidad de competencia internacional si limitan su poder estatal de configurar los sectores sociales. Todo esto justifica las "políticas de des-incorporación" que dañan seriamente la cohesión social y someten a una dura prueba la estabilidad democrática de la sociedad.

Ralph Dahrendorf llama a este dilema "la cuadratura del círculo": "Se trata de unir tres cosas sin conflictos: conservar y fortalecer la capacidad de competencia en el viento huracanado de la economía internacional; no sacrificar la cohesión social ni la solidaridad; y llevarlas a cabo bajo las condiciones y en las instituciones de una sociedad libre". En este ensayo no puedo intentar una descripción aceptable de este dilema, ni tampoco fundamentarla. Se podría resumir en dos temas: 1) Los problemas económicos de las sociedades prósperas se explican por la transformación estructural que se resume con la idea de la globalización del sistema económico internacional. 2) Esta transformación restringe a los Estados nacionales de tal forma en su capacidad de acción, que las opciones que les quedan no bastan para amortiguar las indeseables sacudidas de un mercado trans-nacionalizado.

El Estado nacional cuenta cada vez con menos opciones. Dos de ellas han quedado excluidas: el proteccionismo y la vuelta a una política económica orientada a la demanda. Hasta donde los movimientos del capital pueden controlarse todavía, una política proteccionista dentro de las economías nacionales, bajo las condiciones de la globalización, tendría consecuencias inaceptables. Los programas estatales de empleo fracasan actualmente no sólo por el endeudamiento de los presupuestos públicos, sino también porque han dejado de ser efectivos dentro de los marcos nacionales. Bajo las condiciones de una economía globalizada, el "keynesianismo en un solo país" ya no funciona. En este contexto, tiene más perspectivas una política de previsión, inteligente y preocupada por la adaptación de las condiciones nacionales a las de la competencia global. Las medidas acreditadas siguen teniendo solvencia: una política industrial previsora, el incremento de la investigación y el desarrollo, es decir, de innovaciones futuras, la profesio nalización de la fuerza de trabajo, el mejoramiento de la educación, así como una coherente flexibilidad en el mercado de trabajo. Estas medidas traen a mediano plazo ventajas dentro del país; sin embargo, no transforman las desventajas en la competencia internacional. Por donde quiera uno verla, la globalización de la economía destruye siempre la tradición histórica que hizo posible transitoriamente el compromiso del Estado de bienestar social. Aunque este compromiso no sea la solución ideal de un problema inherente al capitalismo, mantuvo siempre los costos sociales dentro de límites aceptables.

Hasta el siglo XVII, en Europa se formaron Estados que se caracterizaron por el dominio soberano de un territorio, y fueron muy superiores en su capacidad de control a las antiguas formaciones políticas como antiguos reinos o ciudades-Estado. El Estado moderno se distinguió del tráfico y del mercado económicos jurídicamente establecidos por ser un Estado administrativo específico. Al mismo tiempo era un Estado recaudador dependiente de la economía capitalista. En el transcurso del siglo XIX, ese Estado se constituyó como un Estado nacional con formas democráticas de legitimación. En algunas regiones privilegiadas, bajo las circunstancias favorables de la post-guerra, se desarrolló un Estado nacional que se ha convertido, mientras tanto, en un ejemplo internacional. Me refiero a un Estado de bienestar social que logró reglamentar una economía nacional intocada en sus mecanismos de autocontrol. Esta eficaz combinación se encuentra amenazada por la globalización de una economía que escapa a las intervenciones de este Estado regulador. En las actuales dimensiones, las funciones del Estado de bienestar social sólo pueden cumplirse cuando pasan del Estado nacional a unidades políticas que se adelantan en cierta medida a una economía trans-nacionalizada.

IV. ¿Más allá del Estado nacional?

Por todo lo anterior es necesario revisar la construcción de las instituciones supranacionales. Así se explican las alianzas económicas continentales como el TLC o la APEC, que permiten acuerdos mayores obligatorios y con bajas sanciones entre los gobiernos. Las ganancias de la cooperación son más grandes que los proyectos más ambiciosos como la Unión Europea. Porque con los regímenes continentales surgen no sólo territorios donde la moneda se unifica y se reducen los riesgos del tipo de cambio, sino uniones políticas más considerables y con funciones jerárquicas muy definidas.

Por su estructura geográfica y económica más extensa, un régimen así llegará a obtener en el mejor de los casos ventajas en la competencia económica global y fortalecerá su posición ante los otros regímenes. La creación de uniones políticas más extensas lleva a alianzas defensivas ante el resto del mundo; pero no cambia el modo de la competencia económica local, ni significa tampoco un cambio en el curso de la adaptación al sistema transnacional de la economía, ni mucho menos al intento de modificar su influencia política.

Por otra parte, estas uniones políticas cumplen con la condición necesaria para recuperar el terreno perdido de la política ante las fuerzas de la globalización de la economía. Con cada nuevo régimen supranacional se reduce el club de los actores políticos muy selectos, los que tienen una capacidad de acción global, es decir: los que son capaces todavía de pactar cooperaciones.

¿Cuánto más difícil que la unión política de los Estados europeos es el proyecto de un orden económico mundial? En todo caso, cuando este orden no sólo sea el mercado que reglamentan el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, sino el espacio de la formación de una voluntad política mundial que asegure la obligación de las decisiones políticas. Ante la presión exagerada que ejerce la globalización de la economía sobre el Estado nacional se impone en abstracto una alternativa: la transferencia a instancias supranacionales de las funciones que los Estados sociales tienen en el marco nacional. Pero en esta dimensión falta un modo de coordinación política que pueda dirigir el tráfico internacional de los mercados ante consecuencias indeseables de tipo ecológico y social. En efecto, los 180 Estados soberanos están unidos por una red de instituciones más allá de las organizaciones de las Naciones Unidas. Aproximadamente 350 organizaciones gubernamentales —de las cuales más de la mitad fueron fundadas después de 1960— tienen funciones económicas, sociales y sirven para asegurar la paz. Pero todavía son demasiado débiles para tomar decisiones políticas obligatorias y, por lo tanto, hacerse cargo de funciones normativas determinantes en los territorios de la economía, la seguridad social y la ecología.

Nadie persigue por su gusto una utopía. Mucho menos ahora cuando todas las energías utópicas, al parecer, se han desgastado. No creo que mi diagnóstico de 1985 en torno a la crisis del Estado de bienestar social y el agotamiento de las energías utópicas haya perdido actualidad por la impredecible desaparición de la Unión Soviética. La idea de una política que rebase y deje atrás a los mercados ni siquiera se ha articulado como un proyecto; en este sentido, no existe en las ciencias sociales un esfuerzo conceptual digno de mención. Habría que diseñar ejemplos de un imaginable equilibrio de intereses de todos los participantes, para contar por lo menos con el perfil de las instituciones que se harían cargo del problema. La abstinencia de las ciencias sociales se entiende si partimos del hecho de que este proyecto debería legitimarse desde los intereses reales de los Estados y sus habitantes, y llevarse a cabo por fuerzas políticas independientes. Desde la interdependencia asimétrica entre los países desarrollados, neo-industriales y subdesarrollados, en una sociedad global estratificada aparecen intereses y contradicciones irreconciliables. Pero esta perspectiva seguirá existiendo mientras no logremos institucionalizar un procedimiento de formación de la voluntad política transnacional, que apremie a los actores -capaces de una acción global a la ampliación de un global governance según sus preferencias y sus puntos de vista.

Los procesos de globalización no económicos nos han acostumbrado poco a poco a otra perspectiva: la limitación de los escenarios sociales, el mancomún de los riesgos y el encadenamiento de los destinos colectivos son cada vez más claros. Mientras el aceleramiento y la condensación del tránsito y la comunicación encoge y reduce las distancias espaciotemporales, la expansión de los mercados hasta las fronteras del planeta y la explotación de los recursos se topan con los límites de la naturaleza. El horizonte se ha contraído y no nos permite externar a mediano plazo las consecuencias de las acciones: podemos cada vez menos cargar a los otros los costos y los riesgos sin temer sanciones a los otros sectores de la sociedad, a las otras regiones lejanas, a otras culturas o a las generaciones futuras. Todo esto es evidente tanto en los riesgos ilimitados de la gran técnica como en la producción de los deshechos nocivos de las sociedades del bienestar, que amenazan todas las regiones del planeta. ¿Cuánto tiempo más podremos cargar a los sectores superfluos de la población trabajadora los costos sociales?

En efecto, nadie puede esperar de los gobiernos acuerdos internacionales y reglamentaciones que luchen contra esos peligros, como en las arenas nacionales se lucha por conseguir el apoyo y la reelección de sus candidatos, menos aún si se trata de actores políticos independientes. Cada uno de los Estados debe hacer todo esto perceptible en la política interior, sobre todo en los procedimientos de cooperación de una comunidad de Estados cosmopolita. La cuestión principal es la siguiente: si en las sociedades civiles y en los espacios públicos de gobiernos más extensos puede surgir la conciencia de una solidaridad cosmopolita. Sólo bajo la presión de un cambio efectivo de la conciencia de los ciudadanos en la política interior, podrán transformarse los actores capaces de una acción global, para que se entiendan a sí mismos como miembros de una comunidad que sólo tiene una alternativa: la cooperación con los otros y la conciliación de sus intereses por contradictorios que sean. Antes de que la población misma no privilegie este cambio de conciencia por sus propios intereses, nadie puede esperar de las élites gobernantes este cambio de perspectiva: de las relaciones internacionales a una política interior universal.

Un ejemplo alentador es la conciencia pacifista que, después de dos salvajes guerras mundiales, se ha articulado y, partiendo de las naciones que participaron en ellas, se ha extendido en muchas naciones del planeta. Sabemos que este cambio de conciencia no ha impedido las guerras locales, ni muchas guerras civiles en otras regiones del planeta. Pero como una consecuencia del cambio de mentalidad se han transformado tanto los parámetros de las relaciones entre los Estados, que la Declaración de los Derechos del Hombre de las Naciones Unidas condenó las guerras de agresión y los crímenes contra la humanidad y, de este modo, pudo superar el débil efecto normativo de reconocidas convenciones públicas. Es cierto: este cambio no es suficiente para lograr la institucionalización de procedimientos económicos internacionales de carácter relevante, prácticas y reglamentaciones que permitan la solución de problemas globales. Lo que falta es la urgente formación de una solidaridad civil universal (Weltbürgerliche Solidarität ) que tendría ciertamente una calidad menor a la solidaridad civil estatal dentro de los Estados nacionales. La población mundial se ha convertido, desde hace muchos años, en una comunidad de constantes riesgos involuntarios. Por esto no es imposible que, bajo la presión de ese avance histórico e inconmensurable de la abstracción, continuemos con el proceso que lleva de las dinastías locales a la conciencia nacional y democrática.

La institucionalización de procedimientos para conciliar intereses, su generalización y la construcción de intereses comunes no tendrá lugar bajo la forma (de ningún modo deseable) de un Estado universal. Deberá contar con la propia independencia, la propia voluntad y la cohesión de los antiguos Estados nacionales. ¿Pero cuál es el camino que nos lleva hacia allá? Thomas Hobbes se preguntaba: ¿cómo se pueden equilibrar las expectativas de la conducta social? En el proceso de globalización, la capacidad de cooperación de los egoístas racionales se encuentra rebasada. Las innovaciones institucionales no tienen lugar en sociedades cuyas élites gubernamentales son capaces de tales iniciativas si no encuentran antes la resonancia y el apoyo en las orientaciones valorativas reformadas de sus poblaciones. Por esta razón los primeros destinatarios de este proyecto no pueden ser los gobiernos, sino los movimientos sociales y las organizaciones no gubernamentales, es decir, los miembros activos de una sociedad civil que trasciende las fronteras nacionales. Sea como fuere, la idea nos lleva a pensar que la globalización de los mercados debe ser reglamentada por instancias políticas: las arduas relaciones entre la capacidad de cooperación de los regímenes políticos y la solidaridad civil universal (Weltbürgerliche Solidarität).

Traducción de José María Pérez Gay

1W. Heitmayer: Was treibt die Gesellschaft auseinander? [¿Por qué se desintegra la sociedad?], Frankfurt, 1997.
2N. Luhmann: Jenseits der Barbarei [ Más allá de la barbarie], Frankfurt, 1996

 

 

La fenomenología de Husserl

La fenomenología de Husserl

Sobre la filosofía en general y la contemporánea en especial pesa la acusación de que se ha convertido en una disciplina esotérica cuyos cultivadores y entendidos hablan los unos para los otros, aparentemente indiferentes a las dificultades con que el público pueda tropezar si desea enterarse de lo que pasa en filosofía. Mientras buscaba una manera de presentarles a Husserl en esta conferencia y sin saber si me dirigiría a un auditorio formado sólo por estudiantes de filosofía, consideré la posibilidad de que esta acusación fuera justa. Las dificultades para hacerse entender en caso de hablar sobre Husserl para un público más extenso son de índole muy notoria. Las de vocabulario, por ejemplo, no son las menores. La filosofía contemporánea, y Husserl de manera eminente, se expresan por medio de un vocabulario técnico, como dicen los críticos del esoterismo. El problema se agrava cuando las expresiones "técnicas", concebidas originalmente en el espíritu de otro idioma, deben ser trasladadas al español, que carece de una tradición filosófica moderna propia. Pero más graves aún son los problemas conceptuales y los relativos a la posibilidad de ser estos conceptos objeto de una comunicación directa e inmediata. Los conceptos del pensamiento actual mantienen relaciones muy complicadas con los 25 siglos de trayectoria que lleva recorridos la filosofía. Así en Husserl encontramos fundidos y reinterpretados elementos tan dispares y separados en el tiempo como la idea del cogito cartesiano, la noción escolástica de intencionalidad y el concepto de conciencia trascendental procedente de Kant y el idealismo postkantiano. Es verdad que cada autor renueva el sentido de lo que coge del pasado y que, desde este punto de vista, la idea renovada inicia otra vida. Pero si el autor moderno del que queremos ocuparnos ha invertido una existencia laboriosa, una pasión ejemplar por el conocimiento y dotes personales sobresalientes en el estudio de la tradición, asimilando lo que ofrece y polemizando con ella, para entregar, finalmente el resultado de sus trabajos, no podemos esperar que estos resultados nos sean accesibles de la manera como entendemos de inmediato las ocurrencias del minuto o las opiniones recogidas sin criterio ni reflexión. La complejidad extrema y la sutileza del pensamiento filosófico más reciente provienen en buena parte de que la filosofía no es un conjunto de ocurrencias o de opiniones infundadas. Esto último, por demasiado obvio, no se dice nunca cuando se habla de su esoterismo. ¿No sería absurdo que alguien quisiese iniciarse en física por el estudio de la física atómica? La comparación entre el hermetismo de la filosofía actual y el de las áreas más avanzadas de las ciencias especiales de hoy es válida por lo menos en el sentido de que en ambos casos el estado presente existe gracias a una experiencia ininterrumpida de muchos siglos y la colaboración de muchas generaciones sucesivas. Que la filosofía se ocupe, a diferencia de la física, de temas relacionados también con nuestra necesidad de actuar y tomar decisiones inmediatamente, con nuestras actitudes y afectos no puede ser razón suficiente para que pidamos que lleve una existencia menor que la mantenga de continuo al nivel del sentido común.

Pero esto no quiere ser una apología del hermetismo, o del supuesto carácter esotérico de la filosofía sino más bien una toma de conciencia de lo que en la filosofía provoca estas acusaciones y de la justificación que puedan tener. Quiero proponerles que examinemos aquí algunos de los caracteres que sustraen a la fenomenología de Husserl del grupo de temas que se dejan tratar satisfactoriamente en una conferencia. Con ello derrotamos en alguna medida esta dificultad y examinamos la cuestión del esoterismo de la filosofía.

La filosofía de Husserl pertenece a la tradición inaugurada por Descartes, que entiende al hombre primordialmente como conciencia, como sujeto capaz de conocer. Como ente teorizante el hombre sabe siempre en alguna medida acerca de sí mismo y de lo que pasa a su alrededor: toda la variedad del mundo ocurre frente a su conciencia. Considerar estas presencias, examinarlas, reflexionar sobre lo que muestran, en esto consiste la verdadera vida humana: en el plano del saber se realiza aquello que distingue al hombre de los demás seres con los que comparte la existencia terrenal. Este poder de darse cuenta que señala a los hombres admite, por cierto, muchas diferencias internas; diferencias de claridad y grados de elaboración, niveles de mayor y menor generalidad, coherencia, rigor. Las ciencias, por ejemplo, existen sólo gracias a un entrenamiento especial de las facultades conscientes, a una intensificación deliberada y sostenida de la vocación humana natural. Este poder del hombre se vuelca en las más diversas direcciones, del cielo a la tierra, de lo microscópico a lo inmenso, fundando áreas de experiencia inteligente con distintos ideales de verdad, métodos para alcanzarla y argumentos que la fundan. ¿Cómo orientarse en medio de tantas reclamaciones diversas que, salidas de la actividad de conocer, exigen reconocimiento: verdades matemáticas, pruebas de la existencia de Dios, observaciones sobre la vida animal y la vida histórica de los pueblos?

La filosofía que concibe al hombre como conciencia entiende que su propia tarea es ocuparse de investigar sistemáticamente la actividad consciente, el conocer y sus "productos", los saberes en su unidad y su diversidad. Uno de los primeros asuntos que la ocupan es la definición de las condiciones con que debe cumplir el conocimiento de la verdad o conocimiento verdadero, aquel que satisface la pretensión de validez con que se presenta en contraste con el pseudo saber, el error, la verdad aparente. La obra de Descartes está al servicio de esta tarea y así lo está la de Husserl. En los tres siglos que los separan el panorama del saber se ha transformado profundamente; las ciencias especiales se han repartido el mundo y cada cual en su parcela tiene resultados más o menos brillantes que exhibir: desde las matemáticas y la física hasta la psicología y la sociología. Husserl acomete los trabajos de la filosofía así concebida con el ímpetu exigido por la magnitud de la empresa y la lozanía de ánimo del que acaba de hacer un gran descubrimiento. Y era verdad que lo había hecho pues aunque sólo retornaba al problema de la fundamentación del conocimiento, que ya era viejo, dio con una manera de abordarlo que no lo era. La originalidad de Husserl reside, por lo menos en uno de sus aspectos importantes, en que para él la filosofía no puede comenzar por la experiencia de una conciencia segura de sí misma en general que valga como la piedra de toque y el fundamento de todas las certezas posteriores y de todos los conocimientos que no engañan, ya que resultan comparables en certidumbre con la que posee la conciencia a solas consigo. En otras palabras: no parte del yo pienso, yo soy, último punto de referencia para que tenga sentido hablar de cosas y de mundo; no comienza con la razón pura o la subjetividad trascendental, sino con la conciencia en su situación habitual Esta situación habitual es la de la conciencia empírica, sumida entre las cosas que son el tema de su darse cuenta. Husserl la llama conciencia en actitud natural. ¿Que significa esta expresión? Yo pertenezco al mundo de las cosas materiales. En mi experiencia me encuentro con cosas, situaciones, hechos espirituales, que se me presentan y de los cuales tomo nota. Todo lo que hay en mi experiencia empírica pertenece al mundo espacio-temporal del que yo misma, que soy el sujeto de estas experiencias, formo parte. La actividad mental mediante la cual tomo conciencia del mundo y de sus problemas es un suceso que pertenece a ese mismo mundo, que voy conociendo poco a poco en la variedad de sus aspectos y objetos. Esta conciencia natural que es un flujo ininterrumpido de actos de percibir lo que hay a nuestro alrededor, de imaginar, de recordar, de comparar objetos entre sí y de formular juicios, etc., es lo primero que la fenomenología se propone estudiar en sus operaciones por cuanto se trata de la actividad teórica más elemental y a la cual el hombre está ya siempre entregado por ser quien es. Pero decir que las operaciones naturales de la conciencia son elementales no quiere decir que sean simples. Lejos de ello; la conciencia natural se revela a la descripción fenomenológica como un campo casi inagotable de actos diferenciados e interrelacionados entre sí de las maneras más diversas. No obstante su riqueza y complicación la conciencia natural es la situación inicial, el suelo primario a partir del cual pueden crecer formas diferenciadas no elementales u originarias de la actividad teórica, como, por ejemplo, la conciencia científica. Estas formas derivadas de la conciencia teórica interesan de modo principal a la filosofía que quiere ser la fundamentación del saber. La primera etapa de la fenomenología consistirá entonces en la descripción desprejuiciada y rigurosa de las operaciones de conciencia gracias a las cuales se produce esa cosa tan natural para todos, que es el darse cuenta de lo que hay a nuestro alrededor y de lo que va pasando con el correr del tiempo.

Esta descripción se propone lograr algo diferente que la psicología. No se pregunta tanto por lo que pasa en la conciencia como por lo que ella hace, realiza o logra. El "producto" de las operaciones no es segregado de ellas, que lo engendran, sino tratado como íntimamente ligado a estas operaciones. Por eso se habla de una actividad o de actos de la conciencia. El acto de percibir una mesa realiza un logro, opera un resultado que es esta mesa percibida o la presencia de esta mesa aquí y ahora para mí que la capto. La descripción de la conciencia en actitud natural no tiene como tema a una subjetividad aislada sino a la conexión subjetivo-objetiva merced a la cual hay un mundo y hay objetos mundanos para nosotros. Todo acto de la conciencia es, en este sentido, productivo, eficaz: no hay actividad de percibir que no dé una presencia actual, ni operación de recordar que no presente lo recordado. Como tampoco hay trabajo de imaginar que no engendre imagen, o de opinar que no acabe en una opinión. Para distinguir el tema de la fenomenología descriptiva del de la psicología, Husserl llama a la conciencia de que se ocupa esta descripción filosófica, conciencia intencional. Con esto quiere decir que se trata de una subjetividad ocupada de algo diferente de ella, de una conciencia de objeto. Según lo anterior la descripción fenomenológica realiza su tarea interesada primordialmente no sólo en clarificar los caracteres generales de los actos de conciencia en tanto que ofrecen objetos sino también en describir los modos como tales objetos son ofrecidos a la conciencia. Pues no se me da una y la misma cosa de idéntica manera cuando la imagino que cuando la recuerdo; el modo como es el objeto para la conciencia no es igual cuando lo percibimos que cuando lo buscamos porque lo hemos extraviado. Una y la misma cosa puede ser objeto intencional de muy diversos actos conscientes. El objeto varía con la variación de las diversas formas de actividad consciente. Una descripción fenomenológica de la conciencia intencional suficientemente amplia y detallada resultará ser entonces una especie de catálogo de las diferentes capacidades mediante las cuales nos damos cuenta del mundo y de lo que contiene, a la vez que un catálogo de las diferentes maneras en que este mundo y sus contenidos pueden estar ahí presentes para nosotros. Modos de hacer presente y modos de darse el objeto a la conciencia no son sino los dos lados, inseparables de hecho, sólo separables en abstracto, de la actividad fecunda, capaz de resultado, que es la conciencia intencional.


Pero esta descripción no es un fin en sí mismo y la fenomenología no acaba en ella. Está, por el contrario, al servicio de la fundamentación del conocimiento. ¿Puede la pura descripción de los actos intencionales de la conciencia natural prestar este servicio? La fundamentación del conocimiento consiste en aducir razones, esto es, una justificación de las pretensiones de validez del saber en general; en legitimar las formas especiales en que el saber se escinde y las relaciones entre estas formas; en buscar una explicación de la posibilidad del conocimiento verdadero, en alcanzar claridad plena sobre las condiciones con que debe cumplir el saber para satisfacer las exigencias de la verdad. La primera etapa de la fenomenología, la etapa descriptiva, no podría realizar la tarea central de una fundamentación del saber porque su tema está restringido al flujo de la conciencia tal como se va viviendo. A este flujo pertenecen, como sabemos, con igual derecho los actos de conciencia que nos entregan un saber fidedigno, según se prueba por nuestra experiencia posterior, como también aquellos otros que sólo parecen dignos de confianza en el momento pero cuyo carácter engañoso descubrimos luego. La alucinación, por ejemplo, se da como si fuera percepción de algo sin serlo. Todas las experiencias intencionales tienen en la vida de la conciencia el mismo status de hechos de conciencia. Mientras nos mantenemos en el plano de la descripción el flujo de la vida consciente natural no da lugar para distinguir entre hechos legítimos que revelan la verdad acerca del objeto intencional y hechos que carecen de tal legitimidad. En este nivel de la vida natural de la conciencia ningún hecho puede justificar suficientemente a otro pues cada uno está sujeto a duda: puede ser ilusorio, erróneo, revisable, susceptible de refutación. Lo que la descripción de actos de conciencia no puede lograr, se alcanzará por otras vías, recurriendo a métodos especiales. El método de las reducciones permite salir, en varias direcciones diferentes, del plano de lo inmediatamente presente en la conciencia y plantear el problema de la verdad del conocimiento.

La reducción eidética es un procedimiento mediante el cual un hecho es reducido a su esencia. Esto quiere decir que todos los elementos casuales, contingentes, secundarios y dependientes son metódicamente eliminados de la experiencia, de manera: que no quede como residuo final de la operación sino el elemento necesario, aquello sin lo cual la experiencia perdería su identidad. Este elemento necesario es la esencia; de ella cabe tener un conocimiento seguro y que sirve de guía y de base a todo saber posterior acerca de las cosas que dependen de tal esencia. Hay otros tipos de reducción; ¿qué se ganaría con practicar la reducción eidética para salvarse de la confusa variedad de la cosas y del peligro de confundir lo secundario con lo esencial, si, por otra parte, una serie de prejuicios y opiniones infundadas perturbaran la capacidad que tenemos de ver las cosas como son? Husserl insiste de continuo que hay que someter nuestras opiniones y creencias, nuestros supuestos, a una vigilancia rigurosa de modo que no enturbien la posibilidad que tenemos de captar lo que se muestra tal como se muestra. Pero con esto no basta: es preciso poner de lado, además, todas las doctrinas tradicionales, las enseñanzas recibidas e iniciar el estudio de los problemas que queremos resolver, libres de toda opinión o teoría previa y dirigiéndonos a las cosas mismas. En esto consiste la reducción filosófica. Podemos ver que las reducciones son pasos metódicos por medio de los cuales el fenomenólogo se deshace paulatinamente de elementos de diversa índole que, partes de su experiencia habitual, se interponen entre él y las cosas.

La reducción eidética y la filosófica son, a pesar de su importancia, operaciones menores comparadas con la reducción trascendental, responsable del sello propio de todo el pensamiento husserliano. ¿Qué servicio presta y cómo se realiza? ¿qué es lo reducido en ella y cuál es el residuo?

Sabemos ya que Husserl llama actitud natural a aquella en que nos encontramos cuando ejercemos espontáneamente nuestra capacidad de tomar conciencia de lo que hay a nuestro alrededor, de recordar, de juzgar, de opinar, etc. Lo característico de esta actitud consiste en que nos entregamos a los objetos, que estamos vueltos hacia el mundo del cual estos objetos forman parte y ocupados por él. Con este mundo, que es el trasfondo sobre el cual se destaca el objeto de nuestra consideración o la situación en la que pensamos, contamos en todo momento sin plantearnos mayores problemas acerca de su carácter o de la función que desempeña en el proceso de la experiencia. Pero en cuanto nos disponemos a controlar la validez de nuestro saber acerca del mundo se nos presentan, piensa Husserl, una serie de problemas que nos arrancan de la tranquila familiaridad con el mundo, propia de la conciencia en actitud natural. ¿Cómo puedo, en la interioridad de la conciencia, conocer el mundo que queda fuera de ella? ¿Qué valor tiene nuestra pretensión de poseer verdades acerca del mundo si nosotros mismos somos seres mundanos cuyas experiencias son sucesos de ese mismo mundo que reclamamos conocer? ¿Cómo podemos decir que poseemos una verdad definitiva acerca del mundo si éste no se nos revela nunca del todo, sino sólo de parte en parte, de aspecto en aspecto, en series de experiencias que pueden ser una y otra vez corregidas y refutadas por nuevas y nuevas experiencias? ¿Cómo podemos confiar que el mundo existe independientemente de toda conciencia si sólo se nos revela a través de experiencias conscientes?

La gran limitación de la conciencia natural es no ser crítica; para ella no existen los problemas relativos al saber que posee acerca del mundo. Ocupada con las cosas, vuelta hacia ellas, no está en condiciones de medir y controlar la validez de lo que sus actos logran o realizan. Para atender a los problemas acerca del valor de verdad de las operaciones de la conciencia el fenomenólogo tiene que superar las limitaciones de la actitud natural, descubrir una brecha: para escapar a sus creencias no examinadas, a su ingenuidad, a su capacidad para arreglárselas sin reflexión. El método de que se vale es el de la reducción fenomenológica.

Sólo a partir de la concepción husserliana de la conciencia intencional es posible entender el sentido de la reducción fenomenológica. Porque la conciencia consiste en ese mostrar hacia sus objetos, en estar fuera de sí y junto a las cosas otras que ella, es que tiene sentido tratar de aislar esta actividad suya para considerarla por sí misma, tratar de efectuar un corte entre la mención y lo mentado. La reducción fenomenológica pone entre paréntesis el mundo y lo que en él se nos presenta, para considerar, separadamente, todas aquellos funciones conscientes gracias a las cuales ese mundo se nos entrega paso a paso a lo largo de la experiencia. No se trata por cierto de ejercitarnos en creer que el mundo no existe o de imaginar lo que sucedería si desapareciese. Se trata, dice Husserl, de retener el juicio, de suspender la confianza habitual con la cual nos movemos y pensamos en medio del mundo, de suprimir la familiaridad que tenemos con él. Esta confianza descansa principalmente en nuestra creencia de que hay ahí un mundo que no tiene nada que ver con los sujetos que lo piensan y actúan en él, un mundo autosuficiente, que seguiría siendo el mismo si todos los hombres desapareciesen. Si examinamos esta creencia en cuanto a su valor teórico resulta que carece de fundamento: lo que llamamos mundo es siempre. un cierto orden constituido desde el punto de vista de alguien, o un conjunto de situaciones conexas en relación con seres que distinguen lo presente de lo ausente, lo probable de lo improbable, lo bueno de lo malo. Sin el sujeto como centro de referencia respecto del cual se establece una ordenación de las cosas y relaciones entre ellas, no habría mundo.

Lo que se logra mediante la reducción fenomenológica es, en primer lugar, poner fuera de acción nuestra creencia en un mundo independiente de la actividad del sujeto cognoscente. La creencia en la autosuficiencia del mundo, como pura creencia, no tiene nada de objetable. Se convierte en una amenaza cuando por no haberla sometido nunca a examen ni haber reflexionado sobre ella empieza a actuar como una tesis, como un juicio teórico acerca de lo que el mundo y las cosas mundanas son. Justamente qué son es lo que se trata de averiguar y mientras esté aún por verse no podemos sustituir el resultado que buscamos por una creencia que quiere hacer las veces de teoría.

Pero la neutralización de esta tesis dogmática de la actitud natural acerca del mundo no sólo alcanza al mundo de los objetos que tenemos ante la conciencia sino también, en un cierto sentido muy importante, al fenomenólogo que practica la reducción. Pues el fenomenólogo es parte del mundo respecto del cual se practica la reducción; es un ser vivo entre otros seres vivos, ocupa, como cuerpo, un lugar en el espacio y existe en un cierto momento del proceso temporal. La reducción lo incluye, pues, en cuanto ente espacio-temporal mundano. Pero, diremos ahora, ¿qué es lo que queda entonces después de poner fuera de juego al mundo y al ser natural que practica este método? ¿Cuál es el residuo que se trataba de aislar mediante esta operación?

El residuo de la reducción fenomenológica es la conciencia pura, dice Husserl, la esfera de los actos que nos rinden o entregan la presencia de las cosas y del mundo. La conciencia sigue mentando, refiriéndose a objetividades, continúa siendo intencional o dirigida hacia algo, pero ese algo ha cambiado, ha sido modificado por la reducción: ya no interesa su existencia o inexistencia ni si sea un producto de la imaginación o algo real. Todos los contenidos posibles de su actividad son ahora para la conciencia fenómenos o presentaciones.

Esta transformación de lo mentado que la reducción opera tiene, teóricamente, una importancia inapreciable. El fenómeno es lo que se muestra o aparece en tanto que se muestra o aparece. Esto equivale a decir: cuando concebimos un contenido de conciencia como fenómeno lo pensamos como esencialmente ligado a la conciencia para la cual existe o a la que se muestra. Si el mundo y las cosas mundanas tienen un carácter puramente fenoménico después da la reducción, el fenomenólogo puede atender a lo que se muestra sin tener que hacer suposiciones o hipótesis sobre los aspectos escondidos u oscuros de su tema o sobre las relaciones menos patentes que pudiera tener con otras cosas no dadas actualmente. Respecto de los fenómenos cabe y se impone atenerse a lo presente tal como se nos presenta. En esta dirección la nueva actitud va ganando un saber seguro, libre de las interferencias que provienen de convicciones infundadas o de hábitos mentales poco críticos.

Por otra parte el fenomenólogo, que se ha puesto a sí mismo fuera de acción en tanto que existencia natural en el espacio y en el tiempo, se ha reducido a su puro ser como sujeto teórico. Todo lo que pueda ser además queda reducido, puesto de lado. La conciencia pura que es el residuo de la reducción fenomenológica en esta dirección no puede ahora ser interpretada como una propiedad peculiar de la especie animal hombre.

La superación de la actitud natural ofrece al fenomenólogo un acceso al universo inexplorado de las operaciones de la conciencia pura. En vez de seguir la dirección espontánea de la atención que apunta hacia el objeto intencional, el fenomenólogo puede volver la mirada hacia la conciencia misma. Este acto de reflexión o de vuelta sobre sí mismo le permite considerar ahora el acto intencional cuyo objeto es el fenómeno. La reflexión es la operación que consiste en ver actuar a los actos, o sea, en examinar al acto como aquello gracias a lo cual aparece lo que se muestra. Practicada sistemáticamente la reflexión nos ofrece un saber no sólo de las múltiples maneras como procede la conciencia sino que, al mismo tiempo, de las otras tantas formas correspondientes de dársenos los fenómenos. Pues a cada variación en los actos de conciencia corresponde una variación de la presencia de su objeto intencional. Esto ya lo sabíamos: la fenomenología descriptiva nos enseñó que un mismo objeto se nos da de muy diversas maneras según sea recordado, imaginado, objeto de la voluntad o del apetito. ¿Qué es lo que ganamos, entonces, mediante la reflexión sobre la conciencia pura o qué cosa nueva ofrece el saber acerca de la conciencia trascendental, alcanzada mediante la reducción? Los objetos de los actos dirigidos intencionalmente hacia el mundo se nos presentan siempre en perspectiva: los vemos de frente, por un lado o por detrás. Los puntos de vista desde los cuales podemos enfocarlos son innumerables. Desde cada uno de ellos no se nos entrega más que uno de los aspectos del objeto que consideramos en la percepción sensible, por ejemplo. De hecho vamos reuniendo esta multitud de aspectos, refiriéndolos uno tras otro al mismo objeto y completando así nuestra experiencia de él. Pero siempre quedarán lados por examinar, serán posibles nuevas perspectivas. El objeto es inagotable y nuestra intuición de él estará siempre constituida por una serie incompleta de presentaciones. Esta es una de las características de la experiencia de todas las objetividades "externas". Cuando nos ocupamos, en cambio, reflexivamente de actos de la conciencia, es decir, cuando el objeto no es una cosa "externa" sino un momento del mismo flujo de la conciencia, el tema no se da en escorzo o perspectiva. Su "presencia" tiene otro carácter: no hay un punto de vista y una revelación sucesiva de aspectos sino una actualidad plena e inmediatamente ofrecida de manera adecuada. Como los actos de reflexión apuntan a objetos que son actos también, no hay entre mención y objeto mentado la alteridad, la diferencia infranqueable que existe entre la conciencia que conoce y la cosa espacio-temporal conocida. En la esfera de la conciencia pura, en cambio, el acto y su término de referencia pertenecen a la misma región ontológica. De manera que en la reflexión confluyen ambos polos para formar una sola unidad vivida, determinada exclusivamente por sus propios contenidos vivenciales. En este ámbito de la conciencia trascendental o reducida se cumple por fin el ideal del conocimiento adecuado, inalcanzable en otras esferas del conocimiento.

Pocos autores han insistido tanto como Husserl en dejar en claro que su obra filosófica está al servicio de nuestro conocimiento del mundo, de este mundo en el que vivimos y pensamos. Quizás suene a paradoja dicho por el autor del método de las reducciones, por el partidario de tomar tantas medidas de precaución frente a la natural entrega a la conciencia del mundo que ya siempre poseemos. Sin embargo, bien considerado no hay tal paradoja. El abandono de lo mundano y el retiro a la inmanencia pura no tienen otro sentido que explorar las grandes estructuras necesarias de la vida de la conciencia, de aquellas estructuras que son responsables de que haya para nosotros ese orden en que todas las cosas se relacionan entre sí y que llamamos mundo. De las diversas actividades que se entretejen y se modifican mutuamente en el flujo de la conciencia provienen, como sus resultados o realizaciones, las diversas formas y momentos de esa experiencia que es nuestro saber acerca de la realidad. Este saber carece de fundamento, de una justificación satisfactoria, mientras lo tomemos simplemente como un resultado del que no sabemos ni de dónde viene, ni a qué legalidad escondida obedece. Al poner, en cambio, al mundo constituido en conexión con la productividad espontánea de la conciencia, cuya obra es, recuperamos su origen y asistimos a la trayectoria de su constitución. Husserl dijo una vez que era necesario perder el mundo para que, después de recuperado, lo poseyéramos de verdad.

Muchos comentaristas de la obra de Husserl, especialmente entre aquellos que escribieron sobre él por los años en que se conocía sólo una parte pequeña de los escritos del filósofo, sostuvieron que la fenomenología era sobre todo un método, un camino para llegar a una filosofía pero no todavía esa filosofía misma. Es cierto que Husserl se mantuvo siempre caminando y se encargó siempre de destacar él mismo cuánto quedaba aún por hacer. Pero aunque esta interpretación de la fenomenología como un puro método sea insostenible resulta fácil ver cómo fue provocada por Husserl mismo. En efecto, las consideraciones metodológicas son objeto de un tratamiento muy laborioso, largo y destacado en sus libros y en sus lecciones universitarias. La preocupación por el rigor, la fundamentación de cada paso, las precauciones y los cuidados frente a las posibilidades de error, la reglamentación de la manera de avanzar en la investigación ocupan un lugar tan preeminente que lo demás puede pasar desapercibido. Al comentar su propia obra pasada —por ejemplo, en Ideas I, refiriéndose a las Investigaciones Lógicas— Husserl habla de la manera cómo él mismo ha sido en ocasiones infiel a su propio método, aplicándolo sólo parcialmente y con vacilaciones. Y es que, en efecto, el método fenomenológico llegó a ser, en toda su trabajada elaboración un instrumento complicadísimo. No se puede uno convertir en fenomenólogo de la noche a la mañana. Husserl no sólo lo dijo sino que fue una demostración viva de ello; la fenomenología exige una disciplina de muchos años, una vigilancia sin descanso, una disposición crítica sin consideraciones, pues es necesario protegernos "metódicamente contra aquellas confusiones que están demasiado arraigadas en nosotros, como dogmáticos innatos que somos…"

De todas las dificultades del método la más ardua es, sin duda, la que ofrece la práctica de la reducción fenomenológica. Desde luego difícil porque ninguna filosofía puede socavar del todo nuestra creencia en la existencia independiente del mundo en que vivimos. Aunque comprendamos perfectamente la justificación que por el bien de la teoría tiene la exigencia de que examinemos de modo crítico nuestra confianza y nuestra familiaridad con las cosas mundanas y su manera de ser, seguimos viviendo en el mundo que queremos conocer mejor. No porque practicamos el desasimiento que nos permite retroceder hasta las operaciones teóricas implicadas por la realidad, hemos dejado de ser seres prácticos que para actuar han de dar por descontada la autonomía de los procesos y las situaciones en que se inserta la acción. El peligro, pues, de que se reintroduzcan elementos de la mentalidad empírica natural en las investigaciones de la conciencia trascendental, es permanente.

Cuando hablamos de las dificultades que es necesario superar hasta adquirir el uso de este método filosófico y de los esfuerzos que habría que invertir para modificar nuestro modo habitual de experiencia, pensamos siempre en primera instancia que se trata aquí solamente de adquirir una técnica mental que antes no poseíamos. Esta impresión es falsa. El método fenomenológico supone una verdadera conversión que compromete la voluntad, revoluciona los hábitos más arraigados, la existencia entera del fenomenólogo. Será necesario haberse comprometido en esta empresa de variar radicalmente la tendencia espontánea de la conciencia para empezar siquiera a comprender lo que promete, lo que rinde, el interés que la mueve, la transformación que trae consigo. Como ha dicho un comentarista a propósito de la conversión que hace al fenomenólogo: la necesidad de una conversión no la entiende más que el propio converso El que no ha hecho la experiencia queda excluido de ella, no sólo porque no la ha vivido, sino porque ni siquiera entiende por qué hubo necesidad de llevarla a cabo. Husserl era tan consciente de que la reducción establecía una especie de corte con todas las representaciones del sentido común y por lo tanto con las opiniones de la mentalidad natural que se imponía una y otra vez en el comienzo de sus libros el uso de un vocabulario provisorio, inadecuado para los fines propios de la fenomenología, pero útil como puente entre la manera "natural" de pensar de sus lectores y su propio modo, laboriosamente conquistado, de entender el tema en cuestión. Después de explicar la reducción fenomenológica y de mostrar cómo toda la experiencia cambia de signo a través de ella, él mismo se encarga de corregir la terminología, o, por lo menos, de destruir el malentendido provocado por su inadecuación. En una cierta medida cualquier terminología seguirá siendo impropia para la descripción de la conciencia trascendental y ésta es una dificultad inherente a la fenomenología. Pues todos nuestros conceptos están formados y poseen un contenido con respecto, precisamente, a la forma habitual de experiencia que se trata de superar: son conceptos tomados de nuestra relación natural con el mundo. Veamos una ilustración de estas dificultades de vocabulario: cuando Husserl dice, para explicar la reducción fenomenológica, que en ella se trata de retornar al sujeto pues sólo a partir de él es posible comprender el proceso de la génesis de las objetividades mundanas, enuncia una fórmula que invita a cometer dos errores graves. El primero tiene que ver con el concepto de sujeto, el otro con el de génesis. Un sujeto, entendemos inmediatamente, es un ser psicológico que se encuentra situado frente a un objeto, con el que entra en una cierta relación. Sujeto y objeto, en esa relación, se afectan y modifican mutuamente y de ello resulta el conocimiento. Este enfoque no nos ayuda, a pesar de su sensatez, a entender cómo es que se produce este resultado tan raro que es el conocimiento. Ninguna otra relación entre cosas del mundo puede servir de guía para comprender lo que designamos como la "relación" entre objeto y sujeto. A la teoría del conocimiento no puede, por lo tanto, prestarle servicio alguno. Sin embargo, Husserl se vale de esta expresión para introducir a los problemas que le interesan y es sólo después de encomendar la práctica de las reducciones y de explicar cómo se las lleva a cabo que propone la corrección de la fórmula inicial. La palabra sujeto, si es que se la ha de seguir usando, cambia de sentido y pasa a designar la esfera incondicionada de la inmanencia pura o reducida. Lo mismo ocurre con la expresión "la génesis de las objetividades". Estamos habituados a estudiar procesos genéticos en el mundo: la génesis de los organismos vivos, la génesis de movimientos históricos, etc. La observación de la manera cómo una cosa se origina nos conduce a remitirla a otras cosas o condiciones, a su vez generadas por otras y otras. Lo que llamamos el mundo es, desde un determinado punto de vista, este encadenamiento inagotable de todos los seres entre sí. ¿Qué sentido tiene entonces hablar de la génesis del mundo mismo en el sujeto, si partimos pensando que toda génesis es un suceso intramundano? No se puede tratar de que el sujeto hace al mundo de la manera como el artista su obra, en la que trabaja por un tiempo, de la que se separa luego para entregarse a otras cosas y a la que deja librada finalmente a su suerte como un producto discreto, que se desprende de la actividad que lo engendró. Sólo la radical transformación que la reducción introduce en nuestra manera de pensar y en los conceptos de que se vale puede conferir a la idea de génesis la significación filosófica que tiene en la fenomenología.

La obra de Husserl, como decíamos al comenzar, puede ser aducida como un ejemplo del llamado esoterismo característico de la filosofía contemporánea. Quizás sea un poco más claro para todos nosotros ahora, después de hablar del método de las reducciones, de la preparación del fenomenólogo, de las tareas que son las suyas y de lo que ha de lograr de sí para empezar a resolverlas, de dónde provienen las dificultades que opone el pensamiento filosófico actual a la intención de penetrarlo sin pasar por esta disciplina y sin compartir la voluntad de verdad que le da sentido.

Si comprendemos bien el significado de estos obstáculos veremos cuán peregrino resulta calificar de esotérica a la filosofía de Husserl. Una doctrina es esotérica sólo cuando surge de la voluntad de ocultarse, de cerrarse a la mayoría, pero no cuando es meramente difícil a consecuencia de los requerimientos internos de la empresa misma. La intención de Husserl es la inversa: piensa que mediante el método fenomenológico la filosofía se convertirá en una ciencia rigurosa. ¿Qué hay de más universal que la ciencia? No universal en el sentido de que todos los hombres participen de hecho de lo que la ciencia ofrece sino en el de que, en principio, todos deberían poder participar. Por eso resulta tan interesante que a una actividad racional se la llame esotérica. Interesante no sólo por el error de conceptos, por la confusión de lo difícil con lo oscuro y de lo claro con lo fácil, sino que, sobre todo, porque se lo dice como acusación, irritadamente y hasta con resentimiento.. Estas emociones son un homenaje inconsciente a lo que provoca la acusación, pues dan por descontado, por una parte, que todos estamos llamados a pensar y, por otra, que, en principio, la filosofía es una de las formas de responder a ese llamado.

Carla Cordua

El conocimiento de la ignorancia

El conocimiento de la ignorancia

Me doy cuenta, una vez más, de lo poco que sé, y ello me hace recordar la vieja historia que Sócrates contó por primera vez en su juicio. Uno de sus jóvenes amigos, un miembro del pueblo de nombre Querefon, había preguntado al dios Apolo en Delfos si existía alguien más sabio que Sócrates, y Apolo le había contestado que Sócrates era el más sabio de todos. Sócrates halló esta respuesta inesperada y misteriosa. Pero, después de varios experimentos y conversaciones con todo tipo de personas, creyó haber descubierto aquello que el dios había querido decir; por contraste de todos lo demás, él, Sócrates, se había dado cuenta de lo lejos que estaba de ser sabio, de que no sabía nada. Pero lo que el dios nos había querido decir a todos nosotros era que la sabiduría consistía en el conocimiento de nuestras limitaciones y, lo más importante de todo, en el conocimiento de nuestra propia ignorancia. Creo que Sócrates nos enseñó algo que es tan importante hoy en día como lo fue hace 2.400 años. Y creo que los intelectuales, incluso científicos, políticos y, especialmente aquellos que trabajan en los medios de comunicación, tienen hoy la imperiosa necesidad de aprender esta vieja lección que Sócrates trató en vano de enseñarnos.

¿Pero, es eso cierto? ¿No sabemos hoy, acaso, muchísimo más de lo que sabía Sócrates en su época? Sócrates tenía razón, debe admitirse, al ser consciente de su ignorancia: en efecto, él era ignorante sobre todo si lo comparamos con lo que sabemos hoy en día. Efectivamente, el reconocer su ignorancia fue un gesto de gran sabiduría por su parte. Pero hoy se dice que nuestros investigadores y científicos contemporáneos no son simples buscadores, sino también descubridores. Porque saben mucho: tanto que el gran volumen de nuestro conocimiento científico se ha convertido en un grave problema; los nuevos descubrimientos se publican a tal velocidad que es imposible que nadie pueda estar al día. ¿Podría ser que incluso ahora debamos seguir construyendo nuestra filosofía del conocimiento sobre la tesis de Sócrates de nuestra falta de conocimiento?

La objeción es correcta, pero únicamente después de haberla modificado radicalmente mediante cuatro comentarios muy importantes: Primero, la idea de que la ciencia sabe mucho es correcta, pero la palabra conocimiento se usa aquí, al parecer inconscientemente en un sentido que es completamente distinto del significado que se le da a la palabra conocimiento cuando se usa, con énfasis, en el lenguaje diario. Sin embargo, el conocimiento científico simplemente no es un conocimiento cierto. Está siempre abierto a revisión. Consiste en conjeturas comprobables -el mejor de los casos-, conjeturas que han sido objeto de las más duras pruebas, conjeturas inciertas.

Es conocimiento hipotético, conocimiento conjetural. Este es mi primer comentario, y por sí mismo es una amplia defensa de la aplicación a la ciencia moderna de las ideas de Sócrates: el científico debe tener en cuenta, como Sócrates, que él o ella no sabe, simplemente supone. Mi segundo comentario sobre la observación de que nosotros sabemos tanto hoy en día es éste: con casi cada nuevo logro científico, con cada solución hipotética de un problema científico, el número de problemas no resueltos aumenta; y asimismo aumenta el grado de su dificultad; de hecho, ambos aumentan a una velocidad superior a la que lo hacen las soluciones! Y sería correcto decir que mientras nuestra ignorancia, nuestra creciente ignorancia es infinita. Mi tercer comentario es éste: cuando decimos que hoy sabemos más que lo que sabía Sócrates en su época, que nuestro conocimiento conjetural es mayor, esto es probablemente incorrecto en tanto que nosotros interpretamos el saber en un sentido subjetivo. Probablemente, ninguno de nosotros sabe más, en cuanto a almacenar mayor información en nuestra memoria; más bien, somos conscientes de que hoy en día se sabe muchísimo más y acerca de muchísimas más cosas diferentes que en los tiempos de Sócrates.

Tenemos aquí una cuarta razón para decir que Sócrates estaba en lo cierto, incluso hoy. Porque este anticuado conocimiento personal consiste en teorías que se han demostrado son falsas. Por ello, tenemos cuatro razones que nos demuestran que incluso hoy, la idea de Sócrates "Sólo sé que no sé nada", es una idea de palpitante actualidad, pienso que aún más que en tiempos de Sócrates. Y tenemos razones, en defensa de la tolerancia, para deducir de la idea de Sócrates aquellas consecuencias éticas que fueron deducidas, en sus tiempos, por el propio Sócrates, por Erasmo, por Montaigne, Voltaire, Kant y Lessing. Y debemos incluso deducir algunas otras consecuencias. Los principios que son el fundamento de cada diálogo racional, es decir, cada discusión encaminada a la búsqueda de la verdad son, de hecho, principios éticos. Me gustaría expresar tres de esos principios éticos.

(a) El principio de la falibilidad: Quizá yo esté equivocado y quizá usted tenga razón, pero desde luego, ambos podemos estar equivocados.
(b) El principio del diálogo racional: Queremos de modo crítico -pero por supuesto, sin ningún tipo de crítica personal- poner a prueba nuestras razones a favor y en contra de nuestras variadas (criticables) teorías. Esta postura crítica pone a prueba nuestras razones a favor y en contra de nuestras variadas (criticables) teorías. Esta actitud crítica a la que estamos obligados a asumir es parte de nuestra responsabilidad intelectual.
(c) El principio de acercamiento a la verdad con la ayuda del debate. Podemos casi siempre acercarnos a la verdad, con la ayuda de tales discusiones críticas impersonales (y objetivas), y de este modo podemos casi siempre mejorar nuestro entendimiento; incluso en aquellos casos en los que no llegamos a un acuerdo.

Es extraordinario que esos tres principios sean epistemológicos y, al mismo tiempo sean también principios éticos. Porque implican, entre otras cosas, tolerancia: si yo puedo aprender de usted, y si yo quiero aprender en el interés por la búsqueda de la verdad, no sólo debo tolerarle como persona, sino que debo reconocerle potencialmente como a un igual. El principio ético que nos guíe deberá ser nuestro compromiso con la búsqueda de la verdad y la noción de una vía para llegar a la verdad y un acercamiento a ella. Sobre todo, deberíamos entender que nunca podremos estar seguros de haber llegado a la verdad; que tenemos que seguir haciendo críticas, autocríticas, de lo que creemos haber encontrado y, por consiguiente tenemos que seguir poniéndolo a prueba con espíritu crítico; que tenemos que esforzarnos mucho en la crítica y que nunca deberíamos llegar a ser complacientes y dogmáticos. Y también debemos vigilar constantemente nuestra integridad intelectual, que junto con el conocimiento de nuestra falibilidad nos llevará a una actitud de autocrítica y de tolerancia.

Por otra parte, también es de gran importancia darnos cuenta que siempre podemos aprender cosas nuevas, incluso en el campo de la ética. Me gustaría demostrar lo anterior por vía de un examen de la ética de los profesionales, la ética de los intelectuales, la ética de los científicos, médicos, abogados, ingenieros, arquitectos, directores, y, muy importante, de los periodistas y de la gente influyente del mundo de la televisión; también de los funcionarios, y sobre todo, de los políticos. Me gustaría proponerles algunos principios de una nueva ética profesional, principios que están estrechamente relacionados con las ideas éticas de tolerancia y de honestidad intelectual. Con este fin voy a describir primero la antigua ética profesional y, quizá, caricaturizarla un poco, para luego compararla y contrastarla con la nueva ética profesional que deseo proponer aquí.

Hay que reconocer que la antigua ética profesional se basó, como también se basa la nueva, en los conceptos de verdad, de racionalidad y de responsabilidad intelectual. Con la diferencia de que la antigua ética se basó en el concepto de conocimiento personal y en la idea de que es posible llegar al conocimiento cierto, o al menos acercarse lo más posible. Por esta razón, el concepto de autoridad personal desempeñó un papel importante en la antigua ética profesional. En contraste, la nueva ética se basa en el concepto de conocimiento objetivo, y de conocimiento incierto. Esto exige un cambio radical en nuestra manera de pensar. Lo que tiene que cambiar es el papel desempeñado por los conceptos de verdad, racionalidad, honestidad intelectual y responsabilidad intelectual.

Mi sugerencia es que la nueva ética profesional que propongo aquí se base en los doce principios siguientes, con los cuales termino mi discurso:
Nuestro conocimiento objetivo conjetural continúa superando con diferencia lo que el individuo puede abarcar. Por consiguiente: no hay autoridades. Esta importante conclusión también se puede aplicar a materias especializadas y a campos específicos de investigación.

(a)  Es imposible evitar todos los errores, e incluso todos aquellos que, en sí mismos, son evitables. Todos los científicos cometen equivocaciones continuamente. Hay que revisar la antigua idea de que se pueden evitar los errores y que, por tanto, existe la obligación de evitarlos: la idea en sí encierra un error.
(b) Por supuesto, sigue siendo nuestro deber hacer todo lo posible para evitar errores. Pero precisamente para evitarlos debemos ser conscientes, sobre todo, de la dificultad que esto encierra y del hecho de que nadie logra evitarlos.
(c) Los errores pueden estar ocultos al conocimiento de todos incluso en nuestras teorías mejor comprobadas; así, la tarea específica del científico es buscar tales errores. Descubrir que una teoría bien contrastada, o que una técnica usual práctica son erróneas, podría ser un descubrimiento de máxima importancia.
(d) Por lo tanto, tenemos que cambiar nuestra actitud hacia nuestros errores. Es aquí donde hay que empezar nuestra reforma práctica de la ética. Porque la actitud de la antigua ética profesional nos obliga a tapar nuestros errores, a mantenerlos secretos y a olvidarnos de ellos tan pronto como sea posible.
(e) El nuevo principio básico es que para evitar equivocarnos, debemos aprender de nuestros propios errores. Intentar ocultar la existencia de errores es el pecado más grande que existe.
(f) Tenemos que estar continuamente al acecho para detectar errores, especialmente los propios, con la esperanza de ser los primeros en hacerlo. Una vez detectados, debemos estar seguros de recordarlos, examinarlos desde todos los puntos de vista para descubrir por qué se cometió el error.
(g) Es parte de nuestra tarea el tener y ejercer una actitud autocrítica, franca y honesta hacia nosotros mismos.
(h) Puesto que debemos aprender de nuestros errores, asimismo debemos aprender a aceptarlos incluso con gratitud, cuando nos los señalan los demás. Y cuando llamamos la atención a otros sobre sus errores deberíamos siempre tener en cuenta que los científicos más grandes los han cometido.
(i) Tenemos que tener claro en nuestra propia mente que necesitamos a los demás para descubrir y corregir nuestros errores (de la misma manera en que los demás nos necesitan a nosotros) y, sobre todo, necesitamos a gente que se haya educado con diferentes ideas en un mundo cultural distinto. Así se logra tolerancia.
(j) Debemos aprender que la autocrítica es la mejor crítica, pero que la crítica de los demás es una necesidad. Tiene casi la misma importancia que la autocrítica.

La crítica racional y no personal (u objetiva) debería ser siempre específica: hay que alegar razones específicas cuando una afirmación específica, o una hipótesis específica, o un argumento específico nos parece falso o no válido. Hay que guiarse por la idea de acercamiento a la verdad objetiva. En este sentido, la crítica tiene que ser impersonal, pero debería ser a la vez benévola.

Karl Popper

Theodor W. Adorno: Juliette o la Ilustración y moral

Theodor W. Adorno: Juliette o la Ilustración y moral

La Ilustración es, en palabras de Kant, «la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro»[1]. El «entendimiento sin la guía de otro» es el entendimiento guiado por la razón. Lo cual significa que él, en virtud de la propia coherencia, reúne y combina en un sistema los conocimientos particulares. «El verdadero objeto de la razón no es más que el entendimiento y su adecuada aplicación al objeto»[2]. Ella pone «una cierta unidad colectiva como fin de los actos del entendimiento»[3], y esta unidad es el sistema. Sus normas son las directrices para la construcción jerárquica de los conceptos. Para Kant, lo mismo que para Leibniz y Descartes, la racionalidad consiste en «completar... la conexión sistemática mediante el ascenso a los géneros superiores y el descenso a las especies inferiores»[4]. La sistematización del conocimiento es «su interconexión a partir de un solo principio»[5]. Pensar, en el sentido de la Ilustración, es producir un orden científico unitario y deducir el conocimiento de los hechos de principios, entendidos ya sea como axiomas determinados arbitrariamente, como ideas innatas o como abstracciones supremas. Las leyes lógicas constituyen las relaciones más generales dentro de ese orden; ellas lo definen. La unidad reside en la unanimidad. El principio de contradicción es el sistema in nuce. Conocer es subsumir bajo principios. El conocimiento se identifica con el juicio que integra lo particular en el sistema. Todo pensamiento que no tienda al sistema carece de dirección o es autoritario. La razón no proporciona otra cosa que la idea de unidad sistemática, los elementos formales de una sólida interconexión conceptual. Todo fin objetivo al que puedan referirse los hombres como puesto por la razón es –en el sentido riguroso de la Ilustración– ilusión, mentira, «nacionalización», por más que los filósofos se esfuercen particularmente en apartar la atención de esta consecuencia y dirigirla a un sentimiento humanitario. La razón es «la facultad de derivar lo particular de lo universal»[6]. La homogeneidad de lo universal y de lo particular viene garantizada, según Kant, por «el esquematismo del entendimiento puro», que consiste en el obrar inconsciente del mecanismo intelectual que estructura ya la percepción conforme al entendimiento. Este imprime a la cosa, como cualidad objetiva suya, la inteligibilidad que el juicio subjetivo encuentra en ella, aun antes de que ésta entre en el yo. Sin este esquematismo, es decir, sin intelectualidad en la percepción, ninguna impresión se adecuaría al concepto, ninguna categoría al ejemplar; no se daría ni siquiera la unidad del pensamiento, mucho menos la del sistema, a la que, no obstante, todo tiende. Realizar esta unidad es la tarea consciente de la ciencia. Si todas las «leyes de la experiencia constituyen sólo determinaciones especiales de otras leyes todavía más elevadas, las supremas de las cuales... proceden a priori del mismo entendimiento»[7], la investigación debe siempre atender a que los principios permanezcan debidamente unidos a los juicios de hechos. «Esta concordancia de la naturaleza con nuestra facultad de conocimiento es presupuesta a priori por el juicio»[8]. Ella es el «hilo conductor»[9] de la experiencia organizada.

El sistema debe ser mantenido en armonía con la naturaleza; como los hechos son pronosticados desde él, los hechos deben, a su vez, confirmarlo. Pero los hechos pertenecen a la praxis; ellos indican en todo lugar el contacto del sujeto individual con la naturaleza en cuanto objeto social: experimentar es siempre un actuar y un padecer reales. En física, es verdad, la percepción que permite probar una teoría se reduce normalmente a la chispa eléctrica que se enciende en el dispositivo experimental. El hecho de que ésta no se produzca carece por lo general de consecuencias prácticas: sólo puede destruir una teoría o, en el peor de los casos, la carrera del ayudante encargado de llevar a cabo el experimento. Pero las condiciones del laboratorio son la excepción. El pensamiento que no armoniza sistema e intuición atenta contra algo más que impresiones ópticas aisladas; entra en conflicto con la praxis real. No sólo no se produce el hecho esperado, sino que ocurre el que no se esperaba: el puente se hunde, la siembra se seca, la medicina enferma en lugar de curar. La chispa que expresa con más exactitud la falta de pensamiento sistemático, el atentado contra la lógica, no es una percepción efímera, sino la muerte súbita. El sistema propio de la Ilustración es la forma de conocimiento que mejor domina los hechos, que ayuda más eficazmente al sujeto a dominar la naturaleza. Sus principios son los de la autoconservación. La minoría de edad se revela como la incapacidad de conservarse a sí mismo. El burgués, en las sucesivas formas de propietario de esclavos, de libre empresario y de administrador, es el sujeto lógico de la Ilustración.

Las dificultades en el concepto de razón, que derivan del hecho de que sus sujetos, portadores de una sola y misma razón, se hallan inmersos en contradicciones reales, son veladas en la Ilustración occidental tras la aparente claridad de sus juicios. En la Crítica de la razón pura, en cambio, se ponen de manifiesto en la oscura relación del yo trascendental con el yo empírico y en las otras contradicciones no resueltas. Los conceptos de Kant son ambiguos. La razón, en cuanto yo trascendental supraindividual, contiene en sí la idea de una libre convivencia de los hombres en la que éstos se organizan como sujeto universal y superan el conflicto entre la razón pura y la empírica en la consciente solidaridad del todo. Ella representa la idea de la verdadera universalidad, la utopía. Pero, al mismo tiempo, la razón es la instancia del pensamiento calculador que organiza el mundo para los fines de la autoconservación y no conoce otra función que no sea la de convertir el objeto, de mero material sensible, en material de dominio. La verdadera naturaleza del esquematismo, que hace concordar desde fuera lo universal y lo particular, el concepto y el caso singular, se revela finalmente en la ciencia actual como el interés de la sociedad industrial. El ser es contemplado bajo el aspecto de la elaboración y la administración. Todo se convierte en proceso repetible y sustituible, en mero ejemplo por los modelos conceptuales del sistema: incluso el hombre singular, por no hablar del animal. El conflicto entre la ciencia administrativa y reificadora, entre el espíritu público y la experiencia del individuo, es prevenido por las circunstancias. Los sentidos están determinados ya por el aparato conceptual aun antes de que tenga lugar la percepción; el burgués ve de antemano el mundo como el material con el que se lo construye. Kant ha anticipado intuitivamente lo que sólo Hollywood ha llevado a cabo conscientemente: las imágenes son censuradas previamente, ya en su misma producción, según los modelos del entendimiento conforme al cual van de ser contempladas después. La percepción mediante la cual el juicio publico se ve confirmado estaba ya preparada por éste aun antes de que se produjera. Si la utopía oculta en el concepto de razón apuntaba, a través de las diferencias accidentales de los sujetos, a su idéntico interés reprimido, la razón, por el contrario, en la medida en que funciona con arreglo a los fines como mera ciencia sistemática, allana junto con las diferencias también el idéntico interés común. Ella no admite otras determinaciones que las clasificaciones del funcionamiento social. Nadie es distinto de aquello para lo que se ha convertido: un miembro útil, triunfador o fracasado de grupos profesionales y nacionales. Es un representante cualquiera de su tipo geográfico, psicológico o sociológico. La lógica es democrática: en ella los grandes no tienen ningún privilegio con respecto a los pequeños. Aquéllos pertenecen a los notables como éstos a los objetos potenciales de la asistencia social. La ciencia, en general, se relaciona con la naturaleza y con los hombres de forma no distinta a como lo hace la ciencia de los seguros, en particular, con la vida y la muerte. No importa quién muere; lo que cuenta es la relación de los casos con las obligaciones de la compañía. Es la ley de los grandes números, y no el caso singular, lo que se repite en la fórmula. La coincidencia de lo universal y lo particular se halla contenida, y ni siquiera ya secretamente, en un intelecto que percibe lo particular sólo como un caso de lo universal y lo universal sólo como la cara de lo particular por la que éste se deja captar y manipular. La ciencia misma no tiene ninguna conciencia de sí; es un instrumento. Pero la Ilustración es la filosofía que identifica verdad con sistema científico. El intento de fundamentar esta identidad, que Kant emprendió aun con intención filosófica, condujo a conceptos que no tienen científicamente ningún sentido porque no son meras consignas para manipulaciones según las reglas del juego. El concepto de autocomprensión de la ciencia contradice el concepto mismo de ciencia. La obra de Kant transciende la experiencia como mera operatividad, por lo que la Ilustración la rechaza hoy, según sus propios principios, como dogmática. Con la confirmación del sistema científico como figura de la verdad, realizada por Kant como resultado, el pensamiento sella su propia nulidad, puesto que la ciencia es ejercitación técnica, tan alejada de la reflexión sobre sus propios fines como otros tipos de trabajo bajo la presión del sistema.

Las doctrinas morales de la Ilustración ponen de manifiesto el desesperado intento de encontrar, en sustitución de la religión debilitada, una razón intelectual para sostenerse en la sociedad cuando falla el interés. Los filósofos, como auténticos burgueses, pactan en la praxis con los poderes que según su teoría están condenados. Las teorías son consecuentes y duras; las doctrinas morales, propagandísticas y sentimentales, incluso allí donde su tono es rigorista; o bien son golpes de fuerza, dados desde la conciencia del carácter no derivable de la moral misma, como el recurso de Kant a las fuerzas morales consideradas como un hecho. Su intento de deducir, si bien de forma más cauta que toda la filosofía occidental, el deber del respeto mutuo de una ley de la razón, carece de todo sostén crítico. Es el intento habitual del pensamiento burgués de fundamentar el cuidado, sin el cual no puede existir civilización, de otra forma que a través del interés material y la violencia: sublime y paradójico como ninguno otro antes, y efímero como todos ellos. El burgués que se privara de una sola ganancia por el motivo kantiano del respeto a la mera forma de la ley no sería ilustrado, sino supersticioso: sería un loco. En la raíz del optimismo kantiano, según el cual la acción moral es racional aun allí donde la acción inmoral tiene buenas probabilidades de triunfo, está el horror ante la recaída en la barbarie. Si una de estas dos fuerzas morales: el amor mutuo y el respeto, desapareciera –escribe Kant, siguiendo a Haller[10]– «entonces la nada (de la inmoralidad), con las fauces abiertas, se tragaría el reino entero de los seres (morales), como una gota de agua». Pero ante la razón científica las fuerzas morales son ya, según el mismo Kant, impulsos y modos de conducta no menos neutrales que las inmorales, en las que se convierten tan pronto como se orientan no a aquella oculta posibilidad, sino a la conciliación con el poder. La Ilustración destierra de la teoría esta diferencia. Ella contempla las pasiones «como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos»[11]. El orden totalitario se ha tomado esto absolutamente en serio. Sustraído al control de su propia clase, que mantuvo al hombre de negocios del siglo xix en el respeto y el amor mutuo kantianos, el fascismo, que* ahorra a sus pueblos los sentimientos morales mediante una disciplina de hierro, no necesita ya guardar disciplina alguna. En contra del imperativo categórico y en tanto más profunda concordancia con la razón pura, trata a los hombres como cosas, como centros de modos de comportamiento. Contra el océano de la violencia abierta, que ha hecho realmente irrupción en Europa, los amos habían querido proteger al mundo burgués sólo mientras la concentración económica no estuviese aún suficientemente avanzada. Antes, sólo los pobres y los salvajes se hallaban expuestos a los elementos capitalistas desencadenados. Pero el orden totalitario pone al pensamiento calculador en posesión de todos sus derechos y se atiene a la ciencia en cuanto tal. Su canon es su propia sangrienta capacidad productiva*. La mano de la filosofía lo había escrito sobre la pared, desde la Crítica kantiana hasta la Genealogía de la moral de Nietzsche; uno solo lo ha llevado a cabo hasta en el detalle. La obra del Marqués de Sade muestra «al entendimiento sin la guía de otro», es decir, al sujeto burgués liberado de la tutela.

La autoconservación es el principio constitutivo de la ciencia, el alma de la tabla de las categorías, aun cuando ésta debiera ser deducida de forma idealista, como en Kant. Incluso el yo, la unidad sintética de la apercepción, la instancia que Kant designa como el punto supremo del que debe pender la entera lógica[12], es en realidad tanto el producto como la condición de la existencia material. Los individuos, obligados a cuidar de sí mismos, desarrollan el yo como la instancia de la previsión y la síntesis panorámica reflexivas; se amplia y se reduce de acuerdo con las perspectivas de independencia económica y propiedad productiva a través de sucesivas generaciones. Finalmente pasa de los burgueses expropiados a los monopolistas totalitarios, cuya ciencia se ha reducido a la suma de los métodos de reproducción de la sociedad de masas sojuzgada. Sade erigió un precoz monumento a ese sentido de la planificación. La conjuración de los poderosos contra los pueblos mediante su férrea organización está tan cerca del espíritu ilustrado, desde Maquiavelo y Hobbes, como la república burguesa. El espíritu ilustrado es enemigo de la autoridad sólo cuando ésta carece de fuerza para obligar a la obediencia; es enemigo del poder que no es tal. Mientras se prescinde de la cuestión de quien pone en práctica la razón, ésta no tiene más afinidad a la violencia que a la mediación; según la situación del individuo y de los grupos hace aparecer como un hecho la paz o la guerra, la tolerancia o la represión. Al desenmascarar fines objetivos como poder de la naturaleza sobre el espíritu, como menoscabo de su propia legislación autónoma, queda, en su formalidad, a disposición de cualquier interés natural. El pensamiento se convierte por completo en órgano; se reintegra en la naturaleza. Pero, para los que dominan, los hombres se convierten en material, como lo es la entera naturaleza para la sociedad. Tras el breve intervalo del liberalismo, durante el cual los burgueses se mantuvieron recíprocamente en guardia, el dominio se revela como terror arcaico en la forma racionalizada del fascismo*. «Entonces –dice el príncipe Francaville en una recepción del rey de Nápoles–, hay que sustituir las quimeras religiosas por un gran terror; liberad al pueblo del temor de un infierno futuro, que se entregue a todo tan pronto haya sido destruido, pero sustituid esa terrible quimera por leyes penales prodigiosamente severas y que sólo recaigan sobre él; porque es el único que importuna al Estado: siempre es en su clase donde nacen los descontentos. ¿Qué le importa al hombre rico la idea del freno que jamás pesa sobre su cabeza cuando compra esa vana apariencia con el derecho de vejar grandemente a su vez a todos aquellos que viven bajo su yugo? En esta clase jamás encontrareis a uno solo que no os permita la mayor de las tiranías cuando compruebe su realidad sobre los otros»[13]. La razón es el órgano del cálculo, de la planificación; neutral respecto a los fines, su elemento es la coordinación. Lo que Kant fundamentó trascendentalmente: la afinidad entre conocimiento y planificación, que da a la existencia burguesa, racionalizada hasta en sus pausas, en todos sus detalles el carácter de ineluctable finalidad, ha sido llevado a cabo ya empíricamente por Sade un siglo antes de la llegada del deporte. Las modernas secciones deportivas, con su juego colectivo perfectamente regulado, donde ningún jugador alberga la menor duda respecto a su papel y siempre hay uno de reserva preparado para sustituirlo, tienen su preciso modelo en los juegos sexuales de Juliette, en los que ni un solo momento queda desaprovechado, ninguna abertura corporal descuidada, ninguna función inactiva. En el deporte, como en todos los sectores de la cultura de masas, reina una actividad intensa y enteramente funcional, sin que el espectador no del todo iniciado sea capaz de descubrir la diferencia de las combinaciones, el sentido de las jugadas que se mide según reglas arbitrariamente establecidas. La peculiar estructura arquitectónica del sistema kantiano preanuncia, como las pirámides gimnásticas de las orgías de Sade y la jerarquía de principios de las primeras logias burguesas –cuyo cínico reflejo es el riguroso reglamento de la sociedad libertina de Las 120 Jornadas–, la organización de toda la vida vaciada de cualquier fin objetivo. Lo que importa en estas organizaciones parece ser no tanto el placer cuanto su gestión activa y organizada, como ya en otras épocas desmitologizadas, en la Roma de la edad imperial y del renacimiento, así como en el barroco, el esquema de la actividad pesaba más que su contenido. En la edad moderna, la Ilustración ha desligado las ideas de armonía y perfección de su hipóstasis en el más allá religioso y las ha dado al esfuerzo humano como criterio bajo la forma de sistema. Una vez que la utopía que dio la esperanza a la revolución francesa pasó, poderosa e impotente a la vez, a la música y la filosofía alemanas, el orden burgués establecido ha funcionalizado por completo la razón. Ésta se ha convertido en la funcionalidad sin finalidad, que justamente por ello se deja acomodar a cualquier fin. Es el plan en sí mismo considerado. El estado totalitario manipula a las naciones. «Así es –retomó el príncipe, asiéndose a esta idea con gran celo–, el gobierno tiene que ser quien regule la población, el que tenga en sus manos todos los medios de extinguirla si la teme, de aumentarla si la cree necesaria, y el que nunca tenga en su justicia otra balanza que la de sus intereses o sus pasiones, únicamente combinados con las pasiones o los intereses de aquellos que, acabamos de decir, han obtenido de él todas las partes de autoridad necesarias para centuplicar la suya»[14]. El príncipe muestra el camino que el imperialismo, la forma más temible de la ratio, ha recorrido siempre. «Volved ateos y amorales a los pueblos que queréis subyugar: mientras no adore a más Dios que a vos no tendrá más costumbres que las vuestras, seréis siempre su soberano... Ahora bien, en compensación dejadle la más amplia facultad del crimen sobre sí mismo; no le castiguéis jamás, a no ser que sus dardos vayan dirigidos contra vos»[15].

Dado que la razón no fija fines objetivos, todos los afectos están igualmente distantes de ella. Ellos son meramente naturales. El principio según el cual la razón se opone sencillamente a todo lo irracional fundamenta la verdadera antítesis entre Ilustración y mitología. Ésta conoce al espíritu sólo en cuanto sumergido en la naturaleza, es decir, como fuerza natural. Al igual que las fuerzas exteriores, los movimientos interiores son para ella fuerzas vivientes de origen divino o demoníaco. La Ilustración, en cambio, reduce relación causal, sentido y vida enteramente a la subjetividad, que se constituye como tal precisamente en esta reducción. La razón es para ella el agente químico que absorbe en sí la propia sustancia de las cosas y la disuelve en la mera autonomía de la razón misma. Para huir del terror supersticioso ante la naturaleza ha desenmascarado por completo las unidades de acción y las figuras objetivas como máscaras de un material caótico y ha maldecido como esclavitud su influjo sobre la instancia humana, hasta que el sujeto se convirtió, en teoría, en la única, ilimitada y vacía autoridad. Toda fuerza de la naturaleza se redujo a mera indiscriminada resistencia frente al poder abstracto del sujeto. La mitología particular con la que debía acabar la Ilustración occidental, también en la forma de calvinismo, era la doctrina católica del ordo y la religión popular pagana que continuaba floreciendo bajo ella. Liberar a los hombres de su influencia era el objetivo de la filosofía burguesa. Pero la liberación fue mucho más allá de lo que tuvieron en mente sus creadores humanos. La desatada economía de mercado era al mismo tiempo la figura real de la razón y el poder ante el cual ésta fracasó. Los reaccionarios románticos no hicieron sino expresar lo que los burgueses mismos experimentaron: que la libertad conducía en su mundo a la anarquía organizada. La crítica de la contrarrevolución católica tuvo razón frente a la Ilustración, lo mismo que ésta la tuvo frente al catolicismo. La Ilustración se había comprometido con el liberalismo. Si todos los afectos son equivalentes, parece entonces que la autoconservación, que ya de por sí domina la forma del sistema, constituye también la máxima más probable del obrar. Ella debería ser liberada en la economía libre. Los escritores sombríos de la primera burguesía, como Maquiavelo, Hobbes, Mandeville, que se hicieron portavoces del egoísmo del sujeto, reconocieron con ello a la sociedad como el principio destructor y denunciaron la armonía antes de que fuera elevada a doctrina oficial por los otros, los luminosos, los clásicos. Los primeros elogiaron la totalidad del orden burgués como el horror que terminaba por devorar lo universal y lo particular, la sociedad y el sujeto. Con el desarrollo del sistema económico*, en el que el dominio de grupos privados sobre el aparato productivo divide y separa a los hombres, la autoconservación retenida idéntica por la razón, es decir, el instinto objetivado del individuo burgués, se reveló como fuerza natural destructora, imposible ya de separar de la autodestrucción. La una se convirtió confusamente en la otra. La razón pura devino antirrazón, procedimiento impecable y sin contenido. Pero aquella utopía que anunciaba la reconciliación de naturaleza y sujeto salió, junto con la vanguardia revolucionaria, de su escondrijo en la filosofía alemana, irracional y racional a la vez, como idea de la asociación de hombres libres** y atrajo hacia sí todo el furor de la ratio. En la sociedad tal como es, y a pesar de las pobres tentativas moralistas de difundir la humanidad como medio más racional, la autoconservación se mantiene despojada de la utopía denunciada como mito. Astuta autoconservacion es, en los que dominan, la lucha por el poder fascista, y en los individuos, la adaptación a la injusticia a cualquier precio. A la razón ilustrada le es tan difícil hallar un criterio para graduar un impulso en si mismo y frente a otros como para ordenar el universo en esferas. La jerarquía en la naturaleza es desenmascarada por ella, con razón, como un reflejo de la sociedad medieval, y los intentos posteriores de justificar un nuevo orden jerárquico objetivo de valores llevan en la frente el sello de la mentira. El irracionalismo que se anuncia en estas vanas reconstrucciones está muy lejos de resistir a la razón industrial*. Si la gran filosofía, con Leibniz y Hegel, había descubierto incluso en aquellas expresiones subjetivas y objetivas que no son en sí mismas pensamiento: en sentimientos, instituciones y obras de arte, una pretensión de verdad, el irracionalismo por su parte, en esto como en otros puntos afín al último reducto de la Ilustración: al positivismo moderno, aísla el sentimiento, como la religión y el arte, de toda forma de conocimiento. El irracionalismo limita, es verdad, a la fría razón en favor de la vida inmediata, pero hace de ésta un principio meramente hostil al pensamiento. Bajo el pretexto de esta hostilidad, el sentimiento, y en definitiva toda expresión humana, la cultura en cuanto tal, son exonerados de la responsabilidad ante el pensamiento, pero con ello se transforman en elementos neutralizados de la ratio omnicomprensiva del sistema económico** que desde hace tiempo se ha hecho irracional. Esta ratio no pudo, desde sus comienzos, confiar sólo en su fuerza de atracción y por eso la completó mediante el culto de los sentimientos. Donde hace una llamada en favor de estos, esa ratio se vuelve contra su propio medio, el pensamiento, que por lo demás a ella, razón alienada respecto a sí misma, le resultó en todo momento sospechoso. El entusiasmo de los amantes en las películas constituye ya un golpe a la impasible teoría y se prolonga en el argumento sentimental contra el pensamiento que ataca a la injusticia. En la medida en que los sentimientos se convierten de este modo en ideología, el desprecio al que sucumben en la realidad no es superado. El hecho de que ellos, comparados con las sublimes alturas a las que los traspone la ideología, aparezcan siempre como excesivamente vulgares, contribuye a condenarlos. La condena de los sentimientos estaba ya implícita en la formalización de la razón. La autoconservación en cuanto instinto natural tiene aún, como otros impulsos, mala conciencia; sólo la laboriosidad y las instituciones destinadas a su servicio, es decir, la mediación independizada, el aparato, la organización, el sistema, gozan –en la práctica como en la teoría– de la consideración de ser racionales; las emociones están integradas en ellas.

La Ilustración de la edad moderna estuvo desde el principio bajo el signo del radicalismo: eso la distingue de toda fase anterior de desmitologización. Cada vez que con una nueva forma de sociedad han aparecido en la historia del mundo una nueva religión y una nueva mentalidad, fueron reducidos al polvo, junto con las viejas clases, estirpes o pueblos, los viejos dioses. Pero especialmente cuando un pueblo, debido a su propio destino –como, por ejemplo, los judíos–, pasa a una nueva forma de vida social, los viejos hábitos heredados, los ritos sagrados y los objetos de veneración son transformados en delitos y horrores abominables. Los miedos e idiosincrasias de hoy, los rasgos de carácter despreciados o detestados pueden interpretarse como cicatrices de violentos progresos en la evolución humana. Desde la repugnancia ante los excrementos y la carne humana hasta el desprecio del fanatismo, de la holgazanería y de la pobreza (espiritual y material), conduce una línea de comportamientos que, de adecuados y necesarios, fueron transformados en abominables. Esta línea es al mismo tiempo la línea de la destrucción y de la civilización. Cada paso ha sido un progreso, una etapa de la Ilustración. Pero mientras todas las transformaciones anteriores, del preanimismo a la magia, de la cultura matriarcal a la patriarcal, del politeísmo de los traficantes de esclavos a la jerarquía católica, pusieron nuevas mitologías, si bien ilustradas, en lugar de las precedentes: el dios de los ejércitos en lugar de la gran madre, la veneración del cordero en vez de la del tótem, ante la luz de la razón ilustrada se desvaneció como mitológica toda devoción que se tenía por objetiva y fundada en la realidad. Todos los vínculos tradicionales cayeron con ello bajo el veredicto de tabú, incluidos aquellos que eran necesarios para la existencia del mismo orden burgués. El instrumento gracias al cual la burguesía había llegado al poder: liberación de fuerzas, libertad general, autodeterminación, en suma, Ilustración, se volvió contra la burguesía tan pronto como ésta, convertida en sistema de dominio, se vio obligada a ejercer la opresión. La Ilustración no se detiene, según su propio principio, ni siquiera ante el mínimo de fe que es necesario para que el mundo burgués pueda existir. Ella no presta al dominio los fieles servicios que le prestaron siempre las viejas ideologías. Su tendencia anti-autoritaria, que se comunica, si bien sólo de forma soterrada, con la utopía implícita en el concepto de razón, la hace al final tan hostil a la burguesía establecida como a la aristocracia, con la que aquella, por lo demás, también muy pronto se coaligó. El principio anti-autoritario debe convertirse finalmente en su contrario, en la instancia hostil a la razón misma: la liquidación operada por ella de todo lo que es en sí mismo vinculante permite al dominio decretar de forma soberana y manipular las obligaciones que en cada caso le convienen. Así, después de la virtud civil y el amor hacia los hombres, para los que ya no tenía razones válidas, la filosofía proclamó también como virtudes la autoridad y la jerarquía cuando éstas hacía tiempo que se habían convertido en mentiras justamente en virtud de la Ilustración. Pero tampoco contra esta perversión de sí misma tenía la Ilustración ningún argumento, pues la pura verdad no goza de ninguna ventaja frente a la deformación, ni la nacionalización frente a la razón, si no pueden demostrarlo en la práctica. Con la formalización de la razón, la teoría misma, en la medida en que pretenda ser algo más que un signo de operaciones neutrales, se convierte en concepto incomprensible, y el pensamiento sólo tiene pleno sentido una vez ha renunciado al sentido. Ligada al modo de producción dominante, la Ilustración, que tiende a mirar el orden que se ha hecho represivo, se disuelve por sí misma. Ello fue expresado ya en los ataques que pronto fueron lanzados contra Kant, el «demoledor», por parte de la Ilustración corriente. Lo mismo que la filosofía moral kantiana limitó su crítica ilustrada para salvar la posibilidad de la razón, así el pensamiento irreflexivamente ilustrado tendió siempre, por espíritu de autoconservación, a superarse a sí mismo en escepticismo para poder dejar suficiente lugar al estado de cosas existente.

La obra de Sade, como la de Nietzsche, representa en cambio la crítica intransigente de la razón práctica, frente a la cual incluso la del «demoledor» aparece como retractación del propio pensamiento. La obra de Sade eleva el principio científico a principio destructor. Kant, es verdad, había ya purificado la ley moral «en mí» de toda fe heterónoma, hasta que el respeto, en contra de las aseveraciones del propio Kant, quedó reducido a mero hecho natural psicológico, lo mismo que el cielo estrellado «sobre mí» era un hecho físico. «Un hecho de razón», lo llamaba él mismo[16]; «un instinto sociable universal», lo definía Leibniz[17]. Pero los hechos no cuentan nada allí donde no están presentes. Sade no niega su existencia. Justine, la buena de las dos hermanas, es una mártir de la ley moral. Juliette, es verdad, saca la consecuencia que la burguesía quería evitar: ella demoniza al catolicismo como última mitología, y con él demoniza a la civilización en cuanto tal. Las energías que se dirigían al sacramento se orientan ahora, invertidas, al sacrilegio. Pero esta inversión es transferida a la comunidad en general. En todo ello Juliette no procede en absoluto con fanatismo, como el catolicismo con los incas, sino que se limita a cultivar, asidua e ilustradamente, la práctica del sacrilegio, que también los católicos llevaban, desde tiempos arcaicos, en la sangre. Los comportamientos prehistóricos, sobre los que la civilización ha puesto un tabú, habían llevado, transformados en comportamientos destructivos bajo el estigma de la bestialidad, una existencia subterránea. Juliette los practica ya no como naturales, sino en cuanto prohibidos. Ella compensa el veredicto contra ellos, infundado como todos los juicios de valor, mediante el veredicto opuesto. Así, cuando repite las acciones primitivas, éstas ya no son por lo mismo primitivas, sino bestiales. Juliette, a semejanza del Merteuil de las Liaisons dangereuses[18], no encarna, expresado en términos psicológicos, ni una libido no sublimada ni una libido que ha sufrido regresión, sino el placer intelectual en la regresión misma, el amor intellectualis diaboli, el gusto de destruir la civilización con sus propias armas. Ama el sistema y la coherencia y maneja extraordinariamente bien el órgano del pensamiento racional. En lo que se refiere al dominio de sí, sus prescripciones se comportan respecto de las de Kant como la aplicación particular respecto del axioma. «Por tanto -leemos en Kant[19]-, la virtud, por cuanto está fundada en la libertad interna, contiene también para los hombres un mandato positivo, a saber, el de someter todas sus facultades e inclinaciones a su poder (al de la razón), por tanto, el dominio de sí mismo, que se añade a la prohibición de no dejarse dominar por sus sentimientos e inclinaciones (al deber de la apatía): porque si la razón no toma en sus manos las riendas del gobierno, aquellos se adueñan del hombre». Juliette diserta sobre la autodisciplina del delincuente. «Elaborad vuestro proyecto unos días antes, reflexionad sobre todas sus consecuencias, examinad con atención lo que podrá seros útil... lo que podría traicionaros, y calculad todo esto con la misma sangre fría que si fuera seguro que vais a ser descubierta»[20]. El rostro del asesino debe mostrar la máxima serenidad. «...haced reinar en Él (vuestro rostro) la tranquilidad y la indiferencia, y tratad de conseguir la mayor sangre fría en esta situación... Si no estáis Segura de no tener remordimientos, y sólo lo estaréis por el hábito del crimen, si, digo, no estáis completamente segura, inútilmente os esforzareis en dominar el juego de vuestra fisonomía...»[21]. La libertad frente a los remordimientos es ante la razón formalista tan esencial como la libertad frente al amor y al odio. El pasado, que para la burguesía –contrariamente a la ideología popular– nunca ha representado nada, es afirmado por el arrepentimiento como un ser. El arrepentimiento es la recaída, cuando evitarla sería su única justificación ante la praxis burguesa. No en vano se hace eco Spinoza de los estoicos: «El arrepentimiento no es una virtud, o sea, no nace de la razón; el que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente»[22]. Pero inmediatamente después añade, enteramente en el sentido del príncipe Francaville, que «el vulgo es terrible cuando no tiene miedo»[23], y piensa por eso, como buen maquiavélico, que la humildad y el arrepentimiento, como el temor y la esperanza, son, no obstante su irracionalidad, muy útiles. «La virtud», dice Kant[24], «presupone necesariamente la apatía (considerada como fuerza)», al mismo tiempo que, de forma no diversa a Sade, distingue esta «apatía moral» de la insensibilidad en cuanto indiferencia frente a los estímulos de los sentidos. El entusiasmo es reprobable; serenidad y resolución constituyen el vigor de la virtud. «Este es el estado de salud en la vida moral; en cambio, el afecto es un fenómeno que brilla un instante y produce fatiga, incluso cuando lo excita la representación del bien»[25]. Clairwil, la amiga de Juliette, dice exactamente lo mismo del vicio: «Mi alma es dura y estoy muy lejos de creer que la sensibilidad sea preferible a la feliz apatía de que gozo. ¡Oh Juliette!... quizás te equivocas sobre esa peligrosa sensibilidad con la que se honran tantos imbéciles»[26]. La apatía aparece en aquellos recodos de la historia burguesa, incluso de la antigua, en los que frente a la poderosa tendencia de la historia los pauci beati toman conciencia de su propia impotencia. Esa apatía señala el repliegue de la espontaneidad de los individuos a la esfera privada, que precisamente así se constituye como la forma de existencia genuinamente burguesa. El estoicismo –es decir, la filosofía burguesa– facilita a los privilegiados, ante el sufrimiento de los otros, mirar de frente a la amenaza que pesa sobre ellos. Él retiene lo universal elevando la existencia privada a principio como defensa frente a dicho universal. La esfera privada del burgués* es patrimonio cultural ya decaído de la clase superior.

Juliette tiene a la ciencia por credo. Le repugna toda veneración cuya racionalidad no pueda ser probada: la fe en Dios y en su hijo muerto, la obediencia a los diez mandamientos, la superioridad del bien sobre el mal, de la salvación sobre el pecado. Juliette se siente atraída por las reacciones que habían sido condenadas por las leyendas de la civilización. Opera con la semántica y la sintaxis lógica como el positivismo más moderno, pero, a diferencia de este funcionario de la más reciente administración, no dirige su crítica del lenguaje preferentemente contra el pensamiento y la filosofía, sino, como hija de la Ilustración militante, contra la religión. « ¡Un Dios muerto! –dice de Cristo[27]– Nada tan agradable como esta incoherencia de palabras del diccionario de los católicos: Dios quiere decir eterno; muerto quiere decir no eterno. Imbéciles cristianos, ¿qué queréis hacer entonces con vuestro Dios muerto?». La conversión de lo condenado sin pruebas científicas en objeto digno de aspiración, así como de lo reconocido sin pruebas en objeto de aborrecimiento, la transmutación de los valores, el «valor de las cosas prohibidas»[28], sin el «¡Animo!» traidor de Nietzsche, sin su idealismo biológico, constituyen la pasión especifica de Juliette. « ¿Se necesitan pretextos para cometer un crimen?», exclama la princesa Borghèse, su buena amiga, en sentido enteramente conforme con su pensamiento[29]. Nietzsche proclama la quintaesencia de su doctrina[30]. «Los débiles y los fracasados deben perecer; esta es la primera proposición de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarlos a perecer. ¿Qué es, lo que es más perjudicial que cualquier vicio? La acción compasiva hacia todos los fracasados y los débiles: el cristianismo»[31]. Éste, «especialmente interesado en dominar a los tiranos y en reducirlos a principios de fraternidad..., desempeña aquí el papel del débil; lo representa, debe hablar como él... Debemos estar convencidos de que este vínculo pudo ser propuesto por el débil, pudo ser sancionado por él cuando por azar se encontró en sus manos la autoridad sacerdotal»[32]. Ésta es la contribución de Noirceuil, mentor de Juliette, a la genealogía de la moral. Con maldad exalta Nietzsche a los poderosos y su crueldad «fuera de su circulo, allí donde comienzan los extranjeros», es decir, hacia todo lo que no pertenece a ellos mismos. «Allí disfrutan la libertad de toda constricción social, en la selva se desquitan de la tensión ocasionada por una prolongada reclusión y encierro en la paz de la comunidad, allí retornan a la inocencia propia de la conciencia de los animales rapaces, cual monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura estudiantil, convencidos de que de nuevo tendrán los poetas, por mucho tiempo, algo que cantar y que ensalzar... Esta «audacia» de las razas nobles, que se manifiesta de manera loca, absurda, repentina, este elemento imprevisible e incluso inverosímil de sus empresas..., su indiferencia y su desprecio de la seguridad, del cuerpo, de la vida, del bienestar, su horrible jovialidad y el profundo placer que sienten en destruir, en todas las voluptuosidades del triunfo y de la crueldad»[33], esta audacia, que Nietzsche proclama a voces, ha arrebatado también a Juliette. «Vivir peligrosamente» es también su mensaje: «En adelante atreverme a todo sin miedo»[34]. Hay débiles y fuertes; hay clases, razas y naciones que dominan, y existen aquellas que son dominadas. « ¿Dónde está, por favor, exclama el señor de Verneuil[35], «el mortal que fuese tan tonto como para firmar contra toda evidencia que los hombres nacen iguales en cuanto a los hechos y al derecho? Formular una paradoja de esta índole estaba reservado a Rousseau, quien, debilísimo como era, quería disminuir hasta su altura a aquellos hasta los que podía elevarse. Pero, ¿con qué cara, le pregunto, el pigmeo de un metro de estatura podría compararse con el modelo de estatura y fuerza al que la naturaleza ha dado el aspecto y el vigor de un Hércules? ¿No es lo mismo que si la mosca quisiera asemejarse al elefante? Fuerza, belleza, estatura, elocuencia: fueron estas las virtudes determinantes, en el comienzo de la sociedad, del traspaso del poder a los dominadores». «Exigir de la fortaleza -continua Nietzsche[36]- que no sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza». « ¿Cómo quiere usted, en efecto -dice Verneuil[37]- que quien ha recibido de la naturaleza la más alta idoneidad para el delito, ya sea por la superioridad de su fuerza o por la finura de sus órganos, ya sea por su educación aristocrática o por sus riquezas; cómo quiere, digo, que este individuo sea juzgado según la misma ley con que se juzga a otro a quien todo induce a la virtud y a la moderación? ¿Sería quizás más justa una ley que castigase en igual medida a estos dos hombres? ¿Es natural que a aquel a quien todo induce a hacer el mal se lo trate como a aquel a quien todo impulsa a comportarse con moderación?»

Una vez que el orden objetivo de la naturaleza ha sido liquidado como prejuicio y mito, queda la naturaleza sólo como masa de materia. Nietzsche no quiere oír de ninguna ley «que no nos limitemos a conocer, sino que también reconozcamos sobre nosotros mismos...»[38]. Si el intelecto, que ha crecido según los principios de la autoconservación, reconoce una ley de vida, esta es la ley del más fuerte. Aun cuando esta ley no puede proporcionar a la humanidad, debido al formalismo de la razón, ningún modelo necesario, ella posee no obstante la preferencia de la facticidad frente a la engañosa ideología. Culpables -tal es la doctrina de Nietzsche- son los débiles, que eluden con su astucia la ley natural. «Los enfermizos son el gran peligro del hombre: no los malvados, no los "animales de presa". Los de antemano lisiados, vencidos, destrozados, son ellos, son los más débiles quienes más socavan la vida entre los hombres, quienes más peligrosamente envenenan y ponen en entredicho nuestra confianza en la vida, en el hombre, en nosotros»[39]. Ellos han difundido en el mundo el cristianismo, al que Nietzsche aborrece y odia no menos que Sade. «Lo que verdaderamente está en la naturaleza no son las represalias del débil contra el fuerte; éstas están en la moral, pero no en lo físico, puesto que para ejecutar estas represalias tiene que usar fuerzas que no ha recibido, tiene que adoptar un carácter que no se le ha concedido, que de alguna manera contraría a la naturaleza. Lo que está realmente en las leyes de esta madre sabia es la lesión del fuerte sobre el débil, puesto que para llegar a este comportamiento no hace más que usar dones que ha recibido. No adopta, como el débil, un carácter diferente al suyo: sólo aprovecha dotes que ha recibido de la naturaleza. Por consiguiente, todo lo que deriva de ahí es natural: su opresión, sus violencias, sus crueldades, sus tiranías, sus injusticias, todas esas manifestaciones... son, por consiguiente, simples, puras como la mano que las grabó; y cuando usa de todos sus derechos para oprimir al débil, para despojarlo, no hace más que la cosa más natural del mundo... No tengamos nunca escrúpulos de lo que podamos sustraer al débil, porque no somos nosotros los que cometemos el crimen, sino el débil con su defensa o su venganza»[40]. Si el débil se defiende, comete un error: el de «salirse del carácter de debilidad que le imprimió la naturaleza: ella lo creó para ser esclavo y pobre, y su falta está en no querer someterse a esto»[41]. En tales discursos magistrales, Dorval, jefe de una respetable banda parisina, desarrolla ante Juliette el credo secreto de todas las clases dominantes, que Nietzsche presentó a sus contemporáneos, enriquecido con la psicología del resentimiento. Nietzsche admira, como Juliette, «lo que de hermosamente horrible hay en su acto»[42], aun cuando luego, como buen profesor alemán, se distingue de Sade en que censura al criminal porque su egoísmo «apunta a fines muy mezquinos y se limita a ellos. Si las metas son elevadas, la humanidad tiene otro criterio y no juzga a los "delitos" como tales, incluyendo a los más terribles»[43]. De semejante prejuicio en favor de lo grande, que de hecho caracteriza al mundo burgués, esta aún libre la ilustrada Juliette; a ella no le resulta menos simpático el miembro de un Racket* que un ministro porque el número de sus víctimas sea menor. Para el alemán, en cambio, la belleza surge de la gravedad o transcendencia; aun en medio de todos los crepúsculos de los dioses es incapaz de liberarse de la costumbre idealista que quisiera ver ahorcado al pequeño ladrón y hacer de las invasiones imperialistas misiones históricas universales. Al elevar el culto de la fuerza a doctrina histórica universal, el fascismo alemán lo ha reducido al mismo tiempo al absurdo que le es propio. Como protesta contra la civilización, la moral de los señores representaba, de modo invertido, a los oprimidos: el odio hacia los instintos atrofiados denuncia objetivamente la verdadera naturaleza de los guardianes, que se manifiesta en sus víctimas. Pero en cuanto gran potencia y religión de estado, la moral de los señores se vende por completo a los civilizadores poderes fácticos, a la mayoría compacta, al resentimiento y a todo aquello contra lo que estuvo en otro tiempo. Nietzsche es refutado mediante la realización de esa moral, y al mismo tiempo se libera en el la verdad, que a pesar de todo si a la vida era hostil al espíritu de la realidad.

Si ya el remordimiento era considerado como irracional, la compasión constituye el pecado sin más. Quien cede a ella «pervierte la ley general: de donde resulta que la piedad, lejos de ser una virtud, se convierte en un vicio real, desde el momento en que nos lleva a turbar una desigualdad exigida por las leyes de la naturaleza»[44] Sade y Nietzsche vieron que, tras la formalización de la razón, quedaba aún la compasión como conciencia sensible de la identidad de lo universal y lo particular, como mediación naturalizada. Ella constituye el prejuicio más constrictivo, «aunque parezca ofrecer una apariencia de moralidad», como dice Spinoza[45], «pues el que no es; movido ni por la razón ni por la conmiseración a ayudar a los otros, merece el nombre de inhumano que se le aplica»[46]. Commiseratio es humanidad en forma inmediata, pero al mismo tiempo «mala et inutilis»[47], en cuanto es lo opuesto a la valentía-varonil que, desde la virtus romana pasando por los Médicis hasta la eficiencia bajo los Ford, siempre fue la única verdadera virtud burguesa. Afeminada y pueril le parece la compasión a Clairwil, orgullosa de su «estoicismo», del «reposo de las pasiones», que le permite «hacer y soportar todo sin emoción»[48]. «La piedad, lejos de ser una virtud, no es más que una debilidad nacida del terror y de la desgracia, debilidad que debe ser eliminada antes de nada, cuando se trabaja en embotar la excesiva sensibilidad de los nervios, enteramente incompatible con las máximas de la filosofía»[49]. De la mujer proceden «las explosiones de ilimitada compasión»[50]. Sade y Nietzsche sabían que su tesis sobre la compasión como pecado era una vieja herencia burguesa. El segundo remite a todas las «épocas fuertes», a las «culturas nobles»; el primero, a Aristóteles[51] y los peripatéticos[52]. La compasión no se sostiene ante la filosofía. Ni siquiera Kant constituye una excepción. La compasión es para él «un cierto sentimentalismo» y «no puede llamarse ciertamente virtuosa»[53]. Pero no ve que también el principio de la «benevolencia universal hacia el género humano»[54], por el que él, opuestamente al racionalismo de Clairwil, trata de sustituir la compasión, cae bajo la misma maldición de irracionalidad que «esta pasión de buen natural, que fácilmente puede inducir al hombre a convertirse en un «ocioso de buen corazón». La Ilustración no se deja engañar; en ella, el hecho universal no tiene preferencia frente al particular, ni el amor general frente al limitado. La compasión es sospechosa. Como Sade, también Nietzsche recurre a la ars poetica como testimonio: «Los griegos, según Aristóteles, sufrían a menudo de un exceso de compasión: de ahí la necesaria descarga a través de la tragedia. En ella vemos hasta qué punto les resultaba sospechosa esta inclinación. Es peligrosa para el estado, priva de la dureza y la rigidez necesarias, hace que los héroes se comporten como mujeres lloronas, etc.»[55]. Zaratustra predica: «Cuanta bondad veo, esa misma debilidad veo. Cuanta justicia y compasión veo, esa misma debilidad veo»[56]. Y en realidad, la compasión tiene en sí un momento que se opone a la justicia, con la que Nietzsche, por cierto, la asocia. La compasión confirma la regla de la inhumanidad mediante la excepc16n que la pone por obra. Al confiar la superación de la injusticia al amor al prójimo en su contingencia, acepta como inmutable la ley de la alienación universal que quisiera mitigar. Es verdad que el compasivo representa, en cuanto individuo, la pretensión de lo universal, la pretensión de vivir, en contra de lo universal, naturaleza y sociedad, que niegan dicha pretensión. Pero la unidad con lo universal, como lo interior, que el individuo realiza, se revela falaz en la propia debilidad del individuo. No es la blandura, sino la limitación, lo que hace problemática la compasión: ésta es siempre insuficiente. Lo mismo que la apatía estoica, en la que se educa la frialdad burguesa –el opuesto de la compasión–, mantuvo una precaria fidelidad a lo universal, del que se había retirado, más que el cinismo participante que se adaptaba al todo, así los que desenmascararon la compasión tomaron postura, en su negativa, en favor de la revolución. Las deformaciones narcisistas de la compasión, como los sublimes sentimientos del filantrópico y la autoconciencia moral del asistente social, son aún la confirmación interiorizada de la diferencia entre ricos y pobres. Ciertamente, el hecho de que la filosofía divulgara incautamente el placer de la dureza la ha puesto a disposición de aquellos que menos le perdonan la confesión. Los señores fascistas* del mundo han convertido el rechazo de la compasión en rechazo de la indulgencia política y en apelación a la ley marcial, en lo cual se han encontrado con Schopenhauer, el metafísico de la compasión, para quien la esperanza en el ordenamiento racional de la humanidad constituya la locura temeraria de quien sólo puede esperar desgracias. Los enemigos de la compasión no querían identificar al hombre con la desgracia. Para ellos la existencia de ésta era una infamia. Su sensible impotencia no toleraba que el hombre fuese compadecido. Desesperada, se invirtió en elogio del poder, del que sin embargo se apartaron en la práctica, siempre que ésta les tendió puentes para hacerlo.

Bondad y beneficencia se convierten en pecado; dominio y opresión, en virtud. «Todas las cosas buenas fueron en otro tiempo cosas malas; todo pecado original se ha convertido en una virtud original»[57]. Juliette se toma en serio este principio también en la nueva época; ella pone en práctica por primera vez conscientemente la inversión de los valores. Una vez que se han destruido todas las ideologías, eleva a propia moral lo que el cristianismo consideraba abominable en la ideología, aunque, por supuesto, no siempre en la práctica. En ello, como buena filosofa, se mantiene fría y calculadora. Todo sucede sin ilusiones. A la propuesta de Clairwil de cometer un sacrilegio, responde: «Desde el momento en que no creernos en Dios, querida mía –le digo–, las profanaciones que tú deseas no son ya mas que infantilismos absolutamente inútiles... Quizás esté más tranquila que tú; mi ateísmo es completo. No te imagines que necesito infantilismos como los que me propones para afirmarme en él; los ejecutaré, ya que te complacen, pero como simples diversiones» –la homicida norteamericana Annie Henry **hubiera dicho just for fun– «y jamás como algo necesario para fortalecer mi manera de pensar o para convencer de ella a los otros»[58]. Transfigurada por la efímera cortesía hacia la cómplice, mantiene y hace valer sus principios. Incluso la injusticia, el odio, la destrucción se convierten en actividad rutinaria una vez que, tras la formalización de la razón, todos los fines han perdido, como falsa apariencia, el carácter de necesidad y objetividad. El encanto pasa al mero obrar, al medio, en suma, a la industria. La formalización de la razón no es sino la expresión intelectual del modo mecánico de producción. El medio es convertido en fetiche: y como tal absorbe el placer. Del mismo modo que la Ilustración reduce teóricamente a ilusiones los fines con que se adornaba el antiguo dominio, sustrae a éste, mediante la posibilidad de la abundancia, el fundamento práctico que lo sostiene. El dominio sobrevive como fin para sí mismo bajo la forma de poder económico. El placer lleva ya la huella de lo anticuado, de lo no funcional, lo mismo que la metafísica que lo prohibía. Juliette habla de los motivos del delito[59]. Ella misma no es menos ambiciosa y ávida de dinero que su amigo Sbrigani, pero adora lo prohibido. Sbrigani, el hombre del medio y del deber, es más avanzado. «Enriquecernos, ese es nuestro objetivo, y nos sentiremos muy culpables si no lo conseguimos; sólo por el camino de la fortuna puede uno permitirse la cosecha de los placeres: hasta entonces hay que olvidarse de ellos.» A pesar de su superioridad racional, Juliette se aferra a una superstición. Reconoce la ingenuidad del sacrilegio, pero al final saca placer de él. Ahora bien, todo placer revela idolatría: es entrega de sí a otro. La naturaleza no conoce realmente el placer: no va más allá de la satisfacción de la necesidad. Todo placer es social, en los afectos no sublimados tanto como en los sublimados. El placer procede de la alineación. Aun donde el placer ignora la prohibición que infringe, siempre surge de la civilización, del orden estable, desde donde anhela volver a la naturaleza de la que dicho orden lo protege. Los hombres experimentan el encanto del placer sólo cuando el sueno los arranca de la obligación del trabajo, del vinculo del individuo a una determinada función social, y en último término a un yo, y los reporta a la prehistoria libre de dominio y disciplina. La nostalgia de quien se halla prisionero de la civilización, la «desesperación objetiva» de aquellos que tuvieron que convertirse en un elemento del orden social, era el humus del que se alimentaba su pasión por los dioses y los demonios, a los que se dirigía en adoración como a la naturaleza transfigurada. El pensamiento surgió bajo el signo de la liberación de la terrible naturaleza, que al final fue enteramente sojuzgada. El placer es, por así decirlo, su venganza. En el los hombres se liberan del pensamiento, escapan a la civilización. En las sociedades más antiguas este retorno estaba previsto y actuado en común en las fiestas. Las orgías primitivas constituyen el origen colectivo del placer. «Este intermedio de confusión universal representado por la fiesta–dice R. Caillois–aparece por lo tanto como el instante en que el orden cósmico es suprimido. Por ello, mientras dura, todos los excesos son lícitos. Hay que actuar contra las reglas. Todo debe ocurrir al revés. En la época mítica el curso del tiempo estaba invertido: se nacía viejo y se moría niño... Así son sistemáticamente violadas todas las normas que protegen el justo orden natural y social»[60]. Los hombres se abandonan a las potencias transfiguradas del origen; pero debido a la suspensión de la prohibición, esta acción adquiere el carácter de exceso y de locura[61]. Sólo con el progreso de la civilización y la Ilustración el sí mismo fortalecido y el dominio consolidado convierten la fiesta en una farsa. Los amos introducen el placer como racional, como tributo a la naturaleza no del todo domada; tratan, para sí mismos, de neutralizarlo y al mismo tiempo de conservarlo en la cultura superior; y para los sometidos procuran dosificarlo donde no puede ser enteramente negado. El placer se convierte en objeto de manipulación hasta que, finalmente, desaparece en la organización. La evolución va desde la fiesta primitiva hasta las vacaciones. «Cuanto más se hace valer la complicación del organismo social, menos permite este una detención del curso normal de la vida. Hoy como ayer y mañana como hoy, todo debe continuar como antes. La alteración universal ya no es posible. El período de turbulencia se individualiza. Las vacaciones ocupan el lugar de la fiesta»[62]. En el fascismo las vacaciones son completadas con la falsa ebriedad colectiva producida mediante la radio, los grandes titulares y la bencedrina*. Sbrigani presiente ya algo de esto. Se permite ciertas diversiones sur la route de la fortune, a modo de vacaciones. Juliette, por el contrario, se mantiene en el Ancien Régime. Ella diviniza el pecado. Su libertinaje está bajo el anatema del catolicismo como el éxtasis de la monja bajo el del paganismo.

Nietzsche sabe que todo placer es aún mítico. En su abandono a la naturaleza, el placer renuncia a aquello que sería posible, lo mismo que la compasión a la transformación del todo. Ambos, placer y compasión, contienen un momento de resignación. Nietzsche descubre el placer en todos los escondrijos: como narcisismo en la soledad, como masoquismo en las depresiones del escrupuloso. « ¡Contra aquellos que sólo gozan!»[63]. Juliette trata de salvarlo rechazando el amor abnegado, característico del último siglo de la burguesía como resistencia a la sabiduría burguesa. En el amor, el placer estaba unido a la divinización del hombre que lo procuraba: era la pasión propiamente humana. Pero, al final, ese amor es revocado como juicio de valor condicionado por el sexo. En la adoración exaltada del amante, lo mismo que en la admiración sin límites de la que éste era objeto por parte de la amada, se transfiguraba, ocultándola, siempre de nuevo la efectiva servidumbre de la mujer. Sobre la base del reconocimiento de esta servidumbre se reconciliaban los sexos una y otra vez de nuevo: la mujer parecía asumir libremente la derrota y el varón atribuirle la victoria. La jerarquía de los sexos, el yugo impuesto al carácter femenino por el ordenamiento masculino de la propiedad, fue idealizado por el cristianismo en el matrimonio como unión de corazones, y así se bagatelizó el recuerdo de la edad prepatriarcal como pasado mejor del sexo. En la época de la gran industria* el amor es anulado. La disolución de la propiedad media, el ocaso del sujeto económico independiente, afectan a la familia: esta ya no es más la, en otro tiempo, famosa célula de la sociedad, porque no constituye ya la base de la existencia económica del burgués. Los hijos no tienen ya a la familia como horizonte de su vida; la independencia del padre desaparece, y con ella la resistencia contra su autoridad. Antes, la servidumbre de la joven en la casa paterna encendía en ella la pasión que parecía conducir a la libertad, aun cuando luego no se realizaba en el matrimonio ni en ningún otro lugar fuera de casa. Al abrirse para la joven la perspectiva del trabajo, se le cierra la del amor. Cuanto más universalmente el sistema de la industria moderna** exige de cada uno que se venda y se ponga a su servicio, tanto más todo aquello que no pertenece a la masa de los white trash***, en la que confluyen el desempleo y el trabajo no cualificado, se convierte en el pequeño experto, en una existencia que debe mirar por sí misma. Como trabajo cualificado, la autonomía del empresario, que pertenece ya al pasado, se extiende sobre todos los admitidos en la producción, y por tanto también sobre la mujer «profesionalmente activa», como su propio carácter. La autoestima de los hombres crece proporcionalmente a su fungibilidad. El desafío a la familia deja con ello de ser una osadía, lo mismo que la relación con el amigo en el tiempo de ocio no abre de por sí el séptimo cielo. Los hombres adquieren la relación racional, calculadora, con el propio sexo que había sido proclamada desde hacia tiempo como vieja sabiduría en el círculo ilustrado de Juliette. Espíritu y cuerpo son separados en la realidad, como habían exigido aquellos libertinos, en cuanto burgueses indiscretos. «Una vez mas...», declara Noirceuil de forma racionalista[64], «me parece que son cosas muy diferentes amar y gozar... Porque los sentimientos de cariño se conceden a las relaciones de humor y de conveniencia, pero no se deben de ninguna manera a la belleza de un seno o al bonito torneado de un culo, y estos objetos que, según nuestros gustos, pueden excitar vivamente los afectos físicos, me parece, sin embargo, que no tienen el mismo derecho a los afectos morales. Para terminar con mi comparación, Belise es fea, tiene cuarenta años, ni una sola gracia en toda su persona, ni un rasgo regular, ni un solo atractivo; pero Belise tiene ingenio, un carácter delicioso, un millón de cosas que se encadenan con mis sentimientos y mis gustos: no tendré ningún deseo de acostarme con Belise, pero no por eso dejaré de amarla con locura; desearé con todas mis fuerzas tener a Amarinthe, pero la detestaré cordialmente en cuanto la fiebre del deseo se me haya pasado...». La consecuencia inevitable, que estaba dada ya implícitamente en la división cartesiana del hombre en res cogitans y res extensa, se expresa con toda claridad como destrucción del amor romántico. Éste es considerado como enmascaramiento y racionalización del impulso corporal, «una falsa metafísica, siempre peligrosa»[65], como afirma el conde de Belmor en su gran discurso sobre el amor. Los amigos de Juliette, con todo su libertinaje, conciben la sexualidad frente a la ternura, y el amor terrenal frente al celeste, no sólo como un tanto excesivamente poderosa, sino también como excesivamente inofensiva. La belleza del cuello y la redondez de las caderas actúan sobre la sexualidad no como hechos ahistóricos, naturales, sino como imágenes en las que se encierra toda la experiencia social; y en esta experiencia vive la intención hacia aquello que es distinto a la naturaleza: el amor no limitado al sexo. Pero la ternura, incluso la más inmaterial, es sexualidad transformada; la caricia de la mano sobre el pelo, el beso en la frente, que expresan la locura del amor espiritual, son los golpes y los mordiscos pacificados de los salvajes australianos en el acto conyugal. La separación es abstracta. La metafísica –enseña Belmor– falsea los hechos, impide ver al amado como él es; procede de la magia, es un velo. « ¡Y no lo arranco! Es debilidad... pusilanimidad. Examinémosla detalladamente después del goce, a esa diosa que me cegaba antes»[66]. El amor mismo es un concepto no científico: «Siempre falsas definiciones nos extravían», declara Dolmancé en el memorable V diálogo de la Philosopbie dans le Boudoir; «yo no sé lo que es el corazón; llamo así sólo a las debilidades del espíritu»[67]. «Echemos una ojeada, como dice Lucrecia, detrás de las bambalinas de la vida», es decir, hagamos un examen a sangre fría y veremos que ni la exaltación de la amada ni el sentimiento romántico resisten al análisis: « Es el cuerpo lo único que amo, y es el cuerpo lo único que echo de menos, aunque pueda encontrarlo en cualquier instante»[68]. Verdadero en todo ello es el haber captado la disociación del amor, la obra del progreso. Esta disociación, que mecaniza el placer y desfigura la nostalgia en ilusión y engaño, afecta al amor en su mismo centro. Al convertir el elogio de la sexualidad genital y perversa en la censura de lo no natural, de lo inmaterial o ilusorio, la libertina misma se coloca de parte de aquella normalidad que con el desborde utópico del amor reduce también el placer físico, con la felicidad del séptimo cielo también la de la más estrecha cercanía. El depravado sin ilusiones, en favor de quien Juliette se pronuncia, se transforma, por obra del pedagogo sexual, del psicoanalista y del terapeuta hormonal, en el hombre práctico y comunicativo que extiende su pronunciamiento en favor de la higiene y el deporte también a la vida sexual. La crítica de Juliette es contradictoria como la Ilustración misma. En la medida en que la destrucción sacrílega de los tabúes, aliada una vez con la revolución burguesa, no se ha convertido en la nueva «justicia de la realidad», continúa viviendo con el amor sublime como fidelidad a la utopía ya cercana, que liberará el placer físico para todos.

«El ridículo entusiasmo» que nos entregaba a un individuo determinado como único, la exaltación de la mujer en el amor nos remonta, más allá del cristianismo, a estadios matriarcales. «... Es cierto que nuestro espíritu de galantería caballeresca, que ridículamente ofrece a nuestro homenaje el objeto que sólo está hecho para nuestras necesidades, es cierto, digo, que este espíritu procede del antiguo respeto que nuestros antepasados tenían en otro tiempo por las mujeres, en razón del oficio de adivinas que ejercían en las ciudades y en las villas: por temor se paso del respeto al culto, y la galantería nació en el seno de la superstición. Pero este respeto no estuvo jamás en la naturaleza y perderíamos nuestro tiempo si lo buscásemos en ella. La inferioridad de este sexo respecto al nuestro está demasiado bien fijada para que jamás pueda excitar en nosotros ningún motivo sólido para respetarlo, y el amor, que nació de este respeto ciego, es un prejuicio igual que él»[69]. En la violencia, por muy enmascarada que esté bajo formas legales, se basa en último término la jerarquía social. El dominio sobre la naturaleza se reproduce en el interior de la humanidad. La civilización cristiana, que hizo que la idea de proteger a los físicamente débiles redundara en beneficio de la explotación de los siervos robustos, no ha logrado nunca conquistar del todo los corazones de los pueblos convertidos. Demasiadas veces fue desmentido el principio del amor por el agudo intelecto y por las aún más afiladas armas de los príncipes cristianos, hasta que el luteranismo eliminó la antítesis entre estado y doctrina, haciendo de la espada y el látigo la quintaesencia del evangelio. El luteranismo identificó la libertad espiritual directamente con la afirmación de la opresión real. Pero la mujer lleva el estigma de la debilidad, y a causa de ésta se halla en minoría, incluso allí donde numéricamente es superior al hombre. Como en el caso de los nativos sometidos en las primitivas formaciones estatales, o en el de los indígenas de las colonias, inferiores en organización y armamento a los conquistadores, o en el de los judíos entre los arios, su incapacidad para defenderse constituye el título jurídico para su opresión: «No hay duda que hay una diferencia tan cierta, tan importante, entre un hombre y una mujer como entre el hombre y el mono de los bosques. Estaríamos tan bien fundados negando que las mujeres forman parte de nuestra especie como lo estamos al negar que esa especie de mono sea nuestro hermano. Que se examine atentamente a una mujer desnuda junto a un hombre de su edad y desnudo como ella, fácilmente nos convenceremos de la sensible diferencia que existe (sexo aparte) en la composición de estos dos seres, veremos claramente que la mujer no es más que una degradación del hombre; las diferencias existen igualmente en el interior, y la anatomía de una y otra especie, realizada al mismo tiempo y con la más escrupulosa atención, descubre esas verdades»[70]. El intento del cristianismo de compensar ideológicamente la opresión del sexo mediante el respeto a la mujer y de ennoblecer así el recuerdo de lo arcaico, en lugar de reprimirlo solamente, se paga con el resentimiento hacia la mujer exaltada y hacia el placer teóricamente emancipado. El sentimiento que se corresponde con la práctica de la opresión no es la reverencia, sino el desprecio, y siempre, en los siglos cristianos, tras el amor al prójimo ha estado en acecho el odio prohibido, y convertido ya en obsesivo, contra el objeto que traía continuamente a la memoria la inutilidad del esfuerzo: la mujer. Esta pago el culto a la virgen con la creencia en las brujas, venganza ejercida sobre el recuerdo de aquella profetisa precristiana que ponía secretamente en cuestión el orden sagrado del dominio patriarcal. La mujer provoca el furor salvaje del hombre semiconvertido, que debe honrarla, lo mismo que el débil en general provoca el odio implacable del fuerte sólo superficialmente civilizado, que debe perdonarlo. Sade hace consciente este odio. «Nunca he creído que de la unión de dos cuerpos pueda surgir la de los corazones: veo en esa unión física muchos motivos de desprecio..., de repugnancia, pero ni uno solo de amor», dice el conde Ghigi, comandante de la policía romana, «...»[71]. Y el ministro Saint-Fond, cuando una muchacha aterrorizada por él, funcionario ejecutivo del rey, estalla en lágrimas, exclama: «Así es como me gustan las mujeres... ¡Que no pueda reducirlas a todas a este estado con una sola palabra!»[72]. El hombre como señor niega a la mujer el honor de individualizarse. La mujer individual es socialmente un ejemplo de la especie, exponente de su sexo, y así, enteramente dominada por la lógica masculina, representa a la naturaleza, sustrato de incesante subsunción en la idea, de interminable sometimiento en la realidad. La mujer como presunto ser natural es producto de la historia que la desnaturaliza. Pero la desesperada voluntad de destruir todo lo que encarna la fascinación de la naturaleza, de aquello que es fisiológica, biológica, nacional y socialmente más débil, demuestra que el intento del cristianismo ha fracasado. «... ¡Que no pueda yo, con una sola palabra, reducirlas a todas a este estado! » Extirpar de raíz la irresistible tentación de recaer en la naturaleza: esa es la crueldad que brota de la civilización fracasada, la barbarie, la otra cara de la cultura. « ¡Todas!» Pues la destrucción no admite excepciones; la voluntad de destruir es totalitaria, y totalitaria es sólo la voluntad de destruir. «He llegado al punto –dice Juliette al Papa– de no tener nada sagrado, al punto de desear, como Tiberio, que el genero humano no tenga más que una cabeza para tener el placer de cortarla de un solo golpe»[73]. Los signos de la impotencia, los movimientos ansiosos y descompuestos: angustia de la criatura, bullicio, provocan el ansia de matar. La declaración de odio hacia la mujer en cuanto criatura espiritual y físicamente más débil, que lleva en su frente la huella del dominio, es la misma que la del antisemitismo. En las mujeres como en los judíos se percibe que no han dominado desde hace miles de años. Viven, aun cuando podrían ser eliminados, y su angustia y debilidad, su mayor afinidad a la naturaleza por la continua presión a la que son sometidos, es su elemento vital. Ello irrita al fuerte, que paga su propia fuerza con la tensa distanciación de la naturaleza y no puede permitirse jamás la angustia, que le produce un ciego furor. El fuerte se identifica con la naturaleza produciendo en sus víctimas, miles de veces, el grito que a él mismo no le está permitido emitir. « ¡Locas criaturas», escribe sobre las mujeres el presidente Blamont en Aline y Valcour, «cómo gozo viéndolas debatirse entre mis manos! Es como el cordero entre las garras del león»[74]. Y en la misma carta: «Es como en la conquista de una ciudad: hay que adueñarse de las alturas...; se toman todas las posiciones dominantes y luego se irrumpe en la plaza, sin temer ya resistencia»[75]. Lo que está abajo atrae hacia sí la agresión: infligir una humillación produce el mayor goce allí donde ya ha golpeado la desdicha. Cuanto menor es el riesgo para el que está arriba, menos impedimentos halla el placer de torturar, que está ahora a su disposición: sólo en la desesperación sin salida de la víctima el dominio se convierte en diversión y triunfa en la anulación de su propio principio, la disciplina. La angustia que no amenaza ya a uno mismo estalla en la risa cordial, expresión del endurecimiento en sí mismo del individuo, que disfruta de la vida plenamente sólo en el colectivo. La risa estrepitosa ha denunciado en todo tiempo la civilización. «De toda lava eructada por ese cráter que es la boca humana, la más devastadora es la alegría», dice Víctor Hugo en el capítulo titulado «Las tempestades humanas, peores que las del océano»[76]. Y Juliette, por su parte, enseña[77]: «Es sobre el infortunio donde hay que hacer recaer todo lo que se pueda el peso de las maldades; las lágrimas arrancadas de la indigencia tienen una actitud que despierta con mucha más fuerza el fluido nervioso...»[78]. El placer puede aliarse, además de con la ternura, con la crueldad, y el amor sexual se convierte en lo que siempre fue para Nietzsche[79]: «en sus medios es la guerra, en su fundamento es el "odio mortal"». «En el macho y en la hembra animales», nos enseña la zoología, «el "amor" o la atracción sexual es en su origen esencialmente "sádico"; le resulta esencial infligir dolor; es cruel como el hambre»[80]. De este modo, la civilización nos reconduce, como a su último resultado, a la terrible naturaleza. El amor mortal, sobre el que Sade hace caer toda la luz de la exposición, y la generosidad pudorosamente desvergonzada de Nietzsche, que quisiera evitar a toda costa la humillación a quien sufre: la ilusión de la crueldad, como la de la grandeza, actúa con los hombres, en la ficción y la fantasía, con la misma dureza que lo hará después el fascismo alemán en la realidad*. Pero mientras el coloso inconsciente de la realidad, el capitalismo sin sujeto, cumple ciegamente la destrucción, el delirio del sujeto rebelde espera de ella su cumplimiento e irradia así al mismo tiempo, con la frialdad glacial hacia los hombres tratados como cosas, el amor invertido, que en un mundo de cosas ocupa el puesto del amor directo. La enfermedad se convierte en síntoma de curación. La locura reconoce en la idealización de las víctimas su propia humillación. Ella se adecua al monstruo del dominio, al que no puede superar en la realidad. Como horror, la imaginación trata de hacer frente al horror. El proverbio romano res severa verum gaudium no es sólo una incitación al trabajo. Expresa también la insoluble contradicción del orden que convierte la felicidad en su parodia, allí donde la admite y sanciona, y la suscita solamente allí donde la proscribe. Sade y Nietzsche han inmortalizado esta contradicción, Pero han contribuido así a aproximarla al concepto.

Frente a la ratio, la entrega a la criatura adorada aparece como idolatría. El que la divinización esté destinada a desaparecer es consecuencia de la prohibición de la mitología, tal como fue decretada por el monoteísmo judío y puesta en práctica por su forma secularizada, la Ilustración, a través de la historia del pensamiento en las sucesivas formas de veneración. En el derrumbamiento de la realidad económica, que siempre estuvo en la base de la superstición, fueron liberadas las fuerzas específicas de la negación. El cristianismo, en cambio, ha predicado el amor: la pura adoración de Jesús. Ha tratado de elevar el ciego impulso sexual mediante la santificación del matrimonio, lo mismo que de acercar a la tierra la ley cristalina mediante la gracia celeste. La reconciliación de la civilización con la naturaleza, que el cristianismo quiso obtener anticipadamente con la doctrina del Dios crucificado, permaneció tan ajena al judaísmo como al rigorismo de la Ilustración. Moisés y Kant no predicaron el sentimiento; su fría ley no conoce ni el amor ni la hoguera. La lucha de Nietzsche contra el monoteísmo alcanza a la doctrina cristiana más profundamente que a la judía. Él niega la ley, ciertamente, pero quiere pertenecer al «yo superior»[81], no al natural, sino al más-que-natural. Él quiere sustituir a Dios por el superhombre, porque el monoteísmo, y en especial su forma adulterada, la cristiana, se deja desenmascarar ya como mitología. Pero lo mismo que al servicio de este yo superior los viejos ideales ascéticos son elogiados por Nietzsche como autosuperación «para la formación de la fuerza de dominio»[82], así el yo superior se revela como el intento desesperado de salvar a Dios, que ha muerto; como renovación de la empresa kantiana de transformar la ley divina en autonomía para salvar la civilización europea, que entregó su espíritu en el escepticismo inglés. El principio kantiano de «que se haga todo por la máxima de una voluntad tal que pueda tenerse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora respecto del objeto»[83], es también el secreto del superhombre. Su voluntad no es menos despótica que la del imperativo categórico. Ambos principios apuntan a la independencia respecto a potencias exteriores, a la incondicional mayoría de edad, considerada como esencia de la Ilustración. Ciertamente, en la medida en que el miedo ante la mentira, que Nietzsche desacreditó en sus momentos más lucidos como «don-quijotería»[84], sustituye la ley por la autolegislación, y todo se torna transparente como una sola y grande superstición puesta al descubierto, la misma Ilustración, más aún, la verdad en cualquiera de sus formas, se convierte en ídolo, y descubrimos «que también nosotros, los que buscamos hoy el conocimiento, nosotros los impíos y los antimetafísicos, tomamos todavía nuestro fuego al incendio encendido por una fe nacida hace miles de años, aquella fe cristiana, que también fue la fe de Platón, y que admitía que Dios es la verdad y la verdad es divina»[85]. También la ciencia, por tanto, cae bajo la crítica de la metafísica. La negación de Dios encierra en sí la contradicción insuperable; ella niega el saber mismo. Sade no ha llevado el concepto de Ilustración hasta este punto de inversión. La reflexión de la ciencia sobre sí misma, la conciencia de la Ilustración, estaba reservada a la filosofía, es decir, a los alemanes. Para Sade, la Ilustración no es tanto un fenómeno espiritual como un fenómeno social. Sade impulsó la disolución de los vínculos que Nietzsche creyó, idealísticamente, poder superar mediante el yo superior: la crítica a la solidaridad con la sociedad, el trabajo y la familia[86], hasta la proclamación de la anarquía. Su obra desenmascara el carácter mitológico de los principios sobre los cuales descansa, según la religión, la sociedad civilizada: el decálogo, la autoridad paterna, la propiedad. Es exactamente la inversión de la teoría social desarrollada por Le Play cien años después[87]. Cada uno de los diez mandamientos experimenta la prueba de su nulidad ante la instancia de la razón formal. Todos son desenmascarados, sin residuos, como ideología. El alegato en favor del homicidio es realizado, a petición de Juliette, por el Papa mismo[88]. A éste le resulta más fácil racionalizar las acciones anticristianas que jamás lo fue justificar los principios cristianos según los cuales esas acciones proceden del diablo, mediante la luz natural. El philosophe mitré que justifica el asesinato debe recurrir a menos sofismas que Maimónides y santo Tomás, que lo condenan. La razón romana está aliada, más aún que el dios prusiano, con los batallones más fuertes. Pero la ley está destronada y el amor, que la debía humanizar, ha quedado desenmascarado como retorno a la idolatría. No sólo el amor sexual romántico ha caído, como metafísica, bajo el veredicto de la ciencia y la industria, sino todo amor en cuanto tal, pues ante la razón ninguno es capaz de resistir: el de la mujer al marido tan poco como el del amante a la amada, el de los padres tan poco como el de los hijos. El duque de Blangis anuncia a los sometidos que las mujeres emparentadas con los señores, hijas y esposas, serían tratadas tan severamente, incluso más severamente que las otras. «Y esto precisamente para haceros ver cuán despreciables son para nosotros los lazos con que tal vez nos creéis atados»[89]. El amor de la mujer es revocado, al igual que  el del hombre. Las reglas del libertinaje que Saint-Fond comunica a Juliette deben valer para todas las mujeres[90]. Dolmancé ofrece el desencantamiento materialista del amor paterno y materno. «Estos últimos lazos fueron fruto del pavor que sintieron los padres a ser abandonados en su vejez, y los cuidados interesados que tienen para con nosotros en nuestra infancia son sólo para merecer luego las mismas atenciones en su postrera edad»[91]. El argumento de Sade es tan viejo como la burguesía. Ya Demócrito denunció el amor de los padres como amor movido por intereses económicos[92]. Pero Sade desmitifica también la exogamia, fundamento de la civilización. El incesto no tiene, en su opinión, ningún motivo racional en contra de sí[93], y el argumento higiénico que se le oponía ha sido finalmente revocado por la ciencia más avanzada. Ésta ha ratificado el frío juicio de Sade: «No se halla en modo alguno probado que los hijos incestuosos tiendan más que los otros a nacer cretinos, sordomudos, raquíticos, etc.»[94]. La familia, mantenida unida no por el amor sexual romántico sino por el amor materno, que constituye la base de toda ternura y sentimiento social[95], entra en conflicto con la sociedad misma. «No soñéis con hacer buenos republicanos mientras aisléis en sus familias a los niños, que no deben pertenecer más a la república... Si hay el menor inconveniente en dejar a los niños mamar así en sus familias intereses a menudo muy diferentes de los de la patria, no hay más que ventajas en separarlos de ellas»[96]. Los «lazos del himeneo» han de destruirse por razones sociales; el conocimiento del padre está «prohibido absolutamente» a los hijos, que son «solamente... hijos de la patria»[97], y la anarquía, el individualismo proclamado por Sade en lucha contra las leyes[98], desemboca en el dominio absoluto del universal, de la república. Lo mismo que el Dios destronado retorna convertido en un ídolo más despiadado, así el viejo Estado burgués «guardián nocturno» en la violencia del colectivo fascista. Sade ha pensado hasta el fin el socialismo de Estado, en cuyos primeros pasos fracasaron Robespierre y Saint-Just. Si la burguesía envió a éstos, sus políticos más fieles, a la guillotina, a su escritor más sincero lo ha relegado al infierno de la Biblioteca Nacional. Pues la Chronique scandaleuse de Justine y Juliette, que, como producida en serie, en el estilo del siglo xviii, prefigura la novela por entregas del siglo diecinueve y la literatura de masas del veinte, es el poema épico de Homero, una vez que éste se ha despojado del último ropaje mitológico: la historia del pensamiento en cuanto órgano de dominio. En la medida en que ahora dicho pensamiento siente horror de sí mismo ante su propia imagen, abre la mirada hacia lo que está más allí de él. No es el armónico ideal social, que también para Sade destella en el futuro («guardad vuestras fronteras y quedaos en casa»[99]); ni siquiera la utopía socialista, que esta desarrollada en la historia de Zamé[100], sino el hecho de que Sade no haya dejado a los adversarios la tarea de hacer que la Ilustración se horrorice de sí misma, lo que hace de su obra una palanca para su rescate.

Los escritores oscuros de la burguesía no han intentado, como sus apologetas, paliar las consecuencias de la Ilustración mediante doctrinas armonizantes. No han pretendido que la razón formalística tuviera una relación más estrecha con la moral que con la inmoralidad. Mientras que los escritores luminosos cubrían, negándolo, el vínculo indisoluble entre razón y delito, entre sociedad burguesa y dominio, aquellos expresaban sin miramientos la verdad desconcertante: «El cielo pone estas riquezas en manos manchadas de uxoricidio, de infanticidio, de sodomía, de asesinatos, de prostituciones, de infamias; ¡para recompensarme de estos horrores, los pone a mi disposición!», dice Clairwil en el resumen de la biografía de su hermano[101]. Ella exagera. La justicia del mal dominio no es tan consecuente como para premiar sólo las atrocidades. Pero sólo la exageración es verdadera. La esencia de la prehistoria* es la manifestación del supremo horror en el individuo particular. Detrás de la observación estadística de los asesinados en el pogrom, que incluye también a los fusilados por piedad, desaparece la esencia, que sólo aparece a la luz en la exposición exacta de la excepción, de la tortura más feroz. La existencia feliz en el mundo del horror es refutada como infame por el hecho de su mera existencia. Ésta se convierte con ello en la esencia y aquélla se vuelve insignificante. Al asesinato de los propios hijos y de las mujeres, a la prostitución y la sodomía, se ha llegado seguramente con menos frecuencia, en la época burguesa, entre los de arriba que entre los súbditos, que asumieron las costumbres de los señores de las épocas precedentes. Pero éstos, en cambio, cuando estaba en juego el poder, han acumulado montanas de cadáveres incluso en los siglos más recientes. Frente a la mentalidad y a las acciones de los señores en el fascismo, en el que el dominio se ha encontrado a sí mismo, la descripción entusiasta de la vida de Brisa-Testa, en la que aquéllos ciertamente pueden reconocerse, se reduce a inocuidad familiar. Los vicios privados son en Sade, como ya en Mandeville, la historiografía anticipada de las virtudes públicas de la era totalitaria. El no haber ocultado, sino proclamado a los cuatro vientos, la imposibilidad de ofrecer desde la razón un argumento de principio contra el asesinato, ha encendido el odio con el que justamente los progresistas persiguen aún hoy a Sade y a Nietzsche. A diferencia del positivismo lógico, ambos tomaron la palabra a la ciencia. El que ellos insistan más decididamente que aquél en la ratio tiene el secreto sentido de liberar de su capullo a la utopía, que está encerrada, como en el concepto kantiano de razón, en toda gran filosofía: la utopía de una humanidad que, ya no deformada ella misma, no necesite más de la deformación. Proclamando la identidad de razón y dominio, las doctrinas despiadadas son más misericordiosas que las de los lacayos de la burguesía. « ¿Dónde están tus grandes peligros?», se preguntó Nietzsche una vez[102]: «En la piedad». Con su negación ha salvado Nietzsche la confianza inquebrantable en el hombre, que es traicionada día a día por toda promesa consoladora.




[1] I. Kant, «Beantwortung der Frage: Was ist Aufklarung?», en Werke, Akademieausgabe, vol. VIII, 35 (trad. cast. de A. Maestre, «Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?», en Varios, ¿Que es la Ilustración?, Tecnos, Madrid, 1989, 17).
[2] Kritik der reinen Vernunft, en Werke, cit., vol. III (2ª ed.), 427 (B 672; trad. cast. de P. Ribas, Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid, 1988, 531).
[3] Íbid.
[4] Íbid., 435 s. (B 686 s.; trad. cast., Íbid., 540 s.).
[5] Íbid., 428 (B 674; trad. cast, Íbid., 532 s.).
[6] Íbid., 429 (B 674; trad. cast., Íbid.).
[7] Íbid., vol. N (V ed.), 93 (A 126; trad. cast., Íbid., 147).
[8] Kritik der Urteilskraft, en Werke, cit., vol. V, 185 (trad. cast. de M. García Morente, Crítica del Juicio, Espasa-Calpe, Madrid, 1977, 84).
[9] Íbid.
[10] Metaphysische Anfänge der Tugendlehre, en Werke, cit., vol. VI, 449 (trad. cast. de J. Conill y A. Cortina, Metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid, 1989, 317 s.).
[11] B. Spinoza, Ethica, Pars III. Praefatio (trad. cast., Ética, cit., 172).
* «el fascismo, que»/1944: «el monopolio, que».
* «capacidad productiva»/1944: «efficiency».
[12] Kritik der reinen Vernunft, cit., 109 (B 131 s.; trad. cast., Crítica de la razón pura, cit., 153).
* «revela... fascismo»/1944: «el monopolio, en la forma racionalista del fascismo, crece más allá de sí mismo».
[13] Sade, Histoire de Juliette, Hollande, 1797, vol. V, 319 s. (trad. cast. de P. Calvo, Juliette 3, Espiral/Fundamentos, Madrid, 1986, 202 s.).
[14] Íbid., 322 s. (trad. cast., Íbid., 204 s.).
[15] Íbid., 324 (trad. cast., Íbid., 205 s.).
* «sistema económico»/1944: «capitalismo».
** (Los autores aluden a la conocida formulación de Marx en Das Kapital, vol. I, MEW, vol. 23, Berlín, 1968, 92; trad. cast. de P. Scaron, El Capital, libro 1, vol. 1, Siglo XXI, Madrid, 1984, 96).
* «a la razón industrial»/1944: «al monopolio y su razón».
** «sistema económico»/«capitalismo».
[16] Kritik der praktischen Vernunft, en Werke, cit., vol. V., 31, 47, SS, etc. (trad. cast., Crítica de la razón práctica, Losada, Buenos Aires, 21961, 37, 53, 61 s., etc.,).
[17] Nouveaux Essais sur l’Entendement Humain, Erdmann, Berlin, 1840, libro 1, cap. II, & 9, 215 (trad. cast., Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, Alianza, Madrid, 1992, 93).
[18] Cf. la introducción de H. Mann a la edición de la editorial Insel.
[19] Metaphysische Anfänge der Tugendlehre, cit., vol. VI, 408 (trad. cast., Metafísica, cit., 266).
[20] Juliette, cit., vol. IV, 58 (trad. cast., Juliette 2, cit., 2S7).
[21] Íbid., 60 s. (trad. cast., Íbid., 258).
[22] Spinoza, Ethica, IV Parte, Prop. LIV, 368 (trad. cast., Ética, cit., 306).
[23] Íbid., Schol. (trad. cast., Íbid., 307).
[24] Metaphysische Anfänge der Tugendlehre, cit., 408 (trad. cast., Metafísica, cit., 266).
[25] Íbid., 409 (trad. cast., Íbid., 267).
[26] Juliette, cit., vol. I1, 114 (trad. cast., Juliette 1, Espiral/Fundamentos, Madrid, 1981, 306).
* «burgués»/1944: «burgués en la democracia».
[27] Íbid., vol.III, 282 (trad. cast., Juliette 2, 177 nota 15).
[28] Fr. Nietzsche, Umwertung aller Werte, en Werke, Kröner, vol. VIII, 213 (trad. cast., «Inversión de todos los valores», Prólogo a El Anticristo, en Obras completas, trad. E. Ovejero y Maury, vol. IV, Aguilar, Buenos Aires, 61967, 459).
[29] Juliette, cit., vol. IV, 204 (trad. cast., Juliette 2, cit., 345).
[30] E. Duhren ha llamado la atención en sus Neue Forschungen (Berlin, 1904, 453 s.) sobre esta afinidad.
[31] Fr. Nietzsche, Umwertung, cit., 218 (trad. cast., El Anticristo, cit., 460).
[32] Juliette, cit., vol. I, 315 s. (trad. cast., Juliette 1, cit., 199 s.).
[33] Genealogie der Moral, en Werke, cit., vol. VII, 321 s. (trad. cast. de A. Sánchez Pascual, La genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 1992, 47 s.).
[34] Juliette, cit., vol 1, 300 (trad. cast., Juliette 1, cit., 190).
[35] Histoire de Justine, Hollande, 1797, vol. IV, 4 (citado también por E. Dühren, o. c. 452).
[36] Genealogie der Moral, cit., 326 s. (trad. cast., La genealogía, cit., 51).
[37] Justine, cit., vol. IV, 7.
[38] Nachlass, en Werke, cit., vol. XI, 214.
[39] Genealogie der Moral, cit., 433 (trad. cast., La genealogía, cit., 142).
[40] Juliette, cit., vol.1, 208 s. (trad. cast., Juliette 1, cit., 134 s.).
[41] Íbid., 211 (erad. cast., Íbid., 136).
[42] Jenseits von Gut and Böse, en Werke, cit., vol III, 100 (trad. cast. de A. Sánchez Pascual, Más allá del bien y del mal, Alianza, Madrid, 121992, 99).
[43] Nachlass, cit., vol. XII, 108.
* (Cf. nota * * * * en 91).
[44] Juliette, cit., vol. I, 313 (trad. cast., Juliette 1, cit., 198).
[45] Ethica, IV Parte, Appendix, cap. XVl (trad. cast., Ética, cit., 332).
[46] Íbid., Prop. L, Schol. (trad. cast., Íbid., 304).
[47] Íbid., Prop. L (trad. cast., Íbid., 303).
[48] Juliette, cit., vol. II, 125 (trad. cast:, Juliette 1, cit., 312).
[49] Íbid. (trad. cast., Íbid).
[50] Nietzsche contra Wagner, en Werke, cit., vol. VIII, 204 (trad. cast., Nietzsche contra Wagner, en Obras, cit., vol. IV, 617).
[51] Juliette, cit., vol.1, 313 (trad. cast., Juliette I, cit., 198 nota 20).
[52] Íbid., vol. II, 126 (trad. cast., Íbid, 313).
[53] Beobachtungen fiber das Ge fuhl des Schdnen and Erhabenen, en Werke, cit., vol. II, 215 s. (trad. cast., Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime, Alianza, Madrid, 1990, 45).
[54] Íbid.
[55] Nachlass, cit., vol. XI, 227 s.
[56] Also sprach Zarathustra, en Werke, cit., vol. VI, p. 248 (trad. cast. de A. Sánchez Pascual, Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 121984, 240).
* «senores fascistas»/1944: «senores».
[57] Genealogie der Moral, cit., vol. VII, 421 (trad. cast., La genealogía, cit., 132).
** (Mató en 1940 a un hombre, que la había sacado a ella y a una amiga de paseo, después de haberle tenido apuntado durante horas con una pistola y de haberle humillado; cf. Los Angeles Examiner del 29 de noviembre de 1942).
[58] Juliette, cit., vol. III, 78 s. (trad. cast. Juliette 2, 53 s).
[59] Íbid., vol. IV, 26 s. (trad. cast., Íbid., 297).
[60] «Théorie de la Fête»: Nouvelle Revue Française (1940) 49.
[61] Cf. R. Caillois, Íbid.
[62] Íbid., 58 s.
* (Nombre registrado de la anfetamina. Fuerte excitante suministrado por los comandantes nazis a sus tropas. N. del T.).
[63] Nachlass, cit., vol. XII, 364.
* «bagatelizó... gran industria»/1944: «se hipostasió como lograda reconciliación. Bajo el monopolio».
** «sistema... industria moderna»/1944: «monopolio».
*** (Chusma blanca: expresión despectiva para designar a trabajadores de piel blanca).
[64] Juliette, cit., vol. II, 81 s. (trad. cast., Juliette 1, cit., 286 s.).
[65] Juliette, cit., vol. III, 172 s. (trad. cast., Juliette 2, cit., 110).
[66] Íbid., 176 s. (trad. cast., Íbid., 112).
[67] Édition privée par Helpey, 267 (trad. cast., La filosofía en el tocador, Akal, Madrid, 1980, 238).
[68] Juliette, Íbid. (trad. cast., Juliette 2, cit., 113).
[69] Íbid. (trad. cast., Íbid., 114).
[70] Íbid., 188-189 (trad. cast., Íbid., 120 nota 13).
[71] Juliette, cit., vol. IV, 261 (trad. cast., Íbid., 380).
[72] Íbid., vol. II, 273 (trad. cast., Juliette 1, cit., 405).
[73] Juliette, cit., vol. IV, 379 (trad. cast., Juliette 2, 444 s.).
[74] Aline et Valcour, Bruxelles, 1883, vol. I., 58 (trad. cast. de F. Montes, Historia de Aline y Valcour, Espiral/Fundamentos, Madrid, 1981).
[75] Íbid., 57.
[76] Victor Hugo, L’Homme qui rit, vol. VIII, cap. 7.
[77] Juliette, cit., vol. IV, 199 (trad. cast., Juliette 2, 342).
[78] Cf. Les 120 Journées de Sodome, Paris, 1935, vol.11, 308 (trad. cast., Las 120 Jornadas de Sodoma, Espiral/Fundamentos, Madrid, 1980, 297 s.).
[79] Der Fall Wagner, en Werke, cit., vol. VIII, 10 (trad. cast., El caso Wagner, en Obras, cit., vol. IV, 617).
[80] R. Briffault, The Mothers, New York, 1927, vol.1, 119.
* «después... en la realidad/1944: «la sociedad de clases en la realidad».
[81] Nachlass, en Werke, cit., vol. XI, 216.
[82] Íbid., vol. XIV, 273.
[83] Grundlegung der Metaphysik der Sitten, en Werke, cit., vol. IV, 432 (trad. cast. de M. García Morente, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, Espasa-Calpe, Madrid, 81983, 89).
[84] Die Frobliche Wissenschaft, en Werke, cit., vol. V, 275 (trad. cast., El gay saber, en Obras, cit., vol. III, 163); cf. Genealogie der Moral, en Íbid., vol. V11, 267-71.
[85] Íbid. (trad. cast., Íbid.).
[86] Cf. Fr. Nietzsche, Nacblass, cit., vol. XI, 216.
[87] Cf Le Play, Les Ouvriers Européens, Paris, 1879, vol. 1, particularmente 133 s.
[88] Juliette, cit., vol. IV, 303 s. (trad. cast., Juliette 2, 405 s.).
[89] Les 120 Journées de Sodome, cit., vol I, 72 (trad. cast., Las 120 Jornadas, cit., 71).
[90] Cf. Juliette, cit., vol. II, 234 nota (trad. cast., Juliette 1, 380 nota 11).
[91] La Philosophie dans le Boudoir, cit., 185 (trad. cast., La filosofía, cit., 151).
[92] Cf. Demócrito, Fragmento 278, ed. Diels, Berlin, 1912, vol. 11, 117 s.
[93] La Philosophie dans le Boudoir, cit., 242 (trad. cast., La filosofía, cit., 210 s.).
[94] S. Reinach, «La prohibition de l´inceste et le sentiment de la pudeur», en Cultes, mythes et religions, Paris, 1905, vol. 1, 157
[95] La Philosophie dans le Boudoir, cit., 238 (trad. cast., La filosofía, cit., 206).
[96] Íbid., 238-249 (trad. cast., Íbid., 206 s.).
[97] Íbid. (trad. cast., Íbid., 207).
[98] Juliette, cit., vol IV, 240-244 (trad. cast., Juliette 2, 363-368).
[99] La Philosophie dans le Boudoir, cit., 263 (trad. cast., La filosofía, cit., 234).
[100] Aline et Valcour, cit., vol. II, 181 s.
[101] Juliette, cit., vol. V., 232 (trad. cast., Juliette 3, 149 s.).
* (Cf. nota ******* en 91).
[102] Die froblicbe Wissenschaft, cit., vol. V, 205 (trad. cast., El gay saber, cit., 131).
 

Marco conceptual para formulación del Programa de la Asignatura

Se propone un contexto donde se colocan los aportes de los Profesores del Departamento

1.- Fundamentación.

El fin del paradigma moderno (concepción mecánico-positivista de la realidad), al arrastar consigo la caducidad de las ideologías ha permitido una visión más directa, ‘desencantada’,  de la ‘naturaleza’ humana. Esto constituye  una oportunidad acaso inédita en la historia humana de intervenir, por un imperativo moral y con libertad, directamente en la ‘configuración’ de esta humana  naturaleza. En el nuevo milenio el hombre puede acaso construir una sociedad que realice un sentido superior para su existencia.

En este contexto, la Filosofía como asignatura debe ser un lugar de lucidez y reflexión acerca de las cuestiones que han aparecido en este punto crucial de la evolución humana en el planeta. Si bien es cierto que esta función es la misma  que la filosofía cumplía al aparecer en la cultura de Occidente, no es menos cierto que la apertura de la filosofía a los datos de la ciencia moderna le permite aceptar una eventual autodisolución, junto con estas ciencias modernas, dándole paso a un nuevo modelo cognoscitivo. Rasgos de este nuevo modelo, como es sabido, serían la complejidad, la multidimensionalidad, la globalidad.

Postulamos que la filosofía como asignatura debe, asimismo, ejercitar una actitud de aproximación y distanciamiento respecto del ‘objeto’, generando una identidad propia pero dispuesta a disolverla cuando obstaculice el cambio. Por ejemplo: la teoría general de sistemas es el intento contemporáneo de conceptualizar las fuerzas liberadas tras el fin de la modernidad. Mas existe el riesgo de que sean ‘recuperadas’ por el antiguo mecanicismo, a través de la cibernética o, peor, de la  bio-cibernética y la inteligencia artificial, que es uno de los vectores de la teoría de sistemas. Así como la alquimia miró el fondo del alma humana, anticipándose a Freud, y fue derrotada por el mecanicismo, así el holismo estaría siendo derrotado por el ‘holismo cibernético’, es decir, otra vez por el mecanicismo. Todo esto, para mayor gloria del capitalismo.

Esta eventualidad obliga a revisar los flancos en que el hombre es más vulnerable, y para acometer esta función creemos que la filosofía tiene aun vigencia. La teoría de sistemas es un instrumento poderoso, pero es menester un examen más profundo de él.

2.- Revisamos a continuación aspectos de lo humano que deben ser atendidos por la filosofía como asignatura. Estos aspectos o bien son inherentes a lo humano o son supuestos metafísicos  del nuevo paradigma que se está configurando en la post-modernidad. Sea como fuere, la vida cotidiana sucede en este ámbito.

Estos aspectos básicos son la identidad humana, la ética, la política, el conocimiento, la sociedad.

La dificultad lógica para la revisión de estos aspectos es triple, por lo menos:

- La imposibilidad de señalar una línea limítrofe entre estos aspectos, puesto que en virtud de los nuevos supuestos epistemológicos ad usum (el paradigma complejo) dichos aspectos son manifestación de un trasfondo, y este trasfondo escapa a los límites de la ontología cartesiana y al cálculo positivista.

- Además la identidad de tales aspectos parece no existir fuera de una red de interacciones; por ejemplo, el sujeto y el objeto no pueden ya ser pensados como entes autónomos entre sí  ni como entes prexistentes a la interacción que los genera. La pérdida de la objetividad  es un tema difícil de esclarecer a una mente adolescente.

- La estructura circular de esta red, además, obliga a la filosofía a reflexionar con objetos de naturaleza paradojal. Por ejemplo, la red en que los componentes son generados es generada por dichos componentes. De nuevo, la asignatura enfrenta el problema de catalizar tensiones emocionales que muy probablemente generaría en el adolescente una ontología paradojal como fundamento de lo humano.

Sin embargo, como asignatura la filosofía debe ofrecer al alumno una lógica paradojal que tenga validez como instrumento de reflexión. Después de Nietzsche, después de Gödel y Wittgenstein, después de la ontología del lenguaje,  la petición de principio sigue constituyendo una argumentación falaz, pero al parecer el  Dasein  no es sino el imperativo ético de construir sentido donde no lo hay. 

Por otra parte, debe generar un criterio para no extrapolar desde las ciencias particulares conceptos que dejan de tener significado cuando son universalizados. El affaire Sokal ahorra más palabras.

Además, debe la asignatura asumir estas cuestiones en el concierto de un curriculum en que las ciencias siguen operando dentro del mecanicismo cartesio-newtoniano, que para el alumno es la verdad misma. Así, evitar el descrédito de la asignatura obliga a hacer delimitaciones claras y distintas y a un uso preciso del lenguaje. 

Hechas estas prevenciones intentamos una mención de esos aspectos básicos.

Desde el punto de vista de la historia, la división esquizoide de la personalidad es simultánea con la aparición de la Modernidad, y el privilegio concedido a su componente abstracto –la conciencia, o ego --, en desmedro de la corporalidad. Desde un punto de vista antropológico, acaso este escisión dualista es inherente a lo humano. Pero ha habido en la historia soluciones tanto psíquicas como políticas que administraron la relación entre dichos componentes de modo tal que generaron una forma de vida ‘superior’ a la que ha caracterizado a la sociedad occidental.  Por ejemplo, en las sociedades precolombinas, la necesidad de trascendencia nunca generó personalidades adictivas. Las patologías  del ego han empobrecido la calidad de la existencia humana, al aumentar el sufrimiento. No postulamos que el sufrimento per se sea patológico sino que lo es aquel sufrimiento carente de sentido. Ahora bien, la asignatura debe ofrecer claridad ante la posibilidad del sentido autogenerado.

Respecto de esto último, la historia como disciplina ha logrado introducir la noción de post.modernidad. Una idea que le pertenece es aquella de la disolución del sujeto, el que habría sido modelado como ego por la cultura moderna. Tal disolución consistiría en la pérdida de la autonomía y de la capacidad de autogenerar sentido. Dicho de otro modo, parece caduca la tensión entre un ‘interior’ y un ‘exterior’  que explica la dinámica de gran parte de la historia humana. Esta característica general del sujeto contemporáneo, la conversión del sujeto en pura exterioridad, es coincidente con los males que lo aquejan, según la denuncia reiterada de la filosofía y de las disciplinas que expresamente se ocupan de lo humano. Según tales denuncias lo existente humano no coincide con su esencia.

Si hemos de creer a la historiografía francesa, la historia de las herejías en Occidente es justamente la historia de la rebelión contra la vida inauténtica. Y lo que pretendieron fue salvar al hombre a través del camino difícil del retorno a la proscrita corporalidad. Se sabe cuál ha sido el fin de las herejías. Sin embargo, la asignatura debe asumir el hecho de que el adolescente vive su corporalidad con mayor inmediatez que los adultos, sin un propósito transcendente. Debe arrojar luz acerca de cómo el mercado ha ‘recuperado’ esta somatización. Pero debe también ofrecer al alumno una conexión entre este retorno hedonista a la corporalidad y el nuevo paradigma que se está configurando, según el cual el sentido no está arriba y más allá sino que a los lados. 

La filosofía del lenguaje ha avanzado en la posibilidad de liberar al hombre de fuerzas naturales o externas, y permite pensar en la potencialidad del lenguaje como generador de realidad humana. La psicología ha desarrollado posteriormente procedimientos terapéuticos para generar cambios deseables en los individuos, sobre la base de los juicios  que los sujetos sustentan. Esto obliga a la revisión del aspecto ético de este proceso.

En efecto, la política malamente entendida como relaciones de poder, se ha apropiado de esta capacidad generativa y en los hechos es responsable de la determinación de lo que es verdadero, a través de ideologías, causando así el empobrecimiento del sentido de la vida humana (no necesariamente por su contenido como por la violencia del procedimiento que entroniza un concepto de verdad).  De paso este hecho refuerza la sospecha del compromiso entre conocimiento y poder,  cuya solución perversa ha sido la subordinación del conocimiento al poder.  La asignatura debe mostrar con claridad  que, en el nuevo contexto, el poder, el conocimiento y la realidad constituyen un proceso continuo.

Las varias disciplinas que confluyen en el paradigma de la complejidad  expresan con suficiente propiedad este nuevo concepto del hombre: el juicio como un acto fundante de lo humano. Pero si el juicio confiere sentido a la existencia humana, la ausencia de éste  denota la falta de autonomía del sujeto repecto de los poderes que lo alienan.

Si el lenguaje genera realidad, si hablar es hacer, entonces la ética es inseparable de la condición humana. El quiebre del modelo mecanicista en ciencias, ha permitido nuevos supuestos espistemológicos (o la reedición del pensamiento pre-socrático) según los cuales no hay una verdad existente fuera de los límites humanos a que podamos acceder, y sin embargo el hombre debe asumir el imperativo ético de generar un sentido consensual, válido para una comunidad de individuos, en una red interconectada. En este punto la filosofía ha de corregir el predominio del formalismo ético y devolver al acto moral mismo su valor irrenunciable.

La libertad humana es, pues, un componente necesario  no sólo en la constitución de lo humano sino, como se ve, en la constitución de la comunidad humana.  La fenomenología y después la filosofía sobre la existencia han necesitado de la libertad como facultad humana para existir con autenticidad en la nada. Por esto es que la filosofía debe hacer notar que la política ha abandonado su función propia al convertirla en relaciones de hegemonía o bien administración de instituciones.

Si necesito del Otro para constituirme como yo, esta relación se cumple cuando estos dos elementos pueden establecer relaciones de igualdad entre sí. La libertad hace posible una relación entre los hombres tal que puedan instaurar un mundo que compartir. Si el lenguaje es  el generador del espacio donde habría de producirse el encuentro entre los hombres, es la política quien le da una concreción efectiva a este espacio. El cuerpo del hombre y las emociones del hombre son fuerzas contrarias sólo cuando habitamos un mundo sin libertad. Esto es la perpetuación del patriarcado, de  la búsqueda de la verdad hacia arriba, con la razón, y cuando el aire ya está enrarecido, con la fe. La política debe generar el ágora donde se reúnan los hombres libres, denunciando la invasión de este espacio por las leyes del mercado. La asignatura debe capacitar al alumno para evaluar los esfuerzos de la fenomenología tendientes a concebir este espacio como ser-en-el-mundo y  donde el Dasein se trasciende creativamente: postulamos que la fenomenología expresa los supuestos metafísicos del paradigma de la complejidad.

La asignatura puede aprovechar el quiebre de paradigmas para generar una reformulación de lo humano, así como cuando el psico-terapeuta aprovecha el caos para que se autogenere un nuevo punto de equilibrio.

Aprovechar la disolución del ego moderno pasa por la dificultad de reconectar a este sujeto con su corporalidad, que es un componente del equilibrio. Mas el retorno al cuerpo es el abandono de la estructura binaria de  la personalidad,  cara al proyecto moderno de dominación, que se extiende a la postmodernidad como globalización. Dicho dualismo por lo demás es la estructura básica de la religión mosaica y su ética.   La asignatura debe decidir hasta qué punto debe transar con los poderes que se oponen a estos procesos, por una parte. Por la otra, examinar la conveniencia de exponer a los adolescentes a grados de autonomía no habituales.

Profesor Jorge Henríquez M.